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El patetismo culpable de Tamames

Creo haber leído que Feijóo, en una de las reuniones privadas que mantuvo con Tamames antes de la moción de censura, le dijo que, si fuera su hijo, no le consentiría presentarse como candidato a la presidencia del gobierno. Si yo fuese su hijo, tampoco se lo habría consentido. Dejar constancia pública de su senilidad, de su narcisismo mórbido, de su negacionismo generalizado, que es prueba de una severa ignorancia, no es cosa que pueda agradar a ningún hijo. Tampoco me agrada a mí, a pesar de haber perdido toda confianza en el personaje, igual que López Rey, cuando Tamames con su voto tránsfuga desbancó al alcalde Barranco.  Aún así, mi consejo habría sido que desistiese de la tentación que le brindaron aquella noche de vinos y risas.

Pero Tamames, aunque patético, es culpable de todo lo que ha ocurrido en la moción de censura, no es inocente. Las argumentaciones se adecúan perfectamente a la ideología de la extrema derecha europea y americana: negacionismo del cambio climático, negacionismo de la ciencia médica, negacionismo de la democracia, negacionismo histórico.

Prestemos atención al negacionismo histórico. Comienza Tamames acusando al Gobierno de dictar “la historia de toda una nación” con la Ley de Memoria Democrática. Es una acusación absurda, pues la ley no es ningún libro de historia, sino una serie de reconocimientos para las víctimas del franquismo, así como la eliminación de los restos de exaltación de la dictadura franquista que aún persisten. Es un asunto de memoria, no de historia. La afirmación de Tamames, más que ignorancia de la historia, que es notoria por otra parte, manifiesta la desazón que ha producido en los simpatizantes del franquismo la aparición de las víctimas, saliendo de las fosas comunes, y la magnitud del crimen contra la humanidad sobre el que se fundamentó la dictadura. Ni más, ni menos.

La segunda tesis que formula Tamames es la tesis de la equidistancia: “se cometieron atrocidades en los dos bandos. Tratando de limitarlas ahora a sólo uno, es faltar a la verdad”. Lo primero, hay que marcar la mentira que formula cuando dice “limitarlas a sólo uno”. No conozco a nadie, ni desde perspectiva histórica, ni desde perspectiva memorialista, que haya dicho que sólo hubo crímenes en un bando. Eso es una invención de Tamames para reforzar su relato, pero sigue siendo un “hecho alternativo”, o sea, una falsedad. Lo segundo es la premisa de la equidistancia. Ya dijo Primo Levi que esa premisa representa un mal moral, porque equipara a víctimas y verdugos, garantizando de esa manera la impunidad de los verdugos. En este caso, es evidente: trata de exculpar los crímenes franquistas con el argumento de que también los republicanos cometieron crímenes. ¿Y qué?, habría que responder. No es necesario añadir una palabra más para que quede claro que lo que pretende Tamames con su relato es exculpar los crímenes franquistas. Por cierto, los únicos que no han sido ni clarificados, ni juzgados. Para estos no ha habido nunca una “Causa General”.

La tercera tesis es la recuperación de la afirmación franquista de que la causa de la guerra fue el mal gobierno republicano, causante de una imparable violencia, reflejada principalmente en la “revolución de octubre de 1934”. En el texto escrito no consta, pero en el discurso pronunciado Tamames añadió ahí que fue la causa de la guerra, citando sin ninguna precisión a Raymond Carr. Nunca he visto esa argumentación en este autor. Quizá Tamames, en su pretensión de mostrar erudición historiográfica, estaba pensando en Stanley Paine o en cualquier otro revisionista, pero erró el tiro. Esta es la principal tesis de los revisionistas, que niegan la realidad histórica, amparándose en los esfuerzos jurídicos que hicieron los franquistas para justificar el golpe de Estado, la guerra subsiguiente y el crimen contra la humanidad sobre los que fundamentaron su poder. La “justicia al revés”, como dijo en su día Serrano Suñer, el “cuñadísimo”.

La atribución de ilegitimidad a la República tiene su origen en una decisión de Franco en 1938, aunque pueden rastrearse algunos antecedentes de ese hecho, de crear una comisión de notables para demostrar la falta de legitimidad de la República. La tarea se concretó en el Dictamen de la Comisión sobre Ilegitimidad de los Poderes Actuantes en 18 de julio de 1936, que publicó la Editora Nacional en 1939, por una parte, y, por otra, en la Ley de Responsabilidades políticas, de 9 de febrero de 1939, cuyo artículo primero dice: «Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave». La argumentación, tanto de la Comisión, como de la Ley, decía que la República era ilegítima por dos razones, el “fraude electoral” que propició la victoria del Frente Popular, a lo que Fraga en 1958 calificaba de “golpe de Estado”; y el desorden social que los gobiernos republicanos propiciaron, que Fraga concretaba en la persecución religiosa, los conflictos sociales y la incapacidad para resolver la crisis económica. Estos mismos argumentos son los que ha defendido Tamames en la moción de censura. La historiografía desmontó hace ya muchos años estas falsedades, pero el neofranquismo sigue adscrito al bulo con el que Franco excusó su dictadura. La ignorancia no exime de responsabilidad, menos si es tan atrevida como en este caso.

Marcelino Flórez

Catedrático de Historia de Bachillerato, jubilado

Los campos de concentración de Franco

Carlos Hernández de Miguel escribió hace un año un libro con ese título sobre los campos de concentración. El autor es periodista y el libro es una crónica del sufrimiento humano innecesario y provocado. Es una crónica por su valor literario, que le hace merecedor de esa denominación. Lo es igualmente por la motivación que guía al autor y que confiesa en la introducción, el memorialismo, más que la reconstrucción histórica. Y lo es, finalmente, por el método, nacido de la construcción y de la narración periodística. Digo esto, porque el autor no es historiador de profesión, aunque las primeras historias fueron siempre crónicas de los reyes y de los poderosos. E insisto en ello, porque estoy cansado de ver cómo algunos historiadores de profesión descalifican a quienes no lo son, llamándoles aficionados, casi como un insulto. Pues bien, este libro de Hernández de Miguel es un excelente libro de historia, además de ser una crónica.

A falta de estadísticas y de fuentes para poder confeccionarlas, el investigador tiene que buscar otros elementos para la reconstrucción de la historia. En casos relacionados con la represión es difícil que puedan existir documentos escritos para llegar a conocer el alcance de la misma. Un sustituto de esos documentos son los testimonios. Y un uso adecuado de los testimonios puede dar a conocer hechos históricos con excelente aproximación. Eso es lo que ha logrado Carlos Hernández. Ahora podemos saber hasta qué punto fue cruel el traslado de los prisioneros, podemos saber que lo primero que hacían los guardias de los campos era saquear a los presos, robándoles hasta los calzoncillos, que era casi imposible soportar el hambre y el frío, que la suciedad llenaba los cuerpos de enfermedades, que todo junto conducía inexorablemente a la muerte. Que eso es lo que ocurrió en los campos de concentración de Franco a un millón de españoles entre 1936 y 1941 y a otros cuantos más hasta 1970 y, si apuramos, hasta 1983 o hasta 1995, cuando el Código Penal dio fin definitivamente a la explotación del trabajo de los presos.

Podemos saber también que los más de 300 campos eran un lugar de tortura permanente, sin justificación, por puro sadismo o por odio inmenso; y un lugar de sacas constantes. Y conocemos a los protagonistas, entre los que destacan «los falangistas», como aseguran de forma unánime los testimonios.

El libro de Carlos Hernández aporta también excelentes explicaciones y aclaraciones sobre la tipología de los campos, sobre el número, sobre la ubicación, porque, además de los testimonios, el autor ha usado con mucho tino los archivos. Aclara, sobre todo, que el sistema concentracionario franquista estuvo regido, de principio a fin, por la improvisación, el desorden y el caos. Son aclaraciones muy precisas, que no habíamos podido ver hasta ahora.

Guiado por un espíritu memorialista, el autor ha hecho un estupendo libro de historia, una de las mejores cosas que se han escrito sobre la represión franquista, donde el relato construye los hechos, sin necesidad de recurrir a la opinión. Contrasta este libro con otros de historiadores profesionales, que, repitiendo hasta la saciedad su afán de objetividad, lo que hacen realmente es «memorialismo» en el sentido malo del término, es decir, opinión personal y no fundamentada sobre un hecho o sobre un periodo histórico.

Por todo ello, Carlos Hernández no ha necesitado calificar los hechos que narra de genocidio o de cualquier otra forma, para que resulte ostensible que nos hallamos ante un enorme crimen contra la humanidad, que la fundamentación del franquismo no sólo es ilegal e ilegítima, sino que es esencialmente criminal. Cuando se termina de leer este libro, la ausencia de justicia y la impunidad es tan visible, que reclama de toda la sociedad su denuncia. Por eso, este libro, de indudable valor historiográfico, se convierte también en un memorial. Además, se lee bien.

Marcelino Flórez

Franco, un escalón

La inmensa mayoría de la población española ha celebrado como un triunfo el traslado de los restos de Franco desde Cuelgamuros a Mingorrubio. Celebrémoslo, porque la historia recordará el 24 de octubre de 2019 como el mayor triunfo de la democracia española, después de la Constitución de 1978, un triunfo sobre la dictadura franquista, régimen responsable de crímenes contra la humanidad, como aseveró en su día el Tribunal Supremo. No es el final del camino, pero es el eslabón imprescindible para ir dando fin al franquismo y a sus crímenes.

Sorprende que este hecho, sin duda, histórico haya estado rodeado de un comportamiento insólito entre casi todas las fuerzas políticas y entre ciertos sectores de la sociedad. Dejo a un lado a los troles que inundan las redes y que las han llenado de chistes de mal gusto sobre el dictador. Es una cosa demasiado seria, para entretenerse en chismorreos. Como casi siempre, los troles destilaban odio y eso es incompatible con el sagrado acto democrático que el día 24 se ha realizado. Quede constancia de su rechazo y punto.

Sorprende menos la actitud de las fuerzas de derechas. Entendemos perfectamente que VOX se ofrezca como receptáculo de los restos del franquismo, ya venía ejerciendo como tal desde sus orígenes. Se entiende también la actitud de Ciudadanos, ese actuar siempre enrevesado, que busca distraer la atención con otros elementos, a causa de la vergüenza que les produce expresar sinceramente lo que piensan. Se entiende, en fin, la actitud del Partido Popular, mirando hacia otro lado con el deseo de que sus votantes no tengan muy en cuenta que nunca han condenado al franquismo. Una vez más, la derecha ha perdido la ocasión de homologarse con Europa, es decir, con la democracia. Sigue, por lo tanto, pendiente de refundación.

Sorprende algo más la actitud de los nacionalistas, sean catalanes o vascos. Ver a Esquerra Republicana de Catalunya pedir la comparecencia de la Ministra de Justicia o ver al portavoz del PNV atacar al gobierno por haber convertido la exhumación «en una fiesta de exaltación franquista y en una nueva humillación» nos deja boquiabiertos, porque todos y todas hemos podido ver la dignidad de Dolores Delgado, ejerciendo de notaria de la exhumación desde la distancia institucional que le correspondía o hemos podido ver la soledad de los nietos y biznietos del dictador, imagen ésta que no puede estar más lejos de la exaltación. No todo vale porque estén próximas unas elecciones.

Sorprende en el grado máximo ver a Podemos criticar la exhumación, acusando al gobierno de electoralismo. Este es un error definitivo. Lo primero, porque es mentira; lo segundo, porque muestra la desubicación de Podemos. Demostrar que es mentira la acusación de electoralismo es muy sencillo, basta con recordar la cronología de los hechos: el anuncio del gobierno de su voluntad de exhumar al dictador es del mes de junio de 2018, nada más tomar posesión tras la moción de censura; el 24 de agosto el gobierno modificó la conocida como ley de memoria histórica para hacerlo posible. Fue la familia del dictador y sus aliados quienes boicotearon cuanto pudieron el acto, proponiendo, primero, la inhumación en La Almudena y recurriendo al Tribunal Supremo cuando, el 8 de noviembre de 2018, el Consejo de Ministerios anunció para diciembre la fecha de la exhumación. Ese Consejo volvió a poner fecha en su reunión del 15 de marzo de 2019 para el 10 de junio, justo una vez pasadas las elecciones generales, europeas, autonómicas y municipales. Fue el Tribunal Supremo quien desautorizó aquella fecha hasta que el 24 de septiembre rechazó todos los recursos presentados. Ese día el gobierno anunció que Franco sería exhumado antes comenzar la nueva campaña electoral. Si esto no fuera suficiente para demostrar la falsedad de la acusación, bastaría añadir aquí la relación de bromas que los troles de la izquierda han vertido en las redes, mofándose de los «fracasos» de Pedro Sánchez, para certificar que la acusación de electoralismo no supera el nivel de los troles.

Hay ocasiones que sirven para conocer bien la esencia de los partidos y de las personas. Cataluña es una de ellas; Franco es otra. En los dos casos, se trata de cuestión de Estado y eso significa una cuestión básica, de tratamiento en el largo plazo. Son éstas las ocasiones en las que hay que posicionarse sin matices al lado del gobierno, sea del signo que sea. Ni en el uno, ni en el otro caso, Podemos ha sabido actuar, lo cual es una prueba de que está desnortado, de que la estrategia le ha conducido al abismo, al que se asoma sin arneses. En gran parte, esta desubicación viene causada por la función que cumple el liderazgo, el otro elemento que, junto a la estrategia, entra en el sorteo del 10 de Noviembre.

Dejo a un lado la relación de argumentaciones banales que cierta izquierda viene aduciendo para desvalorizar el significado de la exhumación: que lo tiene que pagar el Estado, que le vuelven a enterrar en dominios del Patrimonio Nacional, que es una vergüenza porque se escucharon gritos fascistas y otras tales. Dejo a un lado esas banalidades y presto atención a la excusa que más se escucha para desvalorizar lo ocurrido el día 24 de septiembre: que las víctimas siguen en las fosas. Esta forma de argumentar, distrayendo la atención del asunto que se trata y derivando a otro hecho, aunque esté cargado de dignidad, cumple la función de restar importancia, desvalorizar y tratar de eliminar la significación del hecho tratado. ¡Claro que las víctimas siguen en las cunetas! Y algunos nombres en las calles y algunos monumentos y todo lo que robaron en manos de los ladrones. ¿Resta esto algún valor a la exhumación de Franco? No sólo no le resta, sino que resalta su importancia, pero utilizarlo argumentalmente con el fin de distraer sólo sirve para desvalorizar lo principal, la exhumación. Primo Levi calificaría a esa forma espuria de razonar como perversión moral. Yo estoy con Primo Levi.

Queriendo evitar que Pedro Sánchez se apuntara un tanto, estos tontos de la izquierda se han aliado con las derechas para restar valor a la exhumación. De esa manera, no sólo reservan el éxito para Pedro Sánchez en exclusiva, sino que ponen de manifiesto su inutilidad política. Y eso es también estrategia. Por eso, afirmo y reafirmo que el 24 de octubre de 2019 es un día histórico para la democracia en España y para las víctimas del franquismo. El peldaño que se subió con la exhumación abre la puerta de las reparaciones. Sólo la ceguera que producen los nervios ha estado a punto de quitarle su valor.

Marcelino Flórez

Marcos Ana y los presos políticos

La Fundación Jesús Pereda, de las Comisiones Obreras de Castilla y León, ha presentado en Valladolid la exposición en homenaje a Marcos Ana, que se titula “Marcos Ana, hacia mis libres años”. Con ese motivo, organizó el día 5 de noviembre una mesa redonda sobre “Presos políticos en el franquismo”, en la que participaron Willy Meyer, Carles Vallejo y José Luis Cancho, coordinados por Gonzalo Franco Blanco.

Más importante que las palabras que han dicho los miembros de la mesa, es el testimonio que representan. Escuchar a Carles Vallejo decir que sabía que apoyar la creación de comisiones obreras en SEAT era causa segura para terminar en la cárcel en dos o tres años, después de pasar unos días en comisaría, días que no tenían límite si había estado de excepción; escuchar eso, digo, emociona. Más aún, sabiendo que así se cumplía.

Willy Meyer nos contó que la cárcel era una liberación, después de pasar por comisaría. Allí terminaban las torturas y allí había un amplio espacio de acogida, los numerosos presos políticos, la mayoría del partido, como se decía entonces, o de las Comisiones Obreras. La cárcel era, además, un aula universitaria, donde cada persona experta enseñaba sus saberes.

Cancho leyó unas letras suyas y otras de algún amigo, que le habían enviado para la ocasión. Corroboró el testimonio de acogida en la cárcel, donde el alumno coincidió con su profesor de lingüística, Carlos Castro, y donde se aprendía marxismo con los más expertos o sindicalismo con el mismísimo Camacho. Afirmó también el espacio de libertad que allí se ganaba, donde uno no tenía ya que ocultar su pensamiento y podía decir con tranquilidad que era comunista. Pero su testimonio sobrecogió por dos detalles: el primero, que no había vuelto a pisar la Cárcel Nueva, donde estuvo encerrado, y que desde hace varios lustros es el Centro Cívico, en el que ahora se hallaba. Y esto a pesar de que su familia vive muy cerca. Me recordó a György Konrád, que escribía: “Resulta desagradable que los testigos salgan de repente de las fosas comunes”, para expresar así su desazón al contar que era uno de los solo siete niños, entre los doscientos niños judíos de su pueblo, que lograron sobrevivir al nazismo; y me recordaba a Amèry, a Antelme, a Primo Levi, a Jorge Semprún, que tardaron años en volver al lugar de la opresión o que no fueron capaces de seguir viviendo con su testimonio. El otro detalle es la caída por la ventana de la comisaría de la calle Felipe II. No puede recordar si se tiró o le tiraron, sólo recuerda los largos días de hospital y la pierna quebrada para siempre y necesitada de un zapato sobrealzado.

Esta mesa de presos del franquismo ha puesto de manifiesto que es necesario prodigar el testimonio, ahora que aún es posible. Hacen falta más charlas y difundir la noticia, para que no seamos cuatro gatos y todos de la casa, como ayer.

Casi al margen de la actividad, hubo otro detalle, para mí del máximo interés, sobre la forma de nombrar a los presos del franquismo. Yo dije víctimas; Carles rechazó esa denominación y reclamó la de represaliados. Pero eso se merece otro artículo, más ahora que Nicolás Sartorius acaba de recordarnos con su último libro la importancia de las palabras para designar lo que se pretende.

Marcelino Flórez

Los “expertos” ante la Comisión de la Verdad

El País del domingo 2 de septiembre de 2018 presentaba un pequeño reportaje de Ignacio Zafra, que recogía la opinión de cuatro historiadores acerca de la iniciativa de Pedro Sánchez de crear una Comisión de la Verdad sobre el franquismo. Paul Preston decía que ya es tarde para crear esa Comisión, porque los verdugos ya no pueden pedir perdón a las víctimas; Santos Juliá decía que eso tiene sentido “cuando los testigos de los sucedido están vivos” y que aquí ya se conoce casi todo; Moradiellos decía que “no va a sentar una verdad oficial”; y José Álvarez Junco añadía que está en contra de esa verdad oficial.

Otro historiador, Julián Casanova, replicaba en su muro de Facebook el día 3 de septiembre una entrevista que le hizo Infolibre y tampoco se mostraba partidario de una Comisión de la Verdad, en este caso por extemporánea. Reconocía, sin embargo, lo siguiente: “Hay que sacar toda la verdad histórica, toda la información, pero no soy partidario de una comisión ad hoc”.

Nos faltaba Antonio Elorza, que pontificó finalmente el día 5 de septiembre, también en El País. Decía que la “verdad histórica” ya está establecida en cuanto a las responsabilidades. Faltaría una nimiedad: el resarcimiento de las víctimas. Y terminaba manifestando sus dudas sobre si los líderes políticos herederos de las ideologías presentes en la Guerra asumirían los crímenes. Citaba, incluso, tres de esos crímenes, sólo tres: García Oliver y su amparo de la FAI; los comunistas en Paracuellos; y el PNV con Santoña.

Finalmente, Álvaro Soto, el día 6, escribía otro artículo en el que no veía con agrado una Comisión de la Verdad, después de tanto tiempo y porque “ya tenemos ‘verdades’ históricas rigurosas y reconocidas”. Pero su artículo se titulaba “Contra el olvido”. ¿En qué quedamos?

Vaya por delante mi desprecio sin paliativos a estas opiniones por una primera razón: casi ninguna demuestra saber lo que es una Comisión de la Verdad y todas desconocen el papel y el significado de las víctimas. Además, confunden una Comisión de la Verdad con una tesis doctoral. Y, en el fondo, lo que se manifiesta es la preocupación por que una Comisión de la Verdad ponga sobre la mesa su papel historiográfico, su autoridad en tanto que historiadores “oficiales”. Estos historiadores pueden ser “expertos” en historia, pero no lo son en comisiones de la verdad . Su palabra, por lo tanto, no vale más que la de cualquier otra persona; y el valor de esa palabra dependerá de la sabiduría que demuestren. En este caso, poca.

Las asociaciones de víctimas del franquismo, sin embargo, y las asociaciones de defensa de los derechos humanos llevan varios años reclamando la creación de una Comisión de la Verdad. ¿Qué quieren estas asociaciones? Desde luego, no quieren otro libro de historia, ni siquiera otro libro para combatir a negacionistas y revisionistas, cosa que siempre hace falta.

Quieren conocer todos los nombres de las víctimas, las circunstancias de su muerte, los autores de la misma, quién dio la orden, quién la ejecutó, si fue el gobierno, si el ejército, si unos paramilitares, si cuadrillas de bandoleros, si se ajustaba al derecho nacional e internacional vigente.

Quieren localizar todas y cada una de las fosas (las del campo republicano y las del campo franquista; eso sí, sin mezclarlas, cada una en su departamento), sacar los huesos, identificarlos, entregarlos a los familiares o a las asociaciones de defensa de los derechos humanos. Y esto en público, no como mero “honor de los muertos” en la privacidad familiar.

Quieren conocer si, además de matarlos, los torturaron, si les robaron sus bienes, si les obligaron a trabajar como esclavos; quién los contrataba para esos trabajos; quién se adueñó de sus bienes.

Quieren saber si esos crímenes han conocido ya alguna reparación.

Quieren conocer la verdad, que lleva oculta más de ochenta años. Una comisión “contra el olvido” precisamente.

Y cuando conozcan la verdad, reclamarán justicia y reparación, claro. Pondrán en manos de los jueces la información. Y si los jueces no hacen nada, como ahora, pedirán reparación al gobierno. Pedirán una ley que dignifique a las víctimas, que las diferencie de los asesinos, que las honre. Una ley que condene la apología del crimen y que expulse de la sociedad a los apologetas, que limpie los escenarios de contertulios solidarios con los asesinos, lo sean por mala fe o por ignorancia.

No necesitamos un nuevo libro de historia, por eso no necesitamos una comisión de historiadores. Por cierto, el Pacto de Santoña podrá merecer el juicio político que se desee, pero no es responsable de ningún tipo de crímenes contra la humanidad, por lo que no forma parte de los objetivos de estudio de una Comisión de la Verdad.

Tampoco necesitamos recuperar la Segunda República o, como dicen algunos, la “memoria democrática”, por eso tampoco necesitamos una comisión de republicanos. A este respecto, sí queremos conocer la responsabilidad de García Oliver, pero no en abstracto, sino ante asesinatos concretos, con todas sus circunstancias; como también queremos saber el papel de Carrillo en Paracuellos, que éste ocultó hasta en sus memorias póstumas, pero no se busca un análisis e interpretación del anarquismo y del comunismo durante la República. De eso sí van hablando los historiadores y tendrán que hacerlo, quizá, los “herederos políticos”, pero no es tarea de ninguna Comisión de la Verdad.

Sólo necesitamos conocer la verdad oculta: los nombres de las víctimas, los de sus asesinos, el lugar del ocultamiento del cadáver, todo lo que se ocultó hace cuarenta años, a pesar de la Constitución. Para eso necesitamos una Comisión de la Verdad.

Después vendrán otras cosas por añadidura: nuevos libros de historia, que interpelarán a los “expertos”; nueva imagen de la política republicana, que redefinirá los rostros de unos y de otros; nueva imagen del franquismo, que hará posible culminar la Transición, ahora ya sin espadones y sin los otros poderes fácticos con sus diversos aliados, que nos subyugaron desde 1975 hasta aquí.

Marcelino Flórez