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La equidistancia, un mal moral

Primo Levi, una de las víctimas supervivientes de Auschwitz y de las más representativas, dejó escrito, en su obra Si esto es un hombre, que la equidistancia, cuando se habla de víctimas de crímenes contra la humanidad, es una perversión moral. Lo es, porque ese acto o esa actitud consigue, sea de forma consciente o no, evitar la reparación de las víctimas y garantiza la impunidad de los asesinos.

En España llevamos décadas conociendo esa actitud y ya muchos años, intentando combatirla. Con poco éxito, hasta el momento, como vamos a ver. El último ejemplo que tenemos entre manos es el que atañe a Largo Caballero. Es conocido el caso: VOX consigue que toda la derecha apoye en el Ayuntamiento de Madrid una proposición para eliminar el recuerdo institucional en la ciudad del dirigente político y sindical; y el Ayuntamiento comienza la ejecución con el derribo de una escultura en la casa donde nació el protagonista. Antes, las fuerzas clandestinas del fascismo habían vandalizado otra estatua de Largo Caballero, pintando en su pedestal las palabras «Asesino. Rojos no». De manera que todo quedaba cada vez más claro.

Pues bien, en ese contexto, una televisión pregunta a la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, si creía que las imágenes del derribo de la estatua (obra de un artista, por cierto, y, probablemente, un bien patrimonial) ayudaban a la convivencia. La vicealcaldesa respondió exactamente así: «Nada de lo que se está haciendo ayuda a la convivencia». ¡Perfecto! No hay delito en el derribo, porque los otros hacen lo mismo -«nada de lo que se está haciendo»-; no hay culpables y, sobre todo, no hay víctima, pues forma parte de los otros, del «nada de lo que se está haciendo», o sea, que es un verdugo. Casi sonroja tener que escribir estas cosas en estos tiempos, pero, como se dice, «es lo que hay».

Sin embargo, en este caso, tenemos una prueba que demuestra la falta de inocencia de Villacís y, modélicamente, de los equidistantes. La proposición de VOX, aprobada el 29 de septiembre, utilizaba como apoyo legal una Resolución del Parlamento Europeo, que equipara el nazismo con el comunismo (Resolución 2019/2018, de 19 de septiembre de 2019). Es difícil que los socialistas españoles pudieran caber allí. Pero tres historiadores españoles propiamente dichos, es decir, historiadores, no historietógrafos, han descubierto un documento del 25 de septiembre, firmado por Andrea Levy y Begoña Villacís, que modificaba la proposición de VOX: «Debe decir ( en vez de la Resolución del Parlamento Europeo): en cumplimiento de lo dispuesto por el artículo 15 de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, y por aplicación de lo dispuesto en el apartado d) del artículo 3.1., de la Ordenanza Municipal Reguladora de la denominación y rotulación de vías del Ayuntamiento de Madrid, de 2013» (Sergio Gálvez Biesca, Fernando Hernández Sánchez y Julián Vadillo Muñoz: «La ‘estrategia del escorpión’: al respecto de la proposición de VOX sobre Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto», en PÚBLICO, 2 de octubre de 2020). Es posible que este uso fraudulento de la conocida como Ley de Memoria Histórica tampoco dé cabida legal al revisionismo filofranquista, pero lo intenta.

Aparte del significado político de esta intervención del PP y de Cs, con la sumisión a la hegemonía de VOX que desvela, y aparte de muchos matices que se podrían hacer, la trafulla nos interesa ahora porque pone en evidencia que Begoña Villacís miente, cuando aparenta optar por la equidistancia. Su intervención en el arreglo de la proposición de VOX no deja margen para la duda: el recurso a la equidistancia es una estrategia comunicativa falseadora de la realidad. Ella ha tomado partido en este delicado asunto y lo trata de ocultar con eso de que todos son iguales.

No hace falta pillar con las manos en la masa, como en este caso, a esa caterva que repite como papagayos lo de «todos los políticos son iguales». Lo oímos a cada instante, en los informativos, en las opiniones de prensa, en los debates. Hay gente aparentemente seria que se ha dejado contaminar por esa bárbara ideología. El que esté extendido no le resta ningún valor a la maledicencia que la expresión encierra. Es posible que alguna persona se sitúe ahí por ignorancia inocente, pero en la inmensa mayoría de los casos detrás de un «todos los políticos son iguales» se esconde un militante o un votante de VOX, del PP o de Cs. Son ellos, junto a los revisionistas históricos y a la turba mediática, quienes han creado el mantra y es el falso agarradero que les mantiene asidos a la justificación de los crímenes contra la humanidad del franquismo. Como dejó dicho Primo Levi, una perversión moral.

Marcelino Flórez

¿Víctimas, demonios o héroes?

I.

En la mesa redonda con “presos políticos del franquismo”, que organizó el Ateneo Jesús Pereda el día 5 de noviembre de 2018, se puso de manifiesto un conflicto ideológico, aunque allí sólo se esbozó. Uno de los presos, Carles Vallejo, rechazó la denominación de víctima y reclamó ser denominado represaliado. Eso mismo ha pasado y está pasando en Argentina, en Chile, en Perú, en Colombia, en todos los países que han vivido un grave conflicto interno. Desde el punto de vista psicológico, la palabra víctima tiene una carga peyorativa y algunas personas prefieren otras denominaciones: afectado, damnificado, sobreviviente. De esa manera, no se sienten estigmatizados o, como dijo Cancho, cosificados. En cambio, desde la perspectiva de los Derechos Humanos se reclama la palabra víctima, siempre unida a las de verdad, justicia y reparación.

Hace unos años hubo un interesante debate sobre el concepto de víctima, al publicar Juan Gelman un artículo en El País con el título de Elogio de la culpa, que recibió varias respuestas. Gelman reclamaba allí para su hijo la condición de luchador y rechazaba la de inocencia, que suele ir asociada a la idea de víctima. En Argentina, como en España, muchas víctimas de la dictadura o sus familiares gritan a los cuatro vientos que no habían hecho nada, que no militaban en ninguna parte, para evidenciar así la injusticia del daño sufrido. Porque -dicen los dictadores- si no eran inocentes, si acaso fueran militantes, “algo habrán hecho” y su muerte estará justificada. Por eso Gelman se rebela: su hijo no era inocente, era un luchador por la justicia y, sin embargo, fue una víctima de la dictadura argentina, un detenido-desaparecido. (Sus restos aparecerían en 2012, mezclados con cemento y arena en el río Luján).

Hay dos razonamientos perversos que los victimarios exhiben siempre para justificar su crimen. Unos usan la teoría de los dos demonios, otros la equidistancia entre los muertos de un lado y del otro en cualquier conflicto interno. Si los asesinados eran rebeldes, militantes, demonios, está justificada su muerte, dicen los primeros. En el segundo razonamiento, se admite el crimen, pero como “los otros” también cometieron crímenes, son iguales y hay que olvidarlo; es la doctrina de la equidistancia de las víctimas, donde todos son víctimas y todos verdugos. Primo Levi calificó estos razonamientos de “perversión moral”, porque logran al mismo tiempo conseguir la impunidad para los asesinos y evitar la reparación para las víctimas.

Las víctimas son inocentes y los victimarios no tienen excusa, pero la inocencia no procede de la bondad de las personas asesinadas, torturadas o encarceladas, sino de la perversidad del crimen. También lo dejó dicho Primo Levi: muchas veces los supervivientes de Auschwitz fueron los peores, los más egoístas, los insolidarios; y eso no les restaba ninguna parte de su carácter de víctimas inocentes, ni siquiera los Sonderkomandos estaban excluídos de la condición de víctimas.

Esa cualidad de inocencia que tienen todas las víctimas les hace ser universales: cualquiera de nosotros podíamos ser la víctima. Por eso, a esos crímenes se les denomina crímenes contra la humanidad y son imprescriptibles.

Entiendo que las víctimas que han sobrevivido al terror, especialmente a un Estado terrorista, puedan sentirse alguna vez incómodas, pero eso no les convierte en demonios ni les iguala a sus asesinos. Son víctimas y merecen recuperar la memoria, construir la verdad, alcanzar la justicia y ser reparadas; es decir, merecen recuperar lo que ocultaron siempre sus victimarios.

II.

Pero la incomodidad de Carles Vallejo no provenía de la teoría de los dos demonios, ni de la inmoralidad de la doctrina de la equidistancia entre víctimas y verdugos. Él reclamó ser denominado represaliado, que tiene un matiz distinto de sobreviente o de afectado o damnificado. Se reclamaba represaliado para reclamar su militancia, como hacía Juan Gelman para sí y para su hijo asesinado.

Para situar el conflicto ideológico que rebeló Carles Vallejo hay que fijarse en la diferencia entre las ideas de memoria democrática y rememoración de las víctimas. La idea de memoria democrática hace referencia a la voluntad de recordar la República, derrotada por el franquismo. Una cuestión política. Mientras que rememoración de las víctimas se refiere a la voluntad de poner sobre la mesa a las víctimas del franquismo, a todas las víctimas: las asesinadas, incluídas las ajusticiadas después de los ilegítimos juicios sumarísimos; los niños robados; y los torturados y los detenidos por la dictadura. Esas son las víctimas que fueron echadas al olvido y que, con mucho esfuerzo, los militantes del memorialismo y los familiares van rememorando, poniendo nombres y abriendo fosas comunes. Una cuestión de derechos humanos.

No es lo mismo recordar a la República, que rememorar a las víctimas olvidadas. Recordar a la República forma parte de la memoria identitaria y, por eso, hay muchas identidades: socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos diversos. En este caso, se tiende a recordar a los muertos como héroes por la libertad, por la justicia social. Esta es la razón también de que se hayan multiplicado las asociaciones memorialistas, queriendo cada identidad tener su propia asociación. Por eso, es tan difícil la unidad del memorialismo. Sobre eso precisamente versaba la pregunta que yo hice a los “presos del franquismo”.

Rememorar a las víctimas, sacarlas del olvido en el que las sepultaron los asesinos no admite diversidades, porque todas las víctimas son inocentes y universales. Da lo mismo un dirigente, que un afiliado de base, que un mero simpatizante, que un indiferente. Todos fueron asesinados por el mismo motivo, por no ser de “ellos”, de los militares golpistas y de sus apoyos ideológicos y sociales. Y recordemos que los primeros asesinados fueron todos militares, comenzando por el primer estorbo, el general Balmes.

Esta es la memoria benjaminiana, la que intranquiliza, la que construye un nuevo paradigma político, ese que T.W. Adorno, el filósofo amigo de Benjamin, formuló así: “Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de ausencia de libertad: el de reorientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”. Como demuestra Nicolás Sartorius en su último libro sobre el uso del lenguaje, hay que empezar por las palabras para no ser esclavos de la posverdad, o sea, de la mentira. Ni demonios, ni héroes, víctimas de una dictadura.

Marcelino Flórez

Los “expertos” ante la Comisión de la Verdad

El País del domingo 2 de septiembre de 2018 presentaba un pequeño reportaje de Ignacio Zafra, que recogía la opinión de cuatro historiadores acerca de la iniciativa de Pedro Sánchez de crear una Comisión de la Verdad sobre el franquismo. Paul Preston decía que ya es tarde para crear esa Comisión, porque los verdugos ya no pueden pedir perdón a las víctimas; Santos Juliá decía que eso tiene sentido “cuando los testigos de los sucedido están vivos” y que aquí ya se conoce casi todo; Moradiellos decía que “no va a sentar una verdad oficial”; y José Álvarez Junco añadía que está en contra de esa verdad oficial.

Otro historiador, Julián Casanova, replicaba en su muro de Facebook el día 3 de septiembre una entrevista que le hizo Infolibre y tampoco se mostraba partidario de una Comisión de la Verdad, en este caso por extemporánea. Reconocía, sin embargo, lo siguiente: “Hay que sacar toda la verdad histórica, toda la información, pero no soy partidario de una comisión ad hoc”.

Nos faltaba Antonio Elorza, que pontificó finalmente el día 5 de septiembre, también en El País. Decía que la “verdad histórica” ya está establecida en cuanto a las responsabilidades. Faltaría una nimiedad: el resarcimiento de las víctimas. Y terminaba manifestando sus dudas sobre si los líderes políticos herederos de las ideologías presentes en la Guerra asumirían los crímenes. Citaba, incluso, tres de esos crímenes, sólo tres: García Oliver y su amparo de la FAI; los comunistas en Paracuellos; y el PNV con Santoña.

Finalmente, Álvaro Soto, el día 6, escribía otro artículo en el que no veía con agrado una Comisión de la Verdad, después de tanto tiempo y porque “ya tenemos ‘verdades’ históricas rigurosas y reconocidas”. Pero su artículo se titulaba “Contra el olvido”. ¿En qué quedamos?

Vaya por delante mi desprecio sin paliativos a estas opiniones por una primera razón: casi ninguna demuestra saber lo que es una Comisión de la Verdad y todas desconocen el papel y el significado de las víctimas. Además, confunden una Comisión de la Verdad con una tesis doctoral. Y, en el fondo, lo que se manifiesta es la preocupación por que una Comisión de la Verdad ponga sobre la mesa su papel historiográfico, su autoridad en tanto que historiadores “oficiales”. Estos historiadores pueden ser “expertos” en historia, pero no lo son en comisiones de la verdad . Su palabra, por lo tanto, no vale más que la de cualquier otra persona; y el valor de esa palabra dependerá de la sabiduría que demuestren. En este caso, poca.

Las asociaciones de víctimas del franquismo, sin embargo, y las asociaciones de defensa de los derechos humanos llevan varios años reclamando la creación de una Comisión de la Verdad. ¿Qué quieren estas asociaciones? Desde luego, no quieren otro libro de historia, ni siquiera otro libro para combatir a negacionistas y revisionistas, cosa que siempre hace falta.

Quieren conocer todos los nombres de las víctimas, las circunstancias de su muerte, los autores de la misma, quién dio la orden, quién la ejecutó, si fue el gobierno, si el ejército, si unos paramilitares, si cuadrillas de bandoleros, si se ajustaba al derecho nacional e internacional vigente.

Quieren localizar todas y cada una de las fosas (las del campo republicano y las del campo franquista; eso sí, sin mezclarlas, cada una en su departamento), sacar los huesos, identificarlos, entregarlos a los familiares o a las asociaciones de defensa de los derechos humanos. Y esto en público, no como mero “honor de los muertos” en la privacidad familiar.

Quieren conocer si, además de matarlos, los torturaron, si les robaron sus bienes, si les obligaron a trabajar como esclavos; quién los contrataba para esos trabajos; quién se adueñó de sus bienes.

Quieren saber si esos crímenes han conocido ya alguna reparación.

Quieren conocer la verdad, que lleva oculta más de ochenta años. Una comisión “contra el olvido” precisamente.

Y cuando conozcan la verdad, reclamarán justicia y reparación, claro. Pondrán en manos de los jueces la información. Y si los jueces no hacen nada, como ahora, pedirán reparación al gobierno. Pedirán una ley que dignifique a las víctimas, que las diferencie de los asesinos, que las honre. Una ley que condene la apología del crimen y que expulse de la sociedad a los apologetas, que limpie los escenarios de contertulios solidarios con los asesinos, lo sean por mala fe o por ignorancia.

No necesitamos un nuevo libro de historia, por eso no necesitamos una comisión de historiadores. Por cierto, el Pacto de Santoña podrá merecer el juicio político que se desee, pero no es responsable de ningún tipo de crímenes contra la humanidad, por lo que no forma parte de los objetivos de estudio de una Comisión de la Verdad.

Tampoco necesitamos recuperar la Segunda República o, como dicen algunos, la “memoria democrática”, por eso tampoco necesitamos una comisión de republicanos. A este respecto, sí queremos conocer la responsabilidad de García Oliver, pero no en abstracto, sino ante asesinatos concretos, con todas sus circunstancias; como también queremos saber el papel de Carrillo en Paracuellos, que éste ocultó hasta en sus memorias póstumas, pero no se busca un análisis e interpretación del anarquismo y del comunismo durante la República. De eso sí van hablando los historiadores y tendrán que hacerlo, quizá, los “herederos políticos”, pero no es tarea de ninguna Comisión de la Verdad.

Sólo necesitamos conocer la verdad oculta: los nombres de las víctimas, los de sus asesinos, el lugar del ocultamiento del cadáver, todo lo que se ocultó hace cuarenta años, a pesar de la Constitución. Para eso necesitamos una Comisión de la Verdad.

Después vendrán otras cosas por añadidura: nuevos libros de historia, que interpelarán a los “expertos”; nueva imagen de la política republicana, que redefinirá los rostros de unos y de otros; nueva imagen del franquismo, que hará posible culminar la Transición, ahora ya sin espadones y sin los otros poderes fácticos con sus diversos aliados, que nos subyugaron desde 1975 hasta aquí.

Marcelino Flórez

Memoria de qué

En España se ha instalado el concepto de memoria histórica, por lo que parece, para quedarse. Este verano de 2018 unos socialistas segovianos han creado una asociación memorialista con la denominación ARMH. Pero esas siglas ya tienen dueño, la asociación creada por Santiago Macías y Emilio Silva en el año 2000, y el dueño ha hecho saber a los socialistas segovianos que no pueden utilizar esas siglas con sentido partidista. Los socialistas segovianos tendrán que rectificar, pero el inductor de la nueva asociación, un médico mallorquín asentado en la provincia segoviana al jubilarse, asegura que las palabras “memoria histórica” figurarán en todo caso en su asociación, porque esa denominación no es patrimonio de nadie. El caso me recuerda la anécdota que contaba Francisco Espinosa en uno de sus libros sobre el editor periodístico que le invitaba a introducir la palabra memoria en los titulares, porque cotiza al alza.

Estoy releyendo estos días veraniegos el libro de Rafael Escudero Alday, Memoria histórica y democracia en España, y constato una vez más la mala elección que el movimiento memorialista hizo cuando adoptó la expresión “memoria histórica”. Reconoce este autor que esa expresión significa, al menos, dos cosas: una, la idea de rememorar a las víctimas olvidadas; y otra, la idea de recuperar los valores de la Segunda República. En verdad, son dos cosas bien diferentes y con misiones también diferentes. La una busca activar la justicia transicional; la otra piensa en fortalecer a un grupo ciudadano afín a una política defensora de los derechos humanos o, en términos más generales, a una ciudadanía progresista.

Recuerdo también el conflicto que se generó en los comienzos del movimiento memorialista por la relación entre los conceptos de memoria y de historia. Esta relación afectó a dos vertientes del pensamiento. Algunos historiadores redujeron el concepto de memoria histórica al sentido primigenio de la idea, tal como la formuló Pierre Nora, quien, a su vez, lo tomó de la sociología, donde Halbwachs había establecido el concepto de memoria colectiva. Para la sociología, memoria colectiva significaba la imagen que una sociedad se hace de sí misma con referencia en su pasado o memoria transmitida. Esta imagen contribuye de forma determinante a construir la identidad de las sociedades humanas o, como se decía a principios del siglo XX, la identidad de los “pueblos”.

Como el movimiento memorialista se sirvió mucho de los recuerdos de las personas vivas, lo que a partir de Ronald Frasser se conocía como “historia oral”, otro grupo de historiadores reaccionó despreciando esa historia oral y reivindicando la historia académica. Asombra hoy ver el grado de corporativismo de este grupo de historiadores, que reclamaba la titularidad del oficio frente a los intrusos o “aficionados” del movimiento memorialista. Casi nadie deja de reconocer ahora que las fuentes orales son una fuente más para la reconstrucción del relato histórico, eso sí, debidamente tratadas, como ha de hacerse, por otra parte, con todo tipo de fuentes. La confusión aquí se produjo al identificar el término memoria con las “memorias”, biografías, autobiografías o recuerdos que las personas tienen de sus vivencias pasadas.

Sería bueno, por lo tanto, reservar el nombre adecuado para cada cosa, aunque ésta sea ya una batalla perdida:

Historia, para la ciencia o saber construido sobre el pasado. Una de sus fuentes puede ser la memoria oral, pero el relato histórico se construye con fuentes diversas.

Memoria colectiva, para la imagen de su pasado que una sociedad determinada tiene, con la que afianza una identidad. Esta memoria e identidad cambian con el tiempo y su estudio evolutivo admitiría el concepto de memoria histórica, como hacía la Escuela de los Anales y, en particular, Pierre Nora en Les Lieux de Mémoire.

En este espacio se inserta ese deseo de algunos memorialistas por recuperar los “valores de la República”. Por cierto, esos “valores” son diferentes para anarquistas, comunistas, socialistas y simples republicanos. Ahí lo dejo.

Y memoria de las víctimas, para el recuerdo consciente de los crímenes pasados y no reparados. Aquí no se pueden mezclar churras con merinas: ni víctimas con victimarios, ni víctimas con identidades políticas. Cada cosa, en su departamento.

Este es el campo donde se inserta la justicia transicional, según el proceso que va del recuerdo a la verdad y termina en la justicia y en la reparación, porque, como escribía Rainer Huhle, “si la verdad queda establecida, y si esta verdad es una verdad terrible, una verdad de crímenes atroces, de culpas enormes, la falta de justicia queda aún más visible y más sentida”.

El movimiento memorialista ha conseguido en España que la rememoración de las víctimas del franquismo ocupe un lugar destacado en la agenda política. Falta ahora que se establezca la verdad y eso pide a gritos la creación de una Comisión de la Verdad. Esperamos que el recién nombrado Director General de Memoria Histórica, Fernando Martínez López, que es historiador y sabe de lo que se trata aquí, no nos defraude en esto, porque ya está tardando en crear esa Comisión de la Verdad, principal elemento para desarrollar la Ley 52/2007 de 26 de Diciembre por la que se reconocen y amplían los derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y dictadura. Establecida la verdad, caerá como fruta madura la justicia reparadora y se completará la transición de la dictadura a la democracia.

Marcelino Flórez

Reforma de la Ley de Amnistía o Comisión de la Verdad

Unidos Podemos y los nacionalistas no han logrado que el Congreso aprobase una modificación de la Ley de Amnistía de 1977, por la que se pretendía exceptuar de aquella ley a los delitos de lesa humanidad. Esta modificación no debería ser necesaria, si se leyese adecuadamente la Constitución, de acuerdo con los tratados internacionales firmados por España, que ya exceptúan esos delitos de lesa humanidad en cualquier ley de amnistía. Pero la lectura que el Tribunal Supremo y el Constitucional vienen haciendo de la ley desoye los mandatos de los tratados internacionales, por lo que la proposición de Unidos Podemos y de los nacionalistas es necesaria para alcanzar la justicia que se merecen las víctimas y la condena que se merecen sus asesinos.

Dos tipos de argumentos se han esgrimido para oponerse a la modificación. Las derechas han recuperado los razonamientos que Marcelino Camacho, Xabier Arzallus y todas las fuerzas de oposición aportaron en 1977 para aprobar la Ley de Amnistía, a la que sólo se opuso Alianza Popular y la extrema derecha. Se pretendía con aquella ley sacar de las cárceles franquistas a quienes aún permanecían en ellas, que eran las personas acusadas de delitos de violencia política, la gente de ETA, del FRAP o de los GRAPO. Es verdad que los comunistas y los nacionalistas vascos usaron también el argumento de la “reconciliación nacional”, en una clara referencia a olvidar la Guerra de España y todas sus consecuencias, “una reconciliación, escribiría Bartolomé Clavero en su autobiografía familiar, El árbol y la raíz, que sólo bastante más tarde advertí que entrañaba la consagración de la impunidad de los vencedores y el despojo de los vencidos”. Así fue. Y eso es innegable. Pero los tiempos han cambiado, el conocimiento de la realidad ha cambiado y las demandas de hoy no son las mismas que las de 1977. Recurrir al “espíritu de la Transición” es un anacronismo en 2018.

El PSOE ha utilizado otro argumento, que es menos espectacular, pero más consistente: “la inseguridad jurídica”. No sé bien a qué se refiere, porque no lo ha explicitado, pero es muy posible que el PSOE esté pensando en la responsabilidad económica por los bienes sustraídos por el franquismo. De ese botín que se apropiaron los vencedores, Bartolomé Clavero aseguraba que “en el ámbito patrimonial, no por supuesto en el penal, la responsabilidad puede alcanzar a los descendientes de genocidas” y, añado yo, al Estado y a las empresas. ¿Será ésta la inseguridad jurídica que han aducido los socialistas para oponerse a la reforma de la ley? Estas precauciones ya las tomaron en la mal llamada Ley de Memoria Histórica, por lo que ahí puede estar la clave de este asunto.

En las redes, todo son improperios contra el PSOE, bien merecidos, por cierto. Pero hay otra crítica política que debe hacerse: cuando se desea que triunfe una propuesta, es necesario negociar su contenido con quien convenga; y es un error pretender hacerse la foto propagandística, dejando que sea derrotada la propuesta. Alguien tendrá esa responsabilidad, sin duda. ¿Por qué no se buscan vías de consenso, como puede ser en este caso el impulso parlamentario de una Comisión de la Verdad sobre los crímenes de la Guerra de España? Al menos obtendríamos un relato consensuado y definitivo. “Y si la verdad queda establecida, y si esta verdad es una verdad terrible, una verdad de crímenes atroces, la falta de justicia queda aún más visible y más sentida”, como escribió Rainer Huhle. El país no parece estar maduro para buscar la justicia, pero debería estarlo para buscar la verdad.

Marcelino Flórez