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6. El régimen autoritario del PP

Entendemos por régimen autoritario aquel que, sea en un sistema político constitucional o en una dictadura, ejerce un uso desmesurado de la autoridad, o sea, que abusa del poder. En una dictadura, donde el poder es monopolio de una persona o de un grupo, el autoritarismo es un elemento constitutivo, pero en democracia también puede existir. No hay mejor ejemplo que esta última legislatura del Partido Popular.

En el ámbito legislativo, hemos asistido a una imposición autoritaria de las normas, habitualmente mediante la forma de decreto, que la mayoría absoluta convertía en leyes con facilidad, después de haber hurtado el debate parlamentario. No ha existido ningún diálogo, ni se ha prestado la mínima atención a la opinión diferente. Así ha sido con la reforma laboral, por ejemplo, donde no se ha escuchado la opinión de las organizaciones sindicales, que representan a los principales afectados; o con la Ley Wert, en la que ni familias, ni alumnado, ni profesorado han sido llamados al diálogo a través de sus representantes legítimos. Con las otras fuerzas políticas, el desprecio ha sido absoluto, hasta el punto que la forma de ejercer el poder por la mayoría absoluta popular merece el calificativo de sectaria.

Cuando la sociedad organizada ejerció su derecho constitucional a la protesta, la respuesta populista fue la represión, sin reparar en los medios. Al principio, tuvimos que ver a policías de paisano, infiltrados entre los manifestantes para provocar conflictos, que justificasen la disolución violenta de la protesta. Al mismo tiempo, el gobierno recurrió a la fiscalía para criminalizar la protesta, llevando a juicio a decenas de sindicalistas, participantes en los piquetes de las huelgas, y a decenas de personas presentes en las marchas de protesta. Como las vías de la represión policial y de la represión judicial no eran suficientes para imponer su abusiva autoridad, pues los tribunales solían garantizar a posteriori las libertades, el gobierno procedió a cambiar las leyes, culminando con la que se ha llamado Ley Mordaza, donde el autoritarismo sobrepasa los límites de la Constitución, como ha dicho ya la ONU y tendrán que resolver en España los tribunales correspondientes.

El mayor problema que encuentra el autoritarismo en los sistemas democráticos es la división de poderes. Con el legislativo suele resolver más fácilmente los obstáculos, porque la mayoría parlamentaria posibilita o cambiar las normas o hacer un uso de las mismas que, en la práctica, impida el control del ejecutivo. Así ha ocurrido en esta legislatura. Es con el judicial con el que se presentan mayores problemas, dada la notable independencia de los jueces. Por acuerdo bipartidista, esto lo tienen parcialmente resuelto, al poder controlar ideológicamente la composición de los órganos superiores del poder judicial, pero ese control no alcanza a la totalidad de la judicatura. Ha sido en los casos particulares donde se ha puesto de manifiesto el autoritarismo extremo del Partido Popular y el ejemplo perfecto es el del juez Garzón, que sufrió un acoso, bien descrito en la prensa, que terminó con su condena y expulsión de la judicatura. Aún estamos pendientes, y personalmente estoy esperanzado, de que el Tribunal de Estrasburgo haga justicia con Garzón, lo que podría dejar más en evidencia, si cabe, el autoritarismo extremo del gobierno del Partido Popular.

El máximo de autoritarismo en un sistema político democrático se produce cuando se pretende imponer el totalitarismo. Aclaremos también este concepto, antes de razonarlo. Entiendo por totalitarismo el afán político por imponer un comportamiento único a la población, incluso en la vida más privada. En las dictaduras del siglo XX, tanto las de signo fascista, como las de signo comunista, el totalitarismo consistía en la sumisión plena al Estado, al que se identificaba con el pueblo. Mussolini escribía en 1932: “La concepción fascista del Estado lo abarca todo; fuera del Estado no puede existir y, menos aún valer, valores humanos o espirituales”.

Los sistema políticos confesionales son totalitarios, por definición. Es el caso de los sistemas políticos musulmanes actuales, donde rige la sharía o ley coránica y, por lo tanto, está excluído todo pensamiento (y toda persona) que no sea creyente, esto es, musulmán. Fue el caso también del nacional-catolicismo en España, mientras pudo mantenerse hegemónico, o sea, hasta el Concilio Vaticano II. Recuerdo perfectamente, siendo yo monaguillo, la lista que hacía el cura de mi pueblo de los que “cumplían con Pascua”. Los que no aparecían en la lista, estaban excluídos, como mi tío Julián, que había sido guardia de asalto, había pasado por la cárcel, seguía siendo republicano y tenía el valor de no “cumplir con Pascua”, mientras eso fue obligatorio. Era de los pocos del pueblo con ese valor. Yo no tuve el mismo valor unos días después del 20 de noviembre de 1975, cuando hube de asistir a la misa-funeral por Franco, para aliviar el temor de mi madre. En su descargo (y en el mío) diré que, justo dos meses antes, habían venido a buscarme los guardias a casa y estuvieron una mañana entera interrogándome sobre unas flechas dobladas a la entrada del pueblo y, de paso, sobre la Junta Democrática. Aquel día era el siguiente al 27 de septiembre, en que habían sido ejecutados los últimos cinco opositores a la Dictadura, ilegítimamente, como todos. Eso era el nacional-catolicismo, un ejemplo de totalitarismo.

El tema del aborto se inserta en esta categoría hoy mismo. Bajo el razonamiento sobre si el aborto es un derecho o no (independientemente de otras valoraciones que sobre el hecho de abortar hayan de hacerse), subyace determinado punto de partida en el pensamiento lógico. Si se parte de una creencia, para la cual es Dios quien da la vida y se interpreta que hace esa donación en el instante en que un espermatozoide fecunda a un óvulo, no hay aborto posible sin pecado o, como dicen los más osados, sin crimen. Este razonamiento sólo vale para los creyentes con esa interpretación de la norma. Ni siquiera estarían incluídos aquí todos los católicos: uno puede aceptar, por fe, no por ciencia, que la vida es un don de Dios (ese sería el dogma), pero puede interpretar, al mismo tiempo, que ese don se recibe cuando la persona nace o, al menos, como ha hecho la Iglesia católica en otros momentos, cuando el feto puede vivir autonomamente. Si un gobierno legisla sobre el aborto desde el criterio integrista católico, está ejerciendo un totalitarismo, porque excluye a toda la ciudadanía no creyente e, incluso, a los católicos con distinto criterio interpretativo del dogma. Aunque sea por razones de estrategia electoral, el Partido Popular está metido en este fango.

Para finalizar, recordamos que en los regímenes autoritarios suele proliferar la corrupción, de lo que en España tenemos buen ejemplo; suele utilizarse la estrategia de la crispación para desanimar a los opositores, de lo que sabemos mucho aquí; no se practica el consenso, como ocurre entre nosotros; se envalentonan las ideología dictatoriales, como comprobamos con el neofranquismo; o hay un control casi completo de los medios de comunicación, lo que ocurre también en España, donde el recambio casi simultáneo de los dos directores de los principales diarios escritos tiene mucho que ver con ello.

En conclusión, lo que acabo de relatar es lo que viene diciendo la gente bajo la forma de “democracia real ya” o “no nos representan” o con los mil razonamientos que científicos y publicistas hacen sobre la “democracia imperfecta” en este final del régimen de la Transición. El Partido Popular, con el ejercicio autoritario del poder, dentro del ya de por sí deficiente régimen del bipartidismo, característico de la Transición, ha llevado a una cima el desgaste de la Constitución de 1978 y eso no tiene marcha atrás, sino que exige cambio, reforma. Por eso, viene los malos augurios para quien se resiste a los cambios que trae el tiempo.

El Partido Popular en el final del Régimen de la Transición

Más que analizar al Partido popular y tratar de conocer mejor las razones de su decadencia, lo que no me interesa nada, tengo interés en ayudar a no olvidar lo que ha sido y lo que es el Partido Popular, para que lo podamos explicar cada vez que sea oportuno. Lo he repetido hasta la saciedad en este blog, a propósito de su cotidiana actuación: Delendus est PP, La ilegitimidad del PP, Como si el PP no existiera; o he insistido en aspectos particulares de su actuar: el franquismo, la crispación, la corrupción. Ahora, cuando el ciclo electoral iniciado parece anunciar el final de la hegemonía del PP, quiero recordar lo tantas veces repetido y destacar que podemos estar en vías de una nueva transición, en este caso el final de dos etapas históricas sucesivas y continuadoras: la Dictadura franquista y el régimen político de la Transición.

Es verdad que aún no se ha socializado suficientemente, pero la ciencia histórica ya ha consensuado el significado de la Dictadura franquista: fue un sistema político que entra en la categoría de los crímenes contra la humanidad. Sus efectos no han sido reparados, pero están creadas las bases para poder hacerlo. Respecto a la Transición, se va estableciendo la tesis de que una característica dominante ha sido el monopolio bipartidista del poder, determinado por la ley electoral, que ha logrado estrangular los buenos efectos democráticos que auguraba la Constitución de 1978. El mayor daño del bipartidismo ha sido la institucionalización de la corrupción, como elemento del régimen político, y el abuso del poder, que en manos del Partido Popular ha dado lugar a un régimen autoritario.

Los dos partidos que se han turnado en el poder tienen parecida responsabilidad en la perversión del régimen de la Transición; también le toca su parte de responsabilidad a los nacionalismos, más a los catalanes que a los vascos; y la misma Izquierda Unida está afectada, tanto en lo que se refiere a la corrupción, como en el modelo poco democrático de partido. Sin embargo, la suma de varios elementos de la vida política confieren al Partido Popular un protagonismo inigualable a la hora de caracterizar la desnaturalización del sistema constitucional de 1978. El resultado de la quiebra de ese sistema ha sido la conformación de una democracia de muy baja calidad, con algunas características bien definidas: neofranquismo, crispación, desprecio de los valores humanistas, corrupción, clientelismo, disenso y propaganda.

Las dos veces que el Partido Popular ha gobernado con mayoría absoluta ha exhibido un autoritarismo extremo, que en esta última etapa ha alcanzado cotas desconocidas. Si, como parece, la gente se ha hartado de autoritarismo, la derrota del PP podría ser definitiva. Analizaremos por capítulos estos elementos y concluiremos con la descripción del régimen autoritario popular.

Marcelino Flórez

Operación Palace, una broma de mal gusto

Comencé a ver el documental después de haber empezado y me atrajeron enseguida las personalidades que hablaban: Iñaki Gabilondo, Federico Mayor Zaragoza, Fernando Ónega, Jorge Verstringe, Iñaki Anasagasti, Felipe Alcaraz, Alejandro Rojas Marcos, Joaquín Leguina. Las imágenes, conocidas y reales, reforzaron mi atracción. Aunque mucho antes de que supiese que Fraga salió porque tenía hambre o que la izquierda se dividió porque Carrillo no se agachó, tardé un rato en advertir la falsedad del documental. No echo la culpa a Garci, ni a Évole, pero sí a Iñaki Gabilondo y a Federico Mayor Zaragoza, en los que confío. Tampoco me culpo por sentirme engañado durante un rato o por no haber afinado mi sentido crítico.

Consciente ya de la falsedad, seguí viendo el documental con verdadero interés. Reconozco que me atrajo y eso ha de ser porque tenía capacidad de atracción. Desde el principio, sin embargo, me disgustó: a las 22,33 le dije a mi amigo Luis en Facebook que era “demasiado serio para tanta broma»; y a las 22,35 a mi amigo Javi que “no me ha gustado nada la broma”. ¿Por qué me desagradó tanto?

Tengo varias razones. Primero, personales. La noche del 23-F se reunió en mi casa en Toro (Zamora) un grupo de amigos, atemorizados por el golpe. Yo aparentaba ser de los más tranquilos, aunque la procesión fuese por dentro. Entre las cosas que recuerdo, hay dos personajes, uno guardia civil y otro militar, retirados ambos, que estaban a la puerta del Ayuntamiento cuando hacia las dos o las tres de la madrugada fui a llevar a Mercedes en mi coche hasta su casa. No dudé de que habían ido allí para ponerse al servicio de la causa. Por eso, en mis sueños de esa corte noche deseaba que fuese a buscarme a casa la Guardia Civil y no los voluntarios ayudantes del golpe. Entonces pensaba yo que los responsables de los crímenes franquistas habían sido las cuadrillas de falangistas, aunque ahora sé que ni un solo asesinado dejó de pasar por el filtro militar. Bueno, pues que se haga mofa de aquello me gusta poco. Reconozco que ni todo el mundo encabezaría la lista, como sería mi caso en Toro, donde sin duda el militante de CC.OO. (léase “ce, cé, ó, ó”) que abría la puerta del portalón-sede sindical y activista de la Asociación Cívico-Cultural ocuparía alguno de los primeros puestos, ni todo el mundo había nacido o tenía uso de razón entonces para poder experimentar lo que yo experimenté. Cosa personal, por lo tanto.

Tampoco me hace mucha gracia el lugar en el que queda la gente que al día siguiente logramos sacar a la calle en Toro, llena de miedo y deseosa de terminar enseguida la manifestación, de modo que tuvieron que ser mis alumnos de COU los que pusiesen orden en la marcha, ataviados con un brazalete para dar sensación de autoridad. Mucha sociedad civil hecha realidad, para que ahora se bromee frívolamente sobre aquel acontecimiento. También es cosa personal.

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Pero tengo, además, razones políticas, porque no estoy de acuerdo ni con la visión subliminal de la Transición, ni de la Monarquía, ni del control de los archivos, que subyacen en el falso documental.

Podemos hablar de la Transición, pero también en serio. Lo que importa, además, no es lo que se hizo o cómo se hizo, que eso lo tiene ya muy configurado la historiografía, sino la valoración que ahora se hace de lo que se hizo. Sólo la derecha y un sector, cada vez más pequeño, de la socialdemocracia sigue defendiendo hoy la forma en que se hizo la Transición y sus resultados: bipartidismo, justicia encorsetada, impunidad para los crímenes del franquismo, semiconfesionalismo, clientelismo y corrupción. Yo soy claramente partidario de “reiniciar la democracia”, pero de eso no había nada en el falso documental de Évole.

Es muy difícil declararse monárquico en el siglo XXI y más para un historiador, que sabe algo de lo que fueron las monarquías antiguas, la realeza feudal, el absolutismo monárquico. Casa mal la monarquía con la soberanía popular. Dicho esto, sin embargo, no estoy dispuesto a gastar un minuto más en disputas sobre la forma de Estado aquí y ahora, que influye poco menos que nada en lo que realmente ocurre (autoritarismo, paro obrero, desigualdad social creciente, retroceso de los derechos humanos). ¿No va a pararse nunca lo que se llama izquierda a pensar por qué algunos medios informativos  y lobbies políticos, dejando aparte a Anguita, claro, tienen tanto interés en señalar a la Monarquía como el origen de los males y dirigir hacia allí el debate? Conmigo que no cuenten.

Y el tercer elemento subliminal, los archivos. Hablemos de archivos, pero no son los del 23-F los que permanecen cerrados ilegalmente, a los que todavía les faltan siete años para reclamar autorizadamente su apertura. Es de los archivos de 1950 o de 1939 o de 1936, sobre los que han pasado 64 o 75 o 78 años y siguen cerrados a cal y canto. El tema de los archivos, por otra parte, hay que tratarlo con un mínimo de cuidado. Que no se conozca todo no significa que todo lo que se conoce es falso y ha de ser sometido a sospecha, que es lo que subyace en este documental. ¡Qué a gusto se habrá sentido Pedro J y qué tristeza habrá sentido Javier Cercas con esta ficción! Tampoco pasaba nada porque en esto hubiese habido un poco más de calidad científica y menos de tertulianismo.

¡Cómo le gustan a un sector de la sociedad española las teorías conspirativas! Todo lo que ocurre ha de tener siempre una razón oculta y organizada, una conspiración; y el protagonista principal ha de ser un rey, un obispo o un banquero, a no ser que esté la CIA por el medio. Pues a mí me parece que todo lo que ocurre en el país se explica mucho más por el voto que cada ciudadano emite o deja de emitir periódicamente. Y de ese voto no tienen la responsabilidad ni Reyes, ni Obispos, ni Banqueros, sino cada una de las personas. ¿O somos todas unas “tontas de los cojones”, como dijo aquel recordado alcalde? También se explica, desde luego, por la capacidad organizativa y movilizadora de esa sociedad, pero de eso tampoco tiene la responsabilidad ningún lobby conspirativo, sino nosotras mismas. Cuánto más le valdría a lo que se sigue llamando izquierda ajustar sus métodos de análisis y dejar de vivir en la inopia.

Así que no me ha gustado nada, pero nada, la broma. Y, si para justificarla, hay que acudir a la presencia  o ausencia de perspectiva analítica, o al carácter sombrío y no chistoso de los españoles, mal vamos.

Marcelino Flórez

Delendus est PP

El 15 de noviembre de 1930 José Ortega y Gasset escribió un memorable artículo en el diario El Sol, titulado El error Berenguer, que terminaba así: “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! ¡Delenda est Monarchia!”. Con esta simbólica toma de postura de los intelectuales culminaba un proceso de movilizaciones y de crítica contra la Dictadura, que tampoco iba a ser aceptada en la suave forma de dictablanda encarnada en el general Berenguer. Cinco meses más tarde, la monarquía fue destruída, como aconsejara Ortega.

Dos años de gobierno después y casi veinticinco desde que se refundara el PP, ha llegado el momento de proclamar ¡El PP debe ser destruído! Como siempre nos acecha el olvido, conviene ir anotando la relación de agravios, que son las razones que hacen del PP un partido merecedor de un rechazo formal y de ser arrojado al frío espacio de la indiferencia.

I.

El primer agravio, que, además de razón, se ha convertido en delito, es la justificación del franquismo. El PP no sólo no ha condenado el franquismo, del que procede, sino que avala sistemáticamente las anacrónicas defensas de aquel régimen, al que el Tribunal Supremo nos ha concedido el don de poder llamar criminal sin que eso pueda ser considerado por nadie un insulto. Sea en los actos protagonizados por el alcalde y algunos vecinos de Poyales del Hoyo en el mes de agosto de 2011, cuando, después de profanar una fosa de víctimas del franquismo, un vecino llegó a decir “si Franco levantara la cabeza os cortaba el cuello”, como transcribe El País del día 7 de aquel mes; sean los agravios continuados del alcalde granadino sobre la Tapia del Cementerio de San José; sean las exhibiciones reiteradas de gestos y cantos fascistas de conocidos dirigentes de Nuevas Generaciones; sean las bárbaras declaraciones del alcalde de Barralla en Lugo; sean las actitudes, gestos y dichos del coportavoz popular en el Congreso de los Diputados, Rafael Hernando; todos los protagonistas de la justificación, cuando no exaltación, del franquismo siguen en sus puestos.

Dicen los demoscópicos que todo eso lo hacen para tener satisfecha a su base social. Pues bien, con todo lo que sabemos hoy, cualquiera que no sea esa base social o les abandona o pasa a formar parte de la misma base con todas las consecuencias.

II.

La segunda razón es la implantación de un régimen autoritario. Al uso despótico de la mayoría absoluta; al abuso del decreto-ley, que evita el debate parlamentario e impide la información ciudadana; a la utilización con violencia extralimitada de las fuerzas policiales; a la conversión de la realidad en propaganda, donde los eufemismos que dictan los argumentarios encuentran un auxilio en los medios de comunicación de masas, prácticamente monopolizados; a todo ello, el PP ha sumado finalmente el cambio de las leyes que afectan a los derechos humanos esenciales; y ha sumado el control de la justicia, único poder que se le escapaba hasta ahora.

Es cierto que muchos de esos pasos van siendo recurridos ante el Tribunal Constitucional y más de uno ha sido rechazado ya por ese Tribunal después de ser aplicado, pero eso no evita que el gobierno del PP haya puesto de manifiesto su ideología, un autoritarismo que choca con la democracia y camina por los bordes de la Constitución. Sin dudarlo y amparados en la experiencia histórica, esa ideología debe ser rechazada para garantizar la salud democrática.

III.

La tercera razón es la justificación de la corrupción. Que el caso Gürtel es un asunto de corrupción política que afecta al PP no es discutible, sea cual sea el resultado de los procesos judiciales que le atañen. Pero los principales responsables de esa corrupción, sobre todo en la Comunidad Valenciana, han seguido al frente de las instituciones públicas y el PP no los ha destituído. El rocambolesco asunto de Bárcenas y la contabilidad “B” tampoco ha podido ocultarse. Quizá los jueces tengan dificultades para desentrañar todos los pormenores, pero nunca se podrá negar que ingentes cantidades de dinero circularon por las cloacas del partido. Tales debieron ser esas cantidades, que el tesorero del partido, él solito, puso sustraer decenas de millones de euros clandestinos y colocarlos en paraísos fiscales. Cuando un micrófono descubre lo que realmente piensan los dirigentes o cuando se tiene acceso a los correos electrónicos de esos dirigentes, el grado de corrupción que se observa merece el calificativo de aterrador. Todo eso, en el ámbito político, independientemente de lo que dictaminen los jueces.

Los dirigentes del PP han dicho repetidas veces que esos asuntos políticos se sustancian en las urnas. Y así ha venido siendo, de manera que la persistencia del voto al PP le ha liberado de la responsabilidad política por la corrupción. Pero con esta acción, la responsabilidad política ha sido trasladada al votante. En términos éticos, esta forma de justificar la corrupción ha de ser rechazada sin atenuantes.

IV.

La cuarta razón es la negación del consenso. Nunca antes de ahora en la democracia habíamos observado un desprecio tan clamoroso a la opinión diferente. En el Parlamento no se escucha a la oposición ni en lo que tiene derecho. Hemos visto actitudes de algunas presidencias de comisiones tan abusadoras, que han tenido que ser desautorizadas por los propios compañeros de partido. Lo mismo pasa con la oposición en la calle: las huelgas y las enormes manifestaciones celebradas han sido despreciadas de forma explícita sin atender a ninguna de sus demandas. Ni la reforma laboral, ni la reforma de las pensiones, ni los múltiples recortes en educación, sanidad, servicios sociales han sido negociados con nadie. Pero es la Ley Wert la que ejemplifica de forma perfecta la ausencia de consenso. Y aquí también sólo hay un culpable, no vale el manido recurso al “todos son iguales”, porque esta abominable ley estuvo precedida del proyecto que hizo el ministro Gabilondo en el anterior periodo legislativo, proyecto al que fue convocado todo el mundo y que recogía la inmensa mayoría de las propuestas de la derecha. El PP se retiró del pacto sin poder aportar ninguna excusa, poniendo de manifiesto que su ideología, el autoritarismo, es incompatible con el consenso. El ministro Wert, con su soberbia avalada en Rajoy, ha dejado claro que la ruptura del consenso es cosa exclusiva de su partido. También por esto, delendus est.

V.

La quinta razón es el ejercicio de la oposición que ha practicado el PP desde que existe con ese nombre. Ha sido siempre una oposición agresiva, a la que los medios dieron el calificativo de crispación; una oposición que convocaba al odio a los diferentes; una oposición completamente desleal, incluso en los asuntos de Estado. Recordemos el uso que hizo del terrorismo, tanto en el Parlamento como en la calle; recordemos el recurso a la xenofobia, fuese en Melilla o en Badalona, donde Albiol reconoció, ante el juez que le absolvía, haber usado expresiones “inadecuadas” sobre los gitanos rumanos; recordemos que el mismísimo presidente del gobierno fue insultado en sede parlamentaria con el calificativo de “tonto solemne”; recordemos, en fin, la actitud ante la crisis económica, reflejada de forma perfecta en aquella expresión de Montoro: “dejad que se caiga España, que nosotros la levantaremos”. También por esto, el PP ha de ser arrojado a la indiferencia.

Al acercarse periodos electorales y eso va a ocurrir de forma continua desde los primeros meses de 2014, el argumentario insistirá en presentar una imagen bondadosa del partido, procurando que se olvide lo que realmente ha ocurrido y cómo se ha actuado realmente. Oiremos repetir insistentemente que la reforma laboral crea empleo, que el PP es el único que combate la corrupción, que la reforma de las pensiones es para hacerlas sostenibles, que mejora la educación, que es el gobierno más solidario, que ya hemos salido de la crisis. Y la voz nos llegará desde rostros sonrientes. El objetivo es que la gente moderada, esa que gusta llamarse de centro, vuelva a votar al PP. Ese voto, que se suma a las “bases sociales” es el que sostiene al partido y, por lo tanto, al que le corresponde la plena responsabilidad por lo que ocurre: franquismo, autoritarismo, corrupción, intolerancia y crispación. Por eso, es una obligación moral mantener vivo el recuerdo, para que no nos llamen a engaño.

Cuando digo que el PP debe ser destruido, no pienso en ninguna acción represiva, por supuesto. Sólo pienso en el único aval de que dispone el PP, el voto. Mientras la ciudadanía de derechas moderadas siga fiel al PP está cerrado el camino para avanzar en España: no se podrá terminar con el franquismo; se fortalecerá el régimen autoritario y decaerán las libertades; no terminará la corrupción con su secuela de desamortización de los bienes públicos y su entrega a una casta de amiguetes; será imposible recuperar el consenso y, por lo tanto, cambiar la Constitución; y estaremos condenados a la crispación política. ¿O es que alguien piensa que el PP va a reconocer alguna vez esta relación de agravios?

El final del camino es un país dividido, sin derechos sociales, con desigualdad rampante y pobreza extendida, desconocedor de lo que significa cultura, un país, triste, atrasado, envejecido, decadente. Y el camino está apunto de terminar. Si el voto moderado reacciona, el PP se destruirá inexorablemente. Estamos invitados a observar lo que nos anuncia el nuevo año, pero también a decidir la dirección.

Marcelino Flórez

Mayoría silenciosa

El mantra de esta legislatura para conjurar las movilizaciones sociales es la mayoría silenciosa. La Vicepresidenta acaba de conjurar la enorme cadena humana catalana con esa cantinela y es que, efectivamente, eran más los catalanes que no unieron sus manos a la cadena. Lo que no sabemos es si se quedaron en casa o tenían otras cosas que hacer, si estaban hospitalizados o de viaje, y tampoco sabemos lo que pensaban. La Vicepresidenta se los apunta a su causa y a callar.

Antes de la Vicepresidenta ya había recurrido al mantra el Ministro del Interior para desviar la atención de las grandes mareas sectoriales que recorren España cada pocos días y de las grandes manifestaciones unitarias del año 2012. Pero, sobre todo, había utilizado ese recurso la lideresa madrileña con motivo de la última marcha a Madrid de los mineros de España. En este caso, Esperanza Aguirre hizo gala de toda su malicia, mofándose de los manifestantes, e hizo gala de una soberbia y chulería sólo alcance del enorme poder que ella misma y su partido disfrutaban y disfrutan.

Además del desprecio a la ciudadanía que se manifiesta (el ministro peor valorado del gobierno ha calificado las manifestaciones de la enseñanza como “fiestas de cumpleaños”, escolares se entiende), además de la exhibición de poder y del mensaje de que ese poder se usa según el libre albedrío de quien lo ostenta, el mantra de la mayoría silenciosa dispone de un argumento irrebatible: donde mejor se constata quién representa a esa mayoría silenciosa es en el voto. Y es aquí donde hay que callar. Cuando la lideresa se rio abiertamente de los mineros españoles, argumentó que para conseguir un solo concejal en Madrid se necesitaban diez veces más de votos que los que sumaban todos los manifestantes pro mineros en aquellos momentos. Ni los enérgicos trabajadores de la mina tuvieron una palabra para responder a esa bien ganada soberbia.

Hay que escoger, por lo tanto, entre el voto o la humillación o la revolución. Como por la revolución hace mucho que no estamos, sólo nos queda la humillación, después de haber renunciado al voto, facilitando esa mayoría absoluta que ahora se nos restriega por el rostro con el mantra de la mayoría silenciosa. Recuerdo las elucubraciones de mucha gente simpatizante de las movilizaciones del 15-M acerca del voto y recuerdo mi incapacidad para hacer comprender el error en el que se navegaba. Ahora, demasiado tarde, la realidad viene en mi auxilio y espero que aquella gente logre ver lo que yo no supe explicar.

En el caso de Cataluña, sin embargo, hay una trampa. Es casi seguro que el Partido Popular perderá, si no todos, la mayoría de los ya escasos votos con que allí cuenta, pues la derecha tiene otros partidos, catalanistas y no, donde poner su confianza y su voto. Pero en el resto de España es más difícil, no sólo porque la derecha no tiene a dónde ir, si le privan de su partido único, sino porque el anticatalanismo tiene muchos adeptos. Podría darse la paradoja de que el Partido Popular, al tiempo que desgaja irremediablemente a Cataluña del resto de España, recuperase intención de voto entre los nacionalistas españoles. Por eso, tenemos que ser constantes para recordar el autoritarismo con el que nos gobiernan y su instrumento propagandístico, del que forma parte el mantra de la mayoría silenciosa, un eslogan que ni Goebbels habría imaginado en sus mejores tiempos.

Marcelino Flórez