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En el instante de un peligro

¡Cómo agradezco haber releído las tesis de Walter Benjamin Sobre el concepto de historia durante el confinamiento! Me han posibilitado entender mejor lo que está ocurriendo en los Estados Unidos de América y en Europa Occidental tras el asesinato de George Floyd. Racismo y asesinatos de negros ha habido muchos, pero este crimen traza un límite: hasta aquí hemos llegado.

Dice Benjamin en la tesis sexta que la reconstrucción del pasado no consiste en la tarea que se asignan los positivistas de «conocerlo como verdaderamente ha sido», refiriéndose con ello al relato yuxtapuesto de los hechos que se han conservado, sino que la historia se completa sólo si el historiador es capaz de «adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro». Para entender esto, tenemos que saber que Benjamin había explicado antes que un buen número de hechos históricos no han sobrevivido, sino que han sido relegados al olvido, de manera que sólo hemos llegado a conocer lo que los vencedores de la historia han ido dejando en sus estanterías, mientras el subsuelo permanece repleto de ruinas y cadáveres olvidados. Esta es una constatación indiscutible: todo el relato de la historia de la humanidad es un relato de vencedores, siendo los vencidos ocultados y guardadas, con sus cadáveres bajo siete llaves, las ideas y proyectos que tenían. Es la muerte hermenéutica que se ha destinado siempre a las víctimas.

Recuperar ese pasado oculto sólo es posible si somos capaces de rememorar a las víctimas, a los perdedores de la historia y eso, dice Benjamin, está reservado al historiador que, teniendo puesta la mirada en los perdedores con los que convive, logra captar «la imagen que se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro». George Floyd es la figura donde ha aparecido esta vez la imagen fugaz.

No es el primer muerto, asesinado por la policía estadounidense. George Floyd no es la primera víctima. Pero esta vez algo había madurado y en un hombre negro asesinado en Virginia se han manifestado todos los esclavos africanos del colonialismo europeo y se ha producido una rebelión. La memoria de las víctimas ha salido a la calle y ha derribado las estatuas de los esclavistas: Wiliams Carter Wickham en Richmond (Virginia), el general defensor de los propietarios de esclavos del Sur, ha sido bajado de su pedestal por la multitud y el gobernador ha tenido que guardar la estatua de Robert E. Lee, otro general confederado, para que no corriese la misma suerte. El movimiento revolucionario ha pasado a Europa, donde los afrodescendientes han ocupado las calles, reclamando su dignidad. La estatua de Edward Colston, un comerciante de esclavos del siglo XVII, ha sido arrastrada hasta el río Avon en Bristol, ciudad del Reino Unido que le tenía reconocido como benefactor. Una estatua de Colón ha sido decapitada en Boston y otras varias han sido bajadas de sus pedestales en varias ciudades norteamericanas. El instante de un peligro, avistado en el asesinato de George Floyd, ha servido para contemplar los efectos del supremacismo blanco, cuyo fundamento es el esclavismo, probablemente el mayor crimen contra la humanidad jamás cometido. Lo que no habían logrado décadas de declaraciones de derechos humanos ha sido posible en este instante de un peligro.

Veo en diversos medios de prensa españoles la calificación de estas noticias con el término «vandalización» de las estatuas. Y me viene el recuerdo de Luis de Grandes, calificando de «olor a naftalina» la rememoración de las víctimas del franquismo en el ya lejano año de 2002; o las despreciables palabras, mucho más recientes, de Rafael Hernando o las no menos despreciables afirmaciones de Mariano Rajoy en una entrevista televisiva, reiterando que su gobierno no había presupuestado «ni una peseta» para la memoria histórica. Es el supremacismo franquista, que humilla incesantemente a sus víctimas, sin ser conscientes de que, también a ellos, les llegará algún día «el instante de un peligro» que se los lleve definitivamente por delante. Porque la rebelión con la muerte de George Floyd ha venido para quedarse y en ella están incluidas todas las víctimas de la historia sobre las que se sustenta nuestro bienestar. Cuando los supremacistas económicos de aquí, los de las cacerolas, se niegan a compartir una pequeña parte de su inmensa riqueza con los vecinos desheredados, están pidiendo a gritos que se rebelen contra ellos. En Norteamérica, el presidente Trump ya ha tenido noticia; en Madrid podría haberla cualquier día.

Marcelino Flórez

Patria, de Aramburu (II)

2. La quiebra social

El tema de Patria es la ruptura del orden social, el fin de la convivencia normalizada entre la vecindad, como consecuencia del terrorismo. Toda la novela está entreverada por el abismo que separa a víctimas y victimarios. El día que apareció la pintada de “TXATO TXIBATO” en el pueblo, la vecindad dejó de hablar a la familia. “Y el Txato ya no participaba en las etapas de cicloturista ni iba a jugar a las cartas al Pagoeta”-82-, es decir, la víctima se ve excluida de la vida cotidiana y aislada hasta el extremo. “Bittori no pudo menos de acordarse de los días en que esta misma vecina evitaba encontrarse con ella en la escalera o esperaba en la esquina de la calle, mojándose bajo la lluvia, con la bolsa de la compra en los pies, para no coincidir las dos en el portal”-18-. Cuando Xabier recibe la noticia de la muerte de su padre, “vio por el trayecto hacia la salida del hospital … a un viejo compañero que bruscamente se dio la vuelta para no coincidir con él en el ascensor. Así pues, ETA” -48-.

En el funeral, uno de los ritos sociales de tránsito más frecuentados, “había pocos vecinos de la localidad en la iglesia, algunos políticos del espectro constitucionalista, algunos parientes venidos ex profeso y poco más”-83-. Y eso después de que Bittori obligase al cura a celebrarlo, a lo que se mostró bien renuente. “¿Y los empleados? Ninguno asistió al funeral. Al entierro en San Sebastián asistieron dos”. Esta es una experiencia que todo el mundo puede recordar y que se prolongó desde la amnistía de 1977 hasta el 14 de febrero de 1996, cuando los estudiantes madrileños se lanzaron a la calle en protesta por el asesinato de Francisco Tomás Valiente. En un reportaje que publicaba El País el día 16 de julio de 2011 sobre el mando policial Enrique Pamies, procesado por el Caso Faisán, se podía leer lo siguiente: “Dicen que cuando contó 25 funerales, en los que sólo veía autoridades ‘y cuatro abuelos’, decidió no ir a ninguno más”.

Por lo tanto, en un lado las víctimas, con un puñado pequeño de gente, y en el otro la masa de la población, una parte de la cual se hallaba silenciada, aterrorizada: “La gente acudirá a la siguiente manifestación de ETA, sabiendo que conviene dejarse ver en la manada. Es el tributo que se paga para vivir con tranquilidad en el país de los callados”-462-.

Este es el tema, diríamos, histórico de la novela, el que se refiere a los años del terror. Pero el relato llega hasta hoy mismo y entonces se plantea cómo restaurar la convivencia. Ya dijimos que la solución para el autor es el perdón, la solicitud y la concesión del perdón. Y ya lo criticamos.

3. Olvido y equidistancia de las víctimas

Sea queriendo o sin querer, el autor, en esa sabia descripción que hace de la sociedad vasca, introduce las propuestas de solución que esa sociedad está poniendo sobre la mesa. Y aquí aparecen dos cosas esenciales: el olvido y la equidistancia de las víctimas. “No te hagas mala sangre, hermano. Es ley de vida. Al final siempre gana el olvido”-555-, dice Nerea. Y la propia Bittori, “se preguntó si después de tantos años no debía ir pensando en olvidar”-18-. Pero el olvido es imposible, porque, como dice Bittori, “Tengo una gran necesidad de saber. La he tenido siempre y no me van a parar”-24- ; o como reconoce Nerea, “Nuestra memoria no se borra con agua a presión”-555-.

El olvido, que históricamente venía siendo el precio de la paz, ya no puede jugar esa baza, porque las víctimas han dejado de ser moneda de cambio, una vez que los razonamientos iniciados por Walter Benjamin se han convertido en pensamiento dominante. Es lo que en España llamamos memoria histórica y que yo prefiero llamar rememoración de las víctimas, porque se trata de una rememoración voluntaria y porque es memoria sólo de las víctimas. No lo confundamos con cualquiera de los temas que quiera tratar la ciencia histórica. Por eso, es tan incómoda la memoria, como repite insistentemente Miren, a la que un simple geranio en la ventana le parece un acto de acoso: “Le ha dado por acosarnos. Al aita no le deja en paz. Desde que se acabó la lucha armada, los enemigos de Euskal Erria se han vuelto valientes”-523-. El pueblo está tan incómodo con el geranio en el balcón, que encarga al cura que haga salir a Bittori: “Así me lo dijo. Que me vaya del pueblo para no entorpecer el proceso de paz. Ya lo ves, las víctimas estorban. Nos quieren empujar con la escoba debajo de la alfombra”-120-. La presencia de las víctimas es un hecho incómodo. Ya nos lo había contado György Konrád, nacido en Hungría el año de la llegada de Hitler al poder y el mes de la quema de libros, a quien su madre informó que el jefe de un Estado vecino quería matarlo. Él fue uno de los 7 niños que se salvaron, entre los doscientos que había en el pueblo. Muchos años después este pensador seguía sintiéndose señalado y escribió: “Los que lograron salir con vida representan una vejación. Regresar de la muerte es una impertinencia. Resulta desagradable que los testigos salgan de repente de las fosas comunes”.

Pero ya no es posible el olvido.

Otra cosa sería la venganza, que también aparece tangencialmente en la novela: “Y ya verás como nos echan en cara a las víctimas que nos negamos a mirar hacia el futuro. Dirán que buscamos venganza. Algunos ya han empezado a decirlo”-555-, comenta Nerea. También Bittori lo había reconocido: “Y es lo único para lo que yo quiero que haya infierno, para que los asesinos continúen cumpliendo allí su condena eterna”-35-. Mi opinión es que ese no es un problema, como explica el psicoterapeuta David Becker, que se ocupó de las víctimas de torturas en Chile. En su libro, Sin odio no hay reconciliación, cuenta el sueño de un paciente torturado, que cambió en el sueño su rol y se convirtió en torturador: “Ni siquiera en el sueño pudo hacerlo, se despertó vomitando. Lo más frecuente es que las víctimas viertan sus sentimiento de agresión no contra sus victimarios sino contra sí mismos y los suyos. La renuncia prematura al deseo de venganza, ante la falta de justicia, es el verdadero problema que hay con la venganza”. La cuestión, entonces, no es el deseo de venganza, sino el papel que corresponde jugar a las víctimas y a sus representantes en los procesos de paz. Lo dejamos a un lado.

El futuro hay que construirlo, por lo tanto, con las víctimas sobre la mesa, no olvidadas. Es entonces cuando aparece la equidistancia de las víctimas: “Perdón ni leches, dice Miren. ¿O es que nosotros no somos víctimas?”-454-. Y en boca de Juani: “Siempre con las cejas tristes por su hijo que se quitó la vida o se la quitaron y por su marido, que murió de un cáncer casi tan grande como su pena. Para que luego digan que los otros ponen las víctimas y ellos no”-540-. Aunque quien lo expresa con más precisión es don Serapio, el cura: “… y que no se puede descartar que aquellos que deberían pedirme perdón, a su vez esperen que otros les pidan perdón a ellos”-121-. Este razonamiento se repite con mucha insistencia, pero donde mejor lo pudimos ver razonado fue en la entrevista que Jordi Évole hizo a Arnaldo Otegui en La Sexta. Es el argumento dominante … entre los victimarios. Y esa es la razón por la que Primo Levi, superviviente del nazismo, lo calificó de enfermedad moral, porque persigue confundir a las víctimas con sus asesinos y, de esa manera, garantizar la impunidad del crimen cometido.

Todo esto está en Patria, sin duda una novela excelente. No nos extraña que la novela haya recibido el Premio de la Crítica 2016 o el Premio Francisco Umbral al mejor libro del año; y que su autor haya sido galardonado con el Premio Internacional de Periodismo el 2 de junio de 2017.

Fernando Aramburu ha logrado dibujar la complejidad que caracteriza a la sociedad vasca y la difícil solución de las consecuencias del terrorismo, al no poder recurrir al olvido y no ser suficiente con el perdón individual. “Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable, porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé donde vivía, yo sólo le dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son sólo palabras, ruidos momentáneos en el aire”-82-. Esta reflexión del autor, en la cabeza de Bittori, engloba no sólo a los que hablaban de recoger las nueces, mientras los mozos movían el nogal, y no sólo a los que justificaban el crimen porque se estaba defendiendo la lengua, que es el alma del pueblo, sino a cuantos miraban para otro lado y negaban hasta el saludo, justificando así lo que ocurría. Y eso suma mucho.

Marcelino Flórez

Del Valle de los Caídos a Baralla

El alcalde de Baralla (Lugo) ha formulado en un pleno del Ayuntamiento el día 26 de julio de 2013 el siguiente pensamiento: “Los que fueron condenados a muerte será porque lo merecían”. Se refería a los crímenes del franquismo. Lo dijo en el contexto de una condena de la violencia política practicada por Resistencia Galega, cuando los socialistas le pidieron la misma sensibilidad para condenar la violencia política de la dictadura franquista. Si alguien condena la violencia política de los que no piensan como él, pero no condena la violencia política de los que piensan como él, nos hallamos ante un hipócrita. Sólo por eso, en la vida política debería ser una persona despreciable y debería ser relegada de toda participación en la política democrática. Pero este caso es mucho más que una hipocresía.

El día 30 de noviembre de 2008, Gabriel Jackson escribió esta opinión en El País: : “Lo que ocurre en España, una parte importante del problema, es que la sociedad española en su conjunto no ha juzgado la dictadura de Franco como régimen criminal, en el mismo sentido en que Alemania condenó el régimen nazi, Suráfrica condenó el apartheid y Estados Unidos condenó la esclavitud y el siglo de segregación que siguió al fin de la esclavitud”. Baralla, en Lugo, es una prueba de la certeza de ese pensamiento. Y es mucho más, porque desde 2008 ha continuado ampliándose la verdad sobre los crímenes del franquismo y ahora sabemos no sólo que fueron muchísimos y gravísimos, sino que han recibido en sede judicial el calificativo de crímenes contra la humanidad. Así lo formuló el auto del juez Garzón de 16 de octubre de 2008 y así lo corroboró la sentencia 102/2012 de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que absolvía a dicho juez de prevaricación, donde, en el razonamiento QUINTO escribe: “Los hechos anteriormente descritos, desde la perspectiva de las denuncias formuladas, son de acuerdo a las normas actualmente vigentes, delitos contra la humanidad en la medida en que las personas fallecidas y desaparecidas lo fueron a consecuencia de una acción sistemática dirigida a su eliminación como enemigo político”. Esta es la razón, además, por la que la justicia internacional ha abierto una causa contra alguno de esos crímenes en Argentina.

Por eso, lo que acaba de decir el alcalde Baralla un año después de aquella sentencia no sólo es un desprecio a las víctimas, es mucho más. Nos hallamos ante el intento de encubrimiento, si no fuese una apología de un crimen contra la humanidad. Y no estamos hablando de opiniones que necesiten consenso, como pretende el gobierno a propósito de sus despropósitos con el Valle de los Caídos, ni siquiera de opiniones fundamentadas científicamente por la historiografía, estamos hablando de una verdad establecida en la jurisprudencia.

Pero el alcalde de Baralla tiene 8 concejales, de los 11 que forman el Ayuntamiento. Y son esos votantes de Baralla a los que señala Jackson por no haber “juzgado la dictadura de Franco como régimen criminal”. Tienen a su favor no sólo que hay mucha más gente como ellos en España, sino que el mismísimo gobierno está anclado en esa tesis, como acaba de entreverse en el enésimo conflicto habido estos mismos días con el Valle de los Caídos. Al mismo tiempo que no da un duro para abrir fosas ya localizadas de personas desaparecidas, el gobierno gasta 286.845 euros en arreglar el Valle de los Caídos y se mofa de no cumplir la Ley de Memoria Histórica con el indecente argumento de “no reabrir heridas innecesarias”.

El problema es que esa reclamación de olvido ha servido como argumento hasta ayer, pero hoy ya no vale, porque hemos descubierto que existen las víctimas y hemos decidido mantener su recuerdo, para que no desaparezca el crimen con la impunidad de los asesinos. Hemos vuelto a leer a Walter Benjamin y hemos cargado sobre nuestras conciencias el deber para con las víctimas olvidadas. Lo que la gente suele llamar memoria histórica, o sea, la rememoración de las víctimas ha llegado para quedarse. Por eso, pronto o tarde, el alcalde de Baralla tendrá que irse de la vida política democrática, acompañado de todos sus partidarios. Se van acumulando argumentos que prueban la ilegitimidad del Partido Popular, pero la falta de condena del crimen contra la humanidad que fue el franquismo supera todo razonamiento imaginable. El Valle de los Caídos y el alcalde de Baralla representan mucho más que una indecencia. Son el peligro de la humanidad.

Marcelino Flórez