En España se ha instalado el concepto de memoria histórica, por lo que parece, para quedarse. Este verano de 2018 unos socialistas segovianos han creado una asociación memorialista con la denominación ARMH. Pero esas siglas ya tienen dueño, la asociación creada por Santiago Macías y Emilio Silva en el año 2000, y el dueño ha hecho saber a los socialistas segovianos que no pueden utilizar esas siglas con sentido partidista. Los socialistas segovianos tendrán que rectificar, pero el inductor de la nueva asociación, un médico mallorquín asentado en la provincia segoviana al jubilarse, asegura que las palabras “memoria histórica” figurarán en todo caso en su asociación, porque esa denominación no es patrimonio de nadie. El caso me recuerda la anécdota que contaba Francisco Espinosa en uno de sus libros sobre el editor periodístico que le invitaba a introducir la palabra memoria en los titulares, porque cotiza al alza.
Estoy releyendo estos días veraniegos el libro de Rafael Escudero Alday, Memoria histórica y democracia en España, y constato una vez más la mala elección que el movimiento memorialista hizo cuando adoptó la expresión “memoria histórica”. Reconoce este autor que esa expresión significa, al menos, dos cosas: una, la idea de rememorar a las víctimas olvidadas; y otra, la idea de recuperar los valores de la Segunda República. En verdad, son dos cosas bien diferentes y con misiones también diferentes. La una busca activar la justicia transicional; la otra piensa en fortalecer a un grupo ciudadano afín a una política defensora de los derechos humanos o, en términos más generales, a una ciudadanía progresista.
Recuerdo también el conflicto que se generó en los comienzos del movimiento memorialista por la relación entre los conceptos de memoria y de historia. Esta relación afectó a dos vertientes del pensamiento. Algunos historiadores redujeron el concepto de memoria histórica al sentido primigenio de la idea, tal como la formuló Pierre Nora, quien, a su vez, lo tomó de la sociología, donde Halbwachs había establecido el concepto de memoria colectiva. Para la sociología, memoria colectiva significaba la imagen que una sociedad se hace de sí misma con referencia en su pasado o memoria transmitida. Esta imagen contribuye de forma determinante a construir la identidad de las sociedades humanas o, como se decía a principios del siglo XX, la identidad de los “pueblos”.
Como el movimiento memorialista se sirvió mucho de los recuerdos de las personas vivas, lo que a partir de Ronald Frasser se conocía como “historia oral”, otro grupo de historiadores reaccionó despreciando esa historia oral y reivindicando la historia académica. Asombra hoy ver el grado de corporativismo de este grupo de historiadores, que reclamaba la titularidad del oficio frente a los intrusos o “aficionados” del movimiento memorialista. Casi nadie deja de reconocer ahora que las fuentes orales son una fuente más para la reconstrucción del relato histórico, eso sí, debidamente tratadas, como ha de hacerse, por otra parte, con todo tipo de fuentes. La confusión aquí se produjo al identificar el término memoria con las “memorias”, biografías, autobiografías o recuerdos que las personas tienen de sus vivencias pasadas.
Sería bueno, por lo tanto, reservar el nombre adecuado para cada cosa, aunque ésta sea ya una batalla perdida:
Historia, para la ciencia o saber construido sobre el pasado. Una de sus fuentes puede ser la memoria oral, pero el relato histórico se construye con fuentes diversas.
Memoria colectiva, para la imagen de su pasado que una sociedad determinada tiene, con la que afianza una identidad. Esta memoria e identidad cambian con el tiempo y su estudio evolutivo admitiría el concepto de memoria histórica, como hacía la Escuela de los Anales y, en particular, Pierre Nora en Les Lieux de Mémoire.
En este espacio se inserta ese deseo de algunos memorialistas por recuperar los “valores de la República”. Por cierto, esos “valores” son diferentes para anarquistas, comunistas, socialistas y simples republicanos. Ahí lo dejo.
Y memoria de las víctimas, para el recuerdo consciente de los crímenes pasados y no reparados. Aquí no se pueden mezclar churras con merinas: ni víctimas con victimarios, ni víctimas con identidades políticas. Cada cosa, en su departamento.
Este es el campo donde se inserta la justicia transicional, según el proceso que va del recuerdo a la verdad y termina en la justicia y en la reparación, porque, como escribía Rainer Huhle, “si la verdad queda establecida, y si esta verdad es una verdad terrible, una verdad de crímenes atroces, de culpas enormes, la falta de justicia queda aún más visible y más sentida”.
El movimiento memorialista ha conseguido en España que la rememoración de las víctimas del franquismo ocupe un lugar destacado en la agenda política. Falta ahora que se establezca la verdad y eso pide a gritos la creación de una Comisión de la Verdad. Esperamos que el recién nombrado Director General de Memoria Histórica, Fernando Martínez López, que es historiador y sabe de lo que se trata aquí, no nos defraude en esto, porque ya está tardando en crear esa Comisión de la Verdad, principal elemento para desarrollar la Ley 52/2007 de 26 de Diciembre por la que se reconocen y amplían los derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y dictadura. Establecida la verdad, caerá como fruta madura la justicia reparadora y se completará la transición de la dictadura a la democracia.
Marcelino Flórez
Aunque no est{e en desacuerdo, mi preocupaci{on no se dirige a la memoria colectiva y a su construcci{on, sino que se encuentra en la rememoraci{on de las v{ictimas. Otro departamento.
En relación con la ocultación del rol de las mujeres en la Historia, Pierre Bourdieu hablaba de la violencia simbólica que ejercen las instituciones para ocultar un determinado objeto del imaginario colectivo. A este fenómeno le llama ahistoricidad.
He soltado todo este rollo para introducir este concepto en refuerzo del apelativo “memoria histórica”, que yo definiría como el recuerdo en nuestra memoria – al menos la de los mayores – de lo que fue la historia del siglo XX.
Fíjate, por ejemplo, en la frase de Pablo Casado definiendo la memoria histórica como “la guerra del abuelo”. Lo hace precisamente para colaborar en la imposición del discurso vigente, pretendiendo denigrar esta memoria, con el apoyo nada sutil de la educación y de las academias. Precisamente por ello, considero al término adecuado para evitar que se construya una falsa categoría, que en este momento de posverdad se está popularizando: fascismo malo, franquismo bueno, siendo en esta retórica fascismo y franquismo objetos diferentes.
Por todo lo anterior, reivindico el término como – bien lo has dicho – una fuente histórica en serio riesgo de exclusión de la memoria colectiva por la vía del discurso oficial, tanto político como académico.
Un saludo.