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El federalismo polémico

Las primeras comparecencias en la Comisión no permanente para la evaluación y modernización del Estado Autonómico han dejado una cosa clara: el desarrollo del Título VIII es insatisfactorio y necesita cambios. Esta obviedad ya no la puede negar ni el Partido Popular. El conflicto, por lo tanto, se sitúa aquí, en la determinación de los cambios que el Estado Autonómico precisa.

El cambio perfecto sería la renovación del pacto constitucional en dirección federal, es decir, un reparto de la soberanía entre las Comunidades Autónomas y el Estado. Este pacto tendría que incluir hoy día otros dos espacios, el municipal y el europeo. Es difícil, desde el pensamiento lógico, no aceptar una propuesta como ésta. El problema es que no hay consenso. Y no lo hay porque los nacionalismos, o sea, el pensamiento afectivo, se sitúa en los márgenes y niega todo lo que no sea la propia identidad. Así no puede haber pactos. Es el caso de Puigdemont y de Rajoy. El disenso, ciertamente, tiene otras causas, una de las principales el tactismo electoral, esto es, dar prioridad a las estrategias de partido frente a intereses más generales. Esto es una enfermedad infantil, por eso la padecen tanto ‘Podemos’ (que, increíblemente, no está participando en la citada Comisión parlamentaria), como ‘Ciudadanos’. Ambos partidos han dado ya muestras de la falta de experiencia y los errores les harán rectificar.

Tengo el convencimiento de que Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón estaría dispuesto a consensuar cambios relativos al Título VIII que abarcasen una enorme “federalidad”, como es un reparto más preciso de competencias, financiación más autónoma, libertad para denominarse nación o como cada cual quisiera, reforma radical del Senado. Sin embargo, lo que ha sobresalido en la prensa de la intervención de Miguel Herrero es que el federalismo es un concepto “polémico, indeterminado y costoso”, “un concepto de esos que Ortega decía que tienen picos y garras”.

Don Miguel dice eso, y no le falta razón, porque recuerda la historia de España y los cantones que terminaron con Pí i Margall, primero, y con la Primera República, después. También recuerda las insurrecciones comunales de algunos anarquistas en la Segunda República y todo eso le parecen garras. Además, no es difícil que identifique federalismo con república y eso le parecerá, como mínimo, un pico.

Pero federalismo significa pacto, acuerdo entre territorios, diferentes en cuanto a algunas características de sus poblaciones; diferentes en sus instituciones administrativas, unos tienen alcaldes, otros presidentes de gobiernos; diferentes en cuanto a su capacidad de acción, unos ejecutan servicios domésticos, otros hacen la guerra y la paz.

Los federales son aquellos capaces de pactar un reparto de soberanías sin exigir que al Estado le represente una república o una monarquía debidamente delimitada; o de pactar el apoyo máximo a una lengua minoritaria, más aún si corriese peligro de desaparecer, sin perder por ello el deseo de conseguir una lengua común para toda la humanidad.

Federalismo significa pacto, significa respeto a las identidades diferentes, significa primacía de la ley, pero significa, sobre todo, deseo de fraternidad, empatía con los más débiles y significa esfuerzo en busca de la equidad. Aquí no hay picos ni garras y sólo tiene que temerlo los aferrados al poder, los excluyentes, los acaparadores, en definitiva, los que desprecian el humanismo. Y si lo que molesta es la palabra federal, la dejamos a un lado y precedemos a recuperar para cada espacio la máxima soberanía que posibilita el Título VIII. Cuando haya más consenso, seguiremos avanzando.

Marcelino Flórez

Monarquía y bipartidismo

 

Que la cosa no consiste sólo en decidir entre Monarquía y República lo acaba de decir el mismísimo Anguita, que el día 2 de junio (había escrito ayer) acudió a la plaza de las Tendillas en Córdoba, “porque tenía que estar allí”, pero dejó claro que de lo que hay que hablar es de qué República se quiere y calificó de “pintorescas” las manifestaciones de ese día. Porque sólo faltaba que decidiésemos una forma de Estado republicana con los mismos trastos que tenemos y, para postre, nos eligiesen de presidente, por ejemplo, a José María Aznar. Sacar la bandera tricolor a la calle está muy bien para reforzar identidades, pero de lo que se trata es de conseguir una mayoría social para un cambio estructural y ahí es donde ha de situarse la estrategia.
En la construcción de esa mayoría social, la primera tarea es aglutinar a la izquierda en torno a un programa común, programa que ha de dar cabida a la pluralidad de esa izquierda social. La unión podría, quizá, llegar a gobernar mediante pactos. El más lógico de esos pactos sería con la socialdemocracia, por lo que la estrategia no puede perder de vista nunca esta circunstancia.
Pero el cambio estructural requiere más cosas, entre otras, una reforma sustancial de la Constitución. Ese sería el segundo paso en cualquier hoja de ruta. Para cambiar la Constitución se requiere una mayoría superior a la que es necesaria para gobernar. Y aquí es preciso el consenso de toda la nueva derecha que se está construyendo. Si esa nueva derecha llegase a ser republicana, la nueva Constitución también lo podría ser. En todo caso, en el juego de cartas que requeriría cualquier consenso, la forma republicana de Estado estaría encima de la mesa. Parece que la izquierda optaría claramente por esa fórmula, el problema es lo que deseen las otras fuerzas políticas.
¿Y la población, qué desea la población? Apresuradamente, hemos gritado en la calle que queremos un referéndum. ¿Qué ocurriría si hubiese ahora un referéndum? Lo más probable es que ganase la opción de la Monarquía. Entonces, una deseable reforma de la Constitución no podría ni plantear esta cuestión. Bien está, por lo tanto, que nos hayamos desahogado en las plazas con vivas a la República, pero más nos vale que no haya referéndum.
Después de que Anguita ordenara hace ya varios años desempolvar la bandera republicana, ésta se ha convertido en insignia de la izquierda. Eso también está bien, porque la lógica sólo tiene un camino. Pero hacer de la forma de Estado el tema prioritario (un amigo de feisbuc ha propuesto ya que convirtamos las elecciones municipales en un plebiscito, como aquel añorado 14 de abril de 1931) me parece un error estratégico. Cuanto antes dejemos de pedir un referéndum y de insistir en el debate sobre la Monarquía, mejor. Ese debate ahora sólo está sirviendo para afianzar el bipartidismo y fortalecer a la derecha política.
Vayamos, pues, a lo esencial: aglutinar a una mayoría social en un programa político común, abierto, realista, abarcador de la diferencia. Si el programa y el método resultan acertados, no es imposible que un amplio espectro ideológico pueda apoyarlo. No conviene alejar a nadie de ese apoyo por insistir en cuestiones secundarias.
Elaboremos un proyecto de reforma de la Constitución, donde quede fijada la garantía para los derechos humanos (salud, educación, servicios sociales, renta básica, pensiones, vivienda), donde se garantice el recurso a la consulta pública mediante referéndum de todo lo importante, donde se cambien los fundamentos de la ley electoral (el distrito provincial), donde se combata la corrupción, donde se proteja el uso y la titularidad de los bienes públicos, donde la orden de cuidar la naturaleza preserve la vida de las generaciones jóvenes y futuras, donde se ejecute el aconfecionalismo, donde se decida la forma de Estado. Y si la población decidiese Monarquía, tengamos a punto una propuesta para perfilar sus poderes, que no sólo no son los de una Monarquía absoluta, sino tampoco los de la Monarquía de la Transición. Aquí podemos precisar, ¿por qué no?, que la sucesión sea refrendada siempre por el pueblo, no por el Parlamento. Es lo lógico.
No conviene, sin embargo, distraerse de lo principal y perder el tiempo en asuntos identitarios con cada vez más limitada influencia en la vida real, además de no formar parte de las preocupaciones de la gente, como reiteran las encuestas. El problema no es Felipe VI, sino el Partido Popular o, si queréis por seguir personalizándolo, Rajoy. Ese problema se llama recortes sociales, recortes de las libertades, retroceso cultural, decadencia en suma. Hacia ahí es hacia donde debe dirigirse el combate. Creo que hemos caído en una trampa importante con esto de las banderas y de la Monarquía. Veremos en las próximas encuestas si ya lo ha rentabilizado el enemigo.
Marcelino Flórez

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