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Fin de ciclo

El 15 de mayo de 2011 cientos de miles de personas se manifestaron en las plazas de Madrid, de España y de varios continentes, pidiendo un mundo nuevo. En su mayoría, eran jóvenes. Pero ninguna movilización tiene éxito, si no tiene canales para hacer efectivas sus reivindicaciones. En el mundo moderno, el que sigue a las revoluciones burguesas, esos canales se llaman partidos políticos. A rebufo del 15-M apareció Podemos, que tuvo un éxito espectacular en un primer momento: consiguió las alcaldías de Madrid y de Barcelona, de Zaragoza, de Valencia y de otros grandes municipios; encontró sitio en todos los parlamentos regionales; y logró 75 diputados en Las Cortes. Un potencial enorme.

Cinco años después de aquel éxito, Podemos está reducido prácticamente a la nada, o sea, a los poderes que tuvo Izquierda Unida en sus buenos momentos. Después de las elecciones en Euskadi y en Galicia, que confirman una tendencia, se puede afirmar que Podemos carece de futuro. Para ser exactos, Podemos y sus coaliciones son un camino cerrado. Ha llegado el final del ciclo.

En los orígenes hubo un importante debate sobre si construir una confluencia o una coalición. El grupo dominante determinó que había de ser una confluencia, pero sin sopa de letras, lo que se interpretaba como la inclusión de toda la izquierda en la casa común de Podemos. Una primera quiebra ya en 2016 lo transformó en coalición, que si no era una sopa, sí albergaba alguna suma de letras. Desaparecidas las de EQUO, quedaron fijadas como Unidas-Podemos. Eso es lo que ha quebrado. Y la quiebra no ha sido el 12 de julio de 2020, sino que venía produciéndose desde 2016, aunque nunca haya querido ser así reconocido por los dirigentes de la coalición. Casi parece una broma, pero la coalición en Galicia terminó llamándose Galicia en Común-IzquierdaUnida-Podemos-Anova-Mareas. No quieres caldo, toma tres tazas … de sopa de letras.

Después de las elecciones de noviembre y de la previsible formación de un gobierno de coalición, escribía yo que teníamos cuatro años para reconstruir una alternativa, pues lo que había estaba quebrado. Aquella, entonces incierta opinión, se ve refrendada ahora. Pero la reconstrucción ya no puede ser en forma de confluencia, sino de ruptura, porque lo que hay no sirve y se necesita algo nuevo, aunque la coalición vigente tenga por delante un todavía largo camino de existencia.

También el municipalismo ha salido fracturado. En Barcelona, reducido a la mínima expresión, aunque gobierne; en Madrid, una incógnita que tendrá que despejarse; en Valladolid, uno de los mejores ejemplos de confluencia, en crisis manifiesta; en la mayor parte de los municipios, desaparecido. La reconstrucción es inevitable y habría que empezar desde abajo. Primero, recuperar el municipalismo, ahora ya sin ambigüedades: una asamblea autónoma, con representantes directos, con espacios propios, sin identidades prestadas. Después, la región, donde se podrá respetar lo que existe, siempre que sea capaz de regalar sus estructuras al común. Finalmente, el Estado, mediante una nueva organización de carácter confederal, porque el hecho de la pluralidad nacional hay que asumirlo en toda su extensión.

Alguna condición sí tendría que haber: elección universal de líderes federales, sin designaciones; elección provincial y local de candidaturas; elaboración participada de programas electorales. Eso y un método acogedor y no segregador podría servir de ensayo.

Marcelino Flórez

El futuro son dos cosas

Cuando dentro de unas horas termine de consumarse la moción de censura, se inaugura un doble ciclo temporal: el primero es coyuntural, de transición, y durará un máximo de dos años; el segundo es un proyecto a medio plazo y se convertirá en programas electorales.

Lo han repetido hasta la saciedad, unos de forma directa, otros de forma velada: el sí a Sánchez es un no a Rajoy. Exactamente se trata de eso, de echar al Partido Popular del poder y a todas sus muletas, con todas sus políticas: la corrupción institucionalizada, la crispación o enfrentamiento social como método de acción política, el clientelismo como sistema de relaciones políticas, la quiebra de las libertades, amordazadas, la desigualdad social, el abandono de la naturaleza a la rapiña capitalista, el regreso a los hábitos culturales franquistas y la convocatoria al odio como sistema, que este repertorio lleva consigo.

La tarea del gobierno coyuntural será devolver la calma a la sociedad, recuperar la libertad y diversidad informativa, cambiar crispación por diálogo, autoritarismo por participación, administrar con transparencia y elaborar unos presupuestos para el día 1 de enero del año 2019. Después, organizar mediante el consenso unas elecciones. Es un gobierno de transición, sin programa propio. Por eso, pedirle a este gobierno cualquier cosa que no sea recuperar democracia y constitución no sólo es inútil, sino que es un error. Ni políticas sociales, ni políticas territoriales alternativas caben en este gobierno, sólo administración, sólo método transparente con lo que hay.

Es en 2020 cuando empieza el ciclo de medio plazo. Y aquí ya cabe todo, comenzando por las propuestas para reformar la Constitución, que es una urgencia indiscutible. El sistema judicial, los medios públicos de información, otros bienes comunes, como la educación, la sanidad y los servicios sociales o las pensiones, exigen acuerdos inmediatos, pero consensuados y duraderos. Hay que blindar constitucionalmente esos acuerdos, porque el capitalismo rapaz siempre está al acecho.

Y el problema territorial. Es en la reforma constitucional donde hay que tratar eso. Hay, sin embargo, dos elementos previos que deberían considerarse: el primero, reconocer al independentismo catalán, y a los catalanes no independentistas que también lo demandan, la utilidad de hacer un referéndum sobre la independencia. Tiene que ser una consulta clara, sin eufemismos como “el derecho a decidir”, que es pura ambigüedad, o “el derecho de autodeterminación”, que sólo existe para situaciones de colonización. Una consulta sin preguntas tramposas y con debate público e información suficiente. El segundo, un referéndum sobre la forma de Estado, monarquía o república. Resulte lo que resulte de ambos referendos, será en la nueva Constitución donde se defina tanto el territorio, como la forma de Estado.

Confieso que la forma de Estado me importa poco y no voy a desgastar energías en ese asunto. Lo que me interesa son sus funciones, la forma de designación y las características generales. Tanto me da una persona reina, como una presidenta, siempre que no le designen los dioses, ni esté por encima del bien y del mal.

Lo que me interesa es la organización del territorio. Y yo quiero federalismo, que significa hermandad universal y autonomía territorial. Quien viva de identidades y sentimientos ancestrales, que pueda hacerlo, siempre que no obligue a nadie a confesar esas mismas identidades. Yo opto por la máxima autonomía municipal y regional, llámese nación o se denomine con términos de geografía física; autonomía máxima dentro de un Estado español federado en Europa e impulsor de unas Naciones (mejor, Estados o Países o Territorios) Unidas, con monopolio para éstas en el uso global de la fuerza, o sea, con un solo ejército. Ese es mi medio plazo.

Marcelino Flórez

Empantanados, de Joan Coscubiela

Mucha gente ya conocíamos a Joan Coscubiela por afinidad sindical o política, pero toda la demás gente lo conoció el día 7 de septiembre de 2017, cuando intervino en el Parlamento catalán para protestar, en nombre de la minoría, del abuso de la astucia por parte de los independentistas, que se había convertido en un abuso autoritario sobre los derechos políticos, aparte de ser un incumplimiento de las leyes.

Ese discurso es la causa del encargo que le hizo la editorial Península para escribir un libro sobre el procès. El resultado se titula Empantanados y lleva por subtítulo Una alternativa federal al soviet carlista.

I.

El libro se organiza en tres partes. La primera es una crónica del procès, una excelente crónica, entreverada de agudas explicaciones y cargada de anécdotas y máximas, en algunos casos muy brillantes. Esta crónica ha de ser una fuente historiográfica durante mucho tiempo, lo que hace de este libro un clásico desde su origen.

La crónica parte del pleno parlamentario de los días 6 y 7 de septiembre de 2017, que, visto en perspectiva, es el resultado de una hoja de ruta sin salida o, como dice gráficamente el autor, con salida en el delta del Okavango, es decir, en la desaparición bajo el desierto arenoso. Todo comenzó con las elecciones anticipadas de 2012, que condujeron a la consulta del 9 de noviembre de 2014, a la que siguieron las elecciones plebiscitarias de 2015, cuyo resultado se concretó en la Resolución del 9 de noviembre de 2015, donde se fijaba el ritmo de la hoja de ruta hacia la independencia. Era la respuesta a las grandes movilizaciones que siguieron a la anulación de algunos artículos del Estatuto por parte del Tribunal Constitucional. Pero el procès era también el resultado de la competencia interna entre CIU y ERC por la hegemonía en el nacionalismo. Siempre guiado por la estrategia de la astucia, que abocó al autoengaño. Y caminando bajo la guía que puso la CUP.

Las proposiciones de leyes que habían de ser debatidas el día 6 de septiembre se conocieron el día antes y a sólo tres semanas de la celebración del referéndum, de la declaración de independencia y de la elaboración de la constitución catalana. El dictamen del servicio jurídico fue implacable: no era válida la vía exprés de lectura rápida. Y la responsabilidad cayó en la Mesa del Parlamento, que retrasó la tramitación de las proposiciones hasta una hora antes del debate, contaminando en origen y aprobando en fraude de ley las propuestas legislativas. Fue ahí cuando tomó la palabra Coscubiela, que fue recibida con los aplausos de la derecha españolista y de los socialistas, y con un atronador silencio de su grupo parlamentario, CSQP.

“La mancha de mora con otra verde se quita”, titula el autor el capítulo 2 para explicar la huída hacia adelante del procès. Establece aquí una interesante tesis, aprendida de su compañero sindical, López Bulla: “Un error es solo eso, un simple error. Cuando el error se comete otra vez, es un error repetido. A partir de la tercera vez, el error deja de serlo para convertirse en una opción”. Y explica así la estrategia anticatalanista de Rajoy, por una parte, desde su lucha contra el Estatuto hasta la inacción actual; y la estrategia independentista de Mas-Junqueras desde 2012 hasta la DUI y después.

Estas estrategias condujeron al mes de octubre, que comenzó con el referéndum del día 1. Era la tercera consulta, después de la de noviembre de 2014 y de las elecciones plebiscitarias de 2015. Esta vez, el independentismo obtuvo un éxito incuestionable, que se acrecentó con la torpe actuación del gobierno del Partido Popular, ordenando reprimir sin misericordia la movilización. Ese éxito, sin embargo, no legitimó la vía unilateral a la independencia, siempre ejecutada en fraude legal; y, por otra parte, hizo visible la extrema división de la sociedad catalana con la manifestación que siguió el día 8 del mismo mes.

Continuó octubre con el pleno d el día 10, donde se proclamó la DUI “sin efectos legales”; y siguieron las jornadas de los días 26 y 27, a las que se llegó con un pacto, cierto aunque impreciso, de Puigdemon y Rajoy. Pero la disputa interna de los nacionalistas acobardó al President, que no se atrevió a convocar elecciones, teniendo a la gente movilizada en la calle. La salida fue el arenal del desierto, la desembocadura del Okavango. Y la respuesta fue la aplicación del artículo 155, el estado de excepción para la autonomía catalana.

Mientras tanto, comenzaron a actuar las togas, que llevaron a prisión, primero, a “los Jordis” y, después, a los consellers, originando una nueva polémica, que llevó a hablar de “presos políticos” y de “golpe de Estado”. Siguió la huelga “fantasmagórica” del 8 de noviembre y la manifestación del día 11, donde se vio que las fuerzas nacionalistas seguían intactas, como corroborarían las elecciones del 21 de Diciembre.

Cierra la primera parte una descripción del conflicto interno de Los Comunes, donde la “patrulla nipona”, formada por la gente de ICV y los independientes, es marginada por la mayoría de sus representantes; y explica los desacuerdos fundamentales: el tactismo del 1 de octubre, llamando a participar con la excusa de que se trataba de una “movilización” y no de un referéndum, y el “tiro en el pie” de Ada Colau al romper el pacto municipal con los socialistas.

II.

La segunda parte, más interpretativa, relaciona el procès con la crisis económica, que agudiza la crisis del Estado; y asimila el movimiento independentista con el 15-M en tanto que respuesta a la crisis. Esta parte es un análisis del nacionalismo y su deriva independentista. En la movilización independentista se suman muchos elementos: el factor identitario de fuerte raigambre; la atracción de la fórmula “el derecho a decidir”; los pretendidos agravios económicos sintetizados en el “España nos roba”; la solidaridad que provoca la represión; y otras emociones, como la lógica de oponerse al PP.

Tiene mucho interés el relato de la construcción ideológica nacionalista desde abajo y desde arriba. Sitúa el punto de arranque en la manifestación del 10 de julio de 2010, convocada por el Tripartito, como respuesta de la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto. Además de las multitudinarias manifestaciones, el nacionalismo se construyó localmente con los referendos simbólicos, mientras, desde arriba, TV3 se empleaba en crear conciencia nacional, cuyo resultado será el nacimiento de una ilusión basada en un relato sólo de bondades, al tiempo que el mantra del déficit fiscal de los 16.000 millones servía para enjugar responsabilidades por los recortes y cualquier desvarío que pudiera hacer el gobierno catalán.

El gran apoyo popular logró mantenerse a través de la estrategia de la astucia, visible, por ejemplo, en los eslóganes de las sucesivas díadas, aunque el exceso de astucia condujo al autoengaño del mes de octubre. Hubo, además, un error: los desprecios. El desprecio a España, el desprecio a la fuerza del Estado, el desprecio a las leyes, el desprecio a la correlación de fuerzas. Y ha habido también efectos colaterales: las fracturas. Fractura en las familias, fractura en la sociedad, fractura en el propio nacionalismo, que ha visto aparecer signos xenófobos, émulos del carlismo, que desprecia la modernidad.

III.

La tercera parte recoge las alternativas. Está escrita inmediatamente después de las elecciones del 21-D y su primera propuesta es pactar el desacuerdo y propiciar una desescalada en el conflicto. Transcurridos cuatro meses, ningún éxito ha tenido esta propuesta de Coscubiela.

Menos coyuntural es el diagnóstico que hace de los cuarenta años de democracia en cuanto a la gestión territorial. Critica el resultado del “café para todos”, que convirtió el agravio comparativo en el motor de la historia, dice, jugando con los conceptos. Lo conceptualiza muy bien, diferenciando entre el autonomismo por convicción de Cataluña, el autonomismo por emulación de Andalucía y el autonomismo “a la valenciana”, aquel que se recoge en su Estatuto cuando dice que cualquier competencia que adquiera otra Comunidad Autónoma pasará a ser competencia valenciana.

Coherente con ese diagnóstico, Coscubiela propone la creación, a medio o largo plazo, de un federalismo asimétrico, mientras en el corto plazo se pueden aprovechar los flecos que ofrecen los acuerdos de financiación, se puede alcanzar también un “concierto solidario” y leves reformas de la Constitución.

Da un poco miedo oír habla de asimetría, pero cuando vemos la concreción se pasa el susto. La asimetría va poco más allá del reconocimiento de la plurinacionalidad o el blindaje de las competencias sobre lengua, cultura y educación. Mientras que la simetría alcanza a factores esenciales, como es la legislación sobre relaciones laborales, la normativa fiscal para “hechos de gran movilidad”, cual es el capital, la caja común de la Seguridad Social, además de asentar mecanismos solidarios de equilibrio horizontal. Sería tan fácil alcanzar acuerdos como éstos, que el “empantanamiento” en el que seguimos anclados ha de tener otras explicaciones o excusas, pienso yo.

Empantanados, pues, es un clásico por lo que tiene de fuente histórica, pero también es un ensayo político de amplia base para hacer propuestas en el erial que se ha convertido la vida política española, incluída la izquierda. Y además, está bien escrito.

Marcelino Flórez

El federalismo polémico

Las primeras comparecencias en la Comisión no permanente para la evaluación y modernización del Estado Autonómico han dejado una cosa clara: el desarrollo del Título VIII es insatisfactorio y necesita cambios. Esta obviedad ya no la puede negar ni el Partido Popular. El conflicto, por lo tanto, se sitúa aquí, en la determinación de los cambios que el Estado Autonómico precisa.

El cambio perfecto sería la renovación del pacto constitucional en dirección federal, es decir, un reparto de la soberanía entre las Comunidades Autónomas y el Estado. Este pacto tendría que incluir hoy día otros dos espacios, el municipal y el europeo. Es difícil, desde el pensamiento lógico, no aceptar una propuesta como ésta. El problema es que no hay consenso. Y no lo hay porque los nacionalismos, o sea, el pensamiento afectivo, se sitúa en los márgenes y niega todo lo que no sea la propia identidad. Así no puede haber pactos. Es el caso de Puigdemont y de Rajoy. El disenso, ciertamente, tiene otras causas, una de las principales el tactismo electoral, esto es, dar prioridad a las estrategias de partido frente a intereses más generales. Esto es una enfermedad infantil, por eso la padecen tanto ‘Podemos’ (que, increíblemente, no está participando en la citada Comisión parlamentaria), como ‘Ciudadanos’. Ambos partidos han dado ya muestras de la falta de experiencia y los errores les harán rectificar.

Tengo el convencimiento de que Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón estaría dispuesto a consensuar cambios relativos al Título VIII que abarcasen una enorme “federalidad”, como es un reparto más preciso de competencias, financiación más autónoma, libertad para denominarse nación o como cada cual quisiera, reforma radical del Senado. Sin embargo, lo que ha sobresalido en la prensa de la intervención de Miguel Herrero es que el federalismo es un concepto “polémico, indeterminado y costoso”, “un concepto de esos que Ortega decía que tienen picos y garras”.

Don Miguel dice eso, y no le falta razón, porque recuerda la historia de España y los cantones que terminaron con Pí i Margall, primero, y con la Primera República, después. También recuerda las insurrecciones comunales de algunos anarquistas en la Segunda República y todo eso le parecen garras. Además, no es difícil que identifique federalismo con república y eso le parecerá, como mínimo, un pico.

Pero federalismo significa pacto, acuerdo entre territorios, diferentes en cuanto a algunas características de sus poblaciones; diferentes en sus instituciones administrativas, unos tienen alcaldes, otros presidentes de gobiernos; diferentes en cuanto a su capacidad de acción, unos ejecutan servicios domésticos, otros hacen la guerra y la paz.

Los federales son aquellos capaces de pactar un reparto de soberanías sin exigir que al Estado le represente una república o una monarquía debidamente delimitada; o de pactar el apoyo máximo a una lengua minoritaria, más aún si corriese peligro de desaparecer, sin perder por ello el deseo de conseguir una lengua común para toda la humanidad.

Federalismo significa pacto, significa respeto a las identidades diferentes, significa primacía de la ley, pero significa, sobre todo, deseo de fraternidad, empatía con los más débiles y significa esfuerzo en busca de la equidad. Aquí no hay picos ni garras y sólo tiene que temerlo los aferrados al poder, los excluyentes, los acaparadores, en definitiva, los que desprecian el humanismo. Y si lo que molesta es la palabra federal, la dejamos a un lado y precedemos a recuperar para cada espacio la máxima soberanía que posibilita el Título VIII. Cuando haya más consenso, seguiremos avanzando.

Marcelino Flórez

Federalismo

El 12 de abril de 1978 compré un libro de Francisco Pi y Margall, “El reinado de Amadeo de Saboya y la República de 1873”, pensando en mis clases. Cuarenta años después lo releo para repasar la idea federal de aquel catalán entrañable y rememoro aquella federación desde abajo que soñaba Pi, pero si surgía desde arriba, como surgió, pues se acomodaba uno y trataba de asentar sus ideas: “El procedimiento -no hay por qué ocultarlo- era abiertamente contrario al anterior: el resultado podía ser el mismo”. Pero, ya lo sabéis, la cosa se fue de las manos, Pi y Margall duró unas semanas en el gobierno y la República unos meses.

La federación desde abajo fue también un sueño de un sector del anarquismo, el que soñaba un mundo humano, hermanado, colaborativo, respetuoso. Lo consideraban algo natural: “La federación, lo he dicho ya, es la unidad en la variedad, la ley de la naturaleza, la ley del mundo”, en palabras de nuestro republicano federal. En 1973 no pudo ser, en 1931, tampoco. El paso de 1978 se ha quedado muy corto. La hora de la federación podría estar cerca: “No desmayen, sin embargo, los que sienten en sus almas el amor a la federación y a la República. Los hombres mueren, las ideas quedan”.

¿Qué federación sería posible ahora? No parece que sea posible construirla desde abajo, sino desde las soberanías ya compartidas, que incluyen municipios, comunidades autónomas, Estado, Unión Europea y pactos y asociaciones internacionales.

Deslindadas las competencias supraestatales, donde se hallan la moneda o los ejércitos, es decir, el control de la política económica y de la guerra, ¿qué le queda al Estado, sea unitario o federal? Dirigir las relaciones internacionales, desde luego, y tareas de protección y solidaridad. ¿Han visto ustedes, por ejemplo, al ejército español hacer algo distinto de apagar fuegos o paliar inundaciones, salvo las acciones dentro de la OTAN y de la ONU? Recuerden la pantomima de la isla de Perejil y estará todo más claro. Recaudar impuestos tampoco es una tarea necesariamente. De hecho, el País Vasco ya los recauda por su cuenta. Si añadimos el control de carreteras, ferrocarriles y espacio aéreo, poco más quedaría para el Estado común, salvo lo que se desee voluntariamente coordinar para la solidaridad interterritorial.

A cada territorio federado habría que reservarle todo lo identitario. Y eso se concreta en lo que conocemos como educación y cultura. De hecho, ahí está buena parte del conflicto actual: tanto daño como la campaña contra el Estatuto, les hizo a los catalanes el olvidado ministro Wert con sus declaraciones centralizadoras. Esta es la reivindicación originaria de cualquier nacionalismo y no veo razón para que hoy no se pueda satisfacer. Otra cosa son los problemas que se le puedan generar a los nuevos estados-nación en este campo, donde seguirá habiendo identidades diferentes. Pero ese es asunto de nacionalistas, no de federalistas.

También se puede reservar a cada Estado federado la recaudación de impuestos y la elaboración de los presupuestos. Basta con que cumpla las normas de los responsables de la política económica, o sea, las normas europeas y con que aporte a la Federación lo que se haya acordado. Y, por supuesto, será de su competencia el orden público en su totalidad y la administración de la Justicia. Ni por asomo, soñaba Pi y Margall con unas competencias como éstas para su federación.

Con lo que sí soñaba él y con lo que sigo soñando yo es con el municipalismo. Es ahí donde se desarrolla la vida cotidiana de la ciudadanía y ahí es donde se necesita soberanía, que ahora está sustraída: para los edificios donde se educa al alumnado, los hospitales donde acuden los enfermos, los centros sociales de las personas dependientes, la atención social a parados, excluídos, transeúntes, ancianos, los campos de deportes donde se ejercita la juventud, los centros culturales que educan y entretienen a las personas jubiladas, las calles donde pasean unas y otras, las plazas donde se reúnen, las viviendas donde habitan, los mercados donde se abastecen. Queremos autonomía municipal y recursos para ejercerla. La soberanía tiene que ser de la gente, ya basta de administradores. Estado Federal, pues, pero como lo soñaron Pi y Margall y los ingenuos anarquistas, para los de abajo.

Marcelino Flórez