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23-F, entre la realidad y la conjetura

No hay tarea más importante para un historiador que saber diferenciar entre las opiniones y los hechos. Como dijo el célebre periodista y parlamentario británico, C.P. Scott, «los hechos son sagrados, la opinión es libre». Nada lo ilustra mejor que lo que se mueve en torno al 23-F, entonces y ahora.

Aquel día de 1981 hubo un golpe de Estado militar, detrás del cual se demostró en sede judicial que había tres tramas diferentes y débilmente hilvanadas, la que encabezaba Milans del Bosch, la que encarnaba Tejero y la que personificaba Armada, el auténtico coordinador del golpe. Tejero asaltó el Congreso al mando de un grupo de guardias civiles y secuestró a los procuradores durante 18 horas; Milans sacó los carros de combate a la calle y atemorizó a los valencianos con un bando de guerra, casi calcado del que hizo Mola en 1936; y Armada se ofreció para formar un gobierno provisional, lo que no gustó a Tejero y significó la primera quiebra del golpe. Antes ya había comenzado a fallar, cuando, uno tras otro, los generales fueron comprobando que el rey no encabezaba el «golpe de timón», como les había asegurado Armada. Milans obedeció finalmente y retiró los carros de combate de las calles valencianas, la Acorazada no salió a la calle en Madrid y todos los generales se fueron a dormir o terminaron en las salas de banderas, dependiendo de su grado de implicación en el asunto. Estos son los hechos básicos y nada que pueda conocerse en el futuro podrá alterarlos sustancialmente.

La explicación del golpe tampoco se ve rodeada de mucha diatriba historiográfica. El mayor peso explicativo está en la permanencia del ejército franquista, que apenas había sufrido cambios desde la muerte del dictador. Por eso, el «ruido de sables» era una constante en todos aquellos años, aumentando ese ruido en circunstancias concretas, como pudo ser la legalización del PCE o la virulencia del terrorismo, especialmente del terrorismo etarra por su relación con el nacionalismo periférico, otro de los diablos para los militares franquistas. Este factor militar, junto a la inestabilidad del gobierno de UCD, que terminó con la dimisión de Suárez y, muy pronto, con la propia desintegración del partido, explica perfectamente lo que ocurrió el 23 de febrero de 1981, pudiéndose documentar cada uno de los pasos seguidos. Por cierto, esas mismas características del ejército, que hicieron viable un golpe de Estado, explican su fracaso, al aceptar disciplinadamente los generales con mando en tropa las órdenes de su comandante supremo, el rey de España. Cuando éste ordenó devolver las tropas a los cuarteles, así se hizo sin rechistar. El golpe había fracasado.

Ocurre, sin embargo, que, como resultado objetivo del fracaso del golpe de Estado, mejoró la imagen social del rey Juan Carlos, que hasta ese momento no había podido desembarazarse de la pesada carga de su nombramiento inicial por parte de Franco. Esto no constituyó ningún problema durante mucho tiempo para la sociedad española. Es más, esa imagen positiva del rey, en lugar de entorpecer, probablemente contribuyó a la estabilidad política que recorrió los siguientes veinticinco años, entre 1982 y 2007, con el bipartidismo turnándose en el poder.

La estabilidad política comenzó a turbarse con la llegada de la crisis financiera a España desde el año 2008. Será entonces cuando comience a hablarse despectivamente del «régimen del 78» y cuando aparezca en escena el republicanismo, insignificante hasta aquel momento. El nuevo giro político dio paso también al desarrollo de las conjeturas sobre el 23-F, particularmente sobre la tarea desempeñada por el rey en la organización del golpe de Estado. Estas conjeturas tenían sólidos fundamentos, pues todos los condenados por el golpe de Estado argumentaron en su defensa que creían obedecer a los deseos del rey, como así les había asegurado Armada. Además, éste había sido el instructor del príncipe, continuaba teniendo mucho ascendiente y relación con el rey y, sin duda, le había hablado más de una vez de la oportunidad de crear un gobierno técnico, presidido por él mismo y con la participación de todas las fuerzas políticas del Parlamento. De esto había hablado Armada a todo el mundo, incluyendo a los socialistas, en una reunión bien documentada, que se celebró en Lérida. Por cierto, lo que no conocemos es el informe que Mújica elevó a Felipe González de aquella reunión, cuya «desclasificación» seguramente arrojaría más luces que cualquier otro papel oficial. Era, por otra parte, de todos conocida la animadversión a la que había llegado el rey con respecto a Suárez. A pesar de que los hechos son tozudos, no fue difícil dar verosimilitud a la conjetura, más aún cuando el reino de las posverdad se instaló en el mundo y cuando determinadas circunstancias crearon un clima propicio para la expansión de posverdades, o sea, de bulos.

Dos elementos hay que añadir para entender la expansión y el triunfo de la conjetura en un amplio espacio de la sociedad. El primero, la adopción del republicanismo por parte de Izquierda Unida. El segundo y mucho más importante, la falta de ejemplaridad de la vida del rey, especialmente después de los sucesos de Bostwana.

No existe una fecha exacta en la que se instituyese el uso de la bandera republicana el seno de Izquierda Unida, aunque esa bandera fue haciéndose, poco a poco, numerosa en las manifestaciones celebradas en torno a la crisis económica desde 2008. Sí conocemos, en cambio, la fecha en la que Anguita elevó una propuesta sobre republicanismo al Comité Federal del PCE, fue en abril de 2008 y lo recogía el diario El País el día 22 de ese mes. Anguita proponía entonces al PCE que debía refundarse Izquierda Unida, cuya presencia en Las Cortes había quedado reducida a dos parlamentarios, uno de ellos del partido hermano en Cataluña. La refundación, según la propuesta de Anguita, debía contener dos notas esenciales, el federalismo y el republicanismo. Ese mes de abril comenzó la búsqueda de la Tercera República y en ese contexto comenzó a hablarse de los «puntos oscuros» que rodeaban al 23-F, el más oscuro de los cuales era la postura del rey ante el golpe. Ahora esa bandera se ha convertido también en un objetivo prioritario para Unidas Podemos. Dejo a un lado el análisis acerca de la utilidad y la eficacia de esa estrategia política aquí y ahora, pero no me privaré de enunciar lo que estos días de febrero de 2021 hemos podido comprobar en la prensa, la tozudez de la conjetura y la banalidad de los hechos, cuando se trata de defender una postura política.

El otro elemento explicativo del triunfo de la conjetura es la difusión de la vida desordenada del rey Juan Carlos. El 13 de abril de 2012 el rey se cayó y se rompió una cadera, después de abatir a un elefante en Boswana. Esa caída y ese elefante dejaron ver a Corina, su amante, y dejaron ver la distancia con la reina Sofía. De nada sirvió el «me he equivocado, no volverá a ocurrir»; apareció el caso Nóos, con la familia real de protagonista; comenzaron a conocerse las comisiones cobradas, las cuentas ocultas, los impuestos no pagados. En fin, el 2 de junio de 2014 el rey tuvo que abdicar. Ante esta realidad, cualquier sospecha sobre su comportamiento durante el 23-F se hizo verosímil.

En este contexto y con el procès sin resolver, tuvo lugar la celebración del cuadragésimo aniversario del 23-F. El objetivo del gobierno era rememorar aquel acontecimiento para dulcificar en lo posible el deterioro de la imagen de la monarquía. Bien se lo podían haber ahorrado, pues en estos manejos suele ser peor el remedio que la enfermedad, como así terminará siendo. Otros caminos son lo que debieran emprenderse, pero eso no obsta para que denunciemos con la misma energía la utilización del 23-F por parte de los creyentes en conspiraciones, guiados por conjeturas.

Marcelino Flórez

Évole y la política de la historia

No hubiera prestado más atención a este asunto, si no hubiera leído el artículo de Elorza en El País el día 28 de febrero, donde alaba a la vez a Évole y a García Montero. Este último había escrito un artículo en Público.es el día 27, donde expresa la clave del documental falso de Évole: “El papel del rey como salvador está más que cuestionado”, afirma. Y eso es lo que refrenda Antonio Elorza. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? Pues que el uno es novelista, pero el otro es historiador.

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Al uso político del fake, como dicen los cinéfilos para nombrar un documental falso, que los amigos ideológicos de García Montero difundieron con prontitud en las redes sociales, contrapuse la referencia a otro artículo, éste de Daniel Mediavilla, publicado en El Diario.es el mismo 27 de febrero con el significativo título de Por qué creemos en teorías de la conspiración. Para mí este asunto del fake no da más de sí: es cuestión de creer o no en conspiraciones, creencia que, a decir de Daniel Mediavilla, está a medio camino “entre el escepticismo … y el pensamiento religioso”. Punto.

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Pero ha aparecido el historiador y la cosa cambia, porque nos introduce la creencia en la conspiración al lado de las fuentes históricas, de modo que ahora tenemos que diferenciar no sólo entre hechos y opiniones, sino también añadir conspiraciones. Corrobora Elorza la creencia en la conspiración con dos hechos: la confesión de Carrillo a García Montero, “hasta ahora inédita”; “y hubo la comida de Lérida”.

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La confesión de Carrillo no pasa de ser una opinión, que, por otra parte, no desvela nada, porque los historiadores que han estudiado el 23-F suelen recoger ese hecho: la trama para derribar a Suárez mediante un golpe de Estado más o menos ficticio, dirigido por Armada. Es la conocida Operación Armada, que es un documentado elemento del golpe, que implica a Milans del Bosch y a otros militares.

La opinión de Carrillo no tiene nada de inédita y tampoco es original. Es más, tiene todos los visos de ser una opinión formada a partir de lecturas sobre el 23-F. Por si acaso, he rebuscado en el testimonio memorial de Carrillo y no dice una sola palabra sobre ese asunto. En su póstumo “testamento político”, escrito exculpatorio de responsabilidades donde los haya y no poco narcisista, es difícil pensar que prescindiera de una interpretación original sobre el golpe de Estado, pero dedica solamente dos páginas al 23-F y no hace ninguna explicación del mismo.

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El otro hecho es la comida de Lérida. Debe referirse Elorza a la reunión que tuvo Armada con el socialista Enrique Mújica el 22 de octubre de 1980, que formaba parta de sus tomas de contacto para organizar el golpe ficticio. Algunos concluyen de esto que el PSOE estaba implicado en la Operación Armada, como lo estaba la UCD y el PCE por otros contactos similares. Por cierto, a sembrar esa duda se dedicaron con empeño en el juicio los condenados por la intentona golpista. Pero “la comida de Lérida” es menos que nada para los historiadores, como lo fue para los jueces.

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Queda el Rey, que es el objetivo de Évole, de García Montero y de Elorza. Y en eso ni el fake ni los articulistas proporcionan un solo elemento, a no ser la inoculación de la sospecha, para constatar su posición en la conjura. Los hechos ciertos, por otra parte, son tozudos: el Rey propuso para el gobierno a Calvo Sotelo y no a Armada; y su discurso rechazó el golpe y no se adhirió a los militares golpistas. De manera que el recurso a la conjura no pasa de ser un buen campo para los crédulos, pero una vergüenza para la historia. Y para la política.

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Ahora que Pedro J. ha renunciado a la conjura del 11-M, vienen estos izquierdistas del pensamiento a recuperar la conjura del Rey el 23-F para combatir a la monarquía. Un buen republicano no se construye con credulidades, sino con la lógica y la dedicación al saber. Flaco servicio acaban de hacer Évole, García Montero y Elorza a la historia, a la política y a la república.

Marcelino Flórez

Operación Palace, una broma de mal gusto

Comencé a ver el documental después de haber empezado y me atrajeron enseguida las personalidades que hablaban: Iñaki Gabilondo, Federico Mayor Zaragoza, Fernando Ónega, Jorge Verstringe, Iñaki Anasagasti, Felipe Alcaraz, Alejandro Rojas Marcos, Joaquín Leguina. Las imágenes, conocidas y reales, reforzaron mi atracción. Aunque mucho antes de que supiese que Fraga salió porque tenía hambre o que la izquierda se dividió porque Carrillo no se agachó, tardé un rato en advertir la falsedad del documental. No echo la culpa a Garci, ni a Évole, pero sí a Iñaki Gabilondo y a Federico Mayor Zaragoza, en los que confío. Tampoco me culpo por sentirme engañado durante un rato o por no haber afinado mi sentido crítico.

Consciente ya de la falsedad, seguí viendo el documental con verdadero interés. Reconozco que me atrajo y eso ha de ser porque tenía capacidad de atracción. Desde el principio, sin embargo, me disgustó: a las 22,33 le dije a mi amigo Luis en Facebook que era “demasiado serio para tanta broma»; y a las 22,35 a mi amigo Javi que “no me ha gustado nada la broma”. ¿Por qué me desagradó tanto?

Tengo varias razones. Primero, personales. La noche del 23-F se reunió en mi casa en Toro (Zamora) un grupo de amigos, atemorizados por el golpe. Yo aparentaba ser de los más tranquilos, aunque la procesión fuese por dentro. Entre las cosas que recuerdo, hay dos personajes, uno guardia civil y otro militar, retirados ambos, que estaban a la puerta del Ayuntamiento cuando hacia las dos o las tres de la madrugada fui a llevar a Mercedes en mi coche hasta su casa. No dudé de que habían ido allí para ponerse al servicio de la causa. Por eso, en mis sueños de esa corte noche deseaba que fuese a buscarme a casa la Guardia Civil y no los voluntarios ayudantes del golpe. Entonces pensaba yo que los responsables de los crímenes franquistas habían sido las cuadrillas de falangistas, aunque ahora sé que ni un solo asesinado dejó de pasar por el filtro militar. Bueno, pues que se haga mofa de aquello me gusta poco. Reconozco que ni todo el mundo encabezaría la lista, como sería mi caso en Toro, donde sin duda el militante de CC.OO. (léase “ce, cé, ó, ó”) que abría la puerta del portalón-sede sindical y activista de la Asociación Cívico-Cultural ocuparía alguno de los primeros puestos, ni todo el mundo había nacido o tenía uso de razón entonces para poder experimentar lo que yo experimenté. Cosa personal, por lo tanto.

Tampoco me hace mucha gracia el lugar en el que queda la gente que al día siguiente logramos sacar a la calle en Toro, llena de miedo y deseosa de terminar enseguida la manifestación, de modo que tuvieron que ser mis alumnos de COU los que pusiesen orden en la marcha, ataviados con un brazalete para dar sensación de autoridad. Mucha sociedad civil hecha realidad, para que ahora se bromee frívolamente sobre aquel acontecimiento. También es cosa personal.

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Pero tengo, además, razones políticas, porque no estoy de acuerdo ni con la visión subliminal de la Transición, ni de la Monarquía, ni del control de los archivos, que subyacen en el falso documental.

Podemos hablar de la Transición, pero también en serio. Lo que importa, además, no es lo que se hizo o cómo se hizo, que eso lo tiene ya muy configurado la historiografía, sino la valoración que ahora se hace de lo que se hizo. Sólo la derecha y un sector, cada vez más pequeño, de la socialdemocracia sigue defendiendo hoy la forma en que se hizo la Transición y sus resultados: bipartidismo, justicia encorsetada, impunidad para los crímenes del franquismo, semiconfesionalismo, clientelismo y corrupción. Yo soy claramente partidario de “reiniciar la democracia”, pero de eso no había nada en el falso documental de Évole.

Es muy difícil declararse monárquico en el siglo XXI y más para un historiador, que sabe algo de lo que fueron las monarquías antiguas, la realeza feudal, el absolutismo monárquico. Casa mal la monarquía con la soberanía popular. Dicho esto, sin embargo, no estoy dispuesto a gastar un minuto más en disputas sobre la forma de Estado aquí y ahora, que influye poco menos que nada en lo que realmente ocurre (autoritarismo, paro obrero, desigualdad social creciente, retroceso de los derechos humanos). ¿No va a pararse nunca lo que se llama izquierda a pensar por qué algunos medios informativos  y lobbies políticos, dejando aparte a Anguita, claro, tienen tanto interés en señalar a la Monarquía como el origen de los males y dirigir hacia allí el debate? Conmigo que no cuenten.

Y el tercer elemento subliminal, los archivos. Hablemos de archivos, pero no son los del 23-F los que permanecen cerrados ilegalmente, a los que todavía les faltan siete años para reclamar autorizadamente su apertura. Es de los archivos de 1950 o de 1939 o de 1936, sobre los que han pasado 64 o 75 o 78 años y siguen cerrados a cal y canto. El tema de los archivos, por otra parte, hay que tratarlo con un mínimo de cuidado. Que no se conozca todo no significa que todo lo que se conoce es falso y ha de ser sometido a sospecha, que es lo que subyace en este documental. ¡Qué a gusto se habrá sentido Pedro J y qué tristeza habrá sentido Javier Cercas con esta ficción! Tampoco pasaba nada porque en esto hubiese habido un poco más de calidad científica y menos de tertulianismo.

¡Cómo le gustan a un sector de la sociedad española las teorías conspirativas! Todo lo que ocurre ha de tener siempre una razón oculta y organizada, una conspiración; y el protagonista principal ha de ser un rey, un obispo o un banquero, a no ser que esté la CIA por el medio. Pues a mí me parece que todo lo que ocurre en el país se explica mucho más por el voto que cada ciudadano emite o deja de emitir periódicamente. Y de ese voto no tienen la responsabilidad ni Reyes, ni Obispos, ni Banqueros, sino cada una de las personas. ¿O somos todas unas “tontas de los cojones”, como dijo aquel recordado alcalde? También se explica, desde luego, por la capacidad organizativa y movilizadora de esa sociedad, pero de eso tampoco tiene la responsabilidad ningún lobby conspirativo, sino nosotras mismas. Cuánto más le valdría a lo que se sigue llamando izquierda ajustar sus métodos de análisis y dejar de vivir en la inopia.

Así que no me ha gustado nada, pero nada, la broma. Y, si para justificarla, hay que acudir a la presencia  o ausencia de perspectiva analítica, o al carácter sombrío y no chistoso de los españoles, mal vamos.

Marcelino Flórez