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6. El régimen autoritario del PP

Entendemos por régimen autoritario aquel que, sea en un sistema político constitucional o en una dictadura, ejerce un uso desmesurado de la autoridad, o sea, que abusa del poder. En una dictadura, donde el poder es monopolio de una persona o de un grupo, el autoritarismo es un elemento constitutivo, pero en democracia también puede existir. No hay mejor ejemplo que esta última legislatura del Partido Popular.

En el ámbito legislativo, hemos asistido a una imposición autoritaria de las normas, habitualmente mediante la forma de decreto, que la mayoría absoluta convertía en leyes con facilidad, después de haber hurtado el debate parlamentario. No ha existido ningún diálogo, ni se ha prestado la mínima atención a la opinión diferente. Así ha sido con la reforma laboral, por ejemplo, donde no se ha escuchado la opinión de las organizaciones sindicales, que representan a los principales afectados; o con la Ley Wert, en la que ni familias, ni alumnado, ni profesorado han sido llamados al diálogo a través de sus representantes legítimos. Con las otras fuerzas políticas, el desprecio ha sido absoluto, hasta el punto que la forma de ejercer el poder por la mayoría absoluta popular merece el calificativo de sectaria.

Cuando la sociedad organizada ejerció su derecho constitucional a la protesta, la respuesta populista fue la represión, sin reparar en los medios. Al principio, tuvimos que ver a policías de paisano, infiltrados entre los manifestantes para provocar conflictos, que justificasen la disolución violenta de la protesta. Al mismo tiempo, el gobierno recurrió a la fiscalía para criminalizar la protesta, llevando a juicio a decenas de sindicalistas, participantes en los piquetes de las huelgas, y a decenas de personas presentes en las marchas de protesta. Como las vías de la represión policial y de la represión judicial no eran suficientes para imponer su abusiva autoridad, pues los tribunales solían garantizar a posteriori las libertades, el gobierno procedió a cambiar las leyes, culminando con la que se ha llamado Ley Mordaza, donde el autoritarismo sobrepasa los límites de la Constitución, como ha dicho ya la ONU y tendrán que resolver en España los tribunales correspondientes.

El mayor problema que encuentra el autoritarismo en los sistemas democráticos es la división de poderes. Con el legislativo suele resolver más fácilmente los obstáculos, porque la mayoría parlamentaria posibilita o cambiar las normas o hacer un uso de las mismas que, en la práctica, impida el control del ejecutivo. Así ha ocurrido en esta legislatura. Es con el judicial con el que se presentan mayores problemas, dada la notable independencia de los jueces. Por acuerdo bipartidista, esto lo tienen parcialmente resuelto, al poder controlar ideológicamente la composición de los órganos superiores del poder judicial, pero ese control no alcanza a la totalidad de la judicatura. Ha sido en los casos particulares donde se ha puesto de manifiesto el autoritarismo extremo del Partido Popular y el ejemplo perfecto es el del juez Garzón, que sufrió un acoso, bien descrito en la prensa, que terminó con su condena y expulsión de la judicatura. Aún estamos pendientes, y personalmente estoy esperanzado, de que el Tribunal de Estrasburgo haga justicia con Garzón, lo que podría dejar más en evidencia, si cabe, el autoritarismo extremo del gobierno del Partido Popular.

El máximo de autoritarismo en un sistema político democrático se produce cuando se pretende imponer el totalitarismo. Aclaremos también este concepto, antes de razonarlo. Entiendo por totalitarismo el afán político por imponer un comportamiento único a la población, incluso en la vida más privada. En las dictaduras del siglo XX, tanto las de signo fascista, como las de signo comunista, el totalitarismo consistía en la sumisión plena al Estado, al que se identificaba con el pueblo. Mussolini escribía en 1932: “La concepción fascista del Estado lo abarca todo; fuera del Estado no puede existir y, menos aún valer, valores humanos o espirituales”.

Los sistema políticos confesionales son totalitarios, por definición. Es el caso de los sistemas políticos musulmanes actuales, donde rige la sharía o ley coránica y, por lo tanto, está excluído todo pensamiento (y toda persona) que no sea creyente, esto es, musulmán. Fue el caso también del nacional-catolicismo en España, mientras pudo mantenerse hegemónico, o sea, hasta el Concilio Vaticano II. Recuerdo perfectamente, siendo yo monaguillo, la lista que hacía el cura de mi pueblo de los que “cumplían con Pascua”. Los que no aparecían en la lista, estaban excluídos, como mi tío Julián, que había sido guardia de asalto, había pasado por la cárcel, seguía siendo republicano y tenía el valor de no “cumplir con Pascua”, mientras eso fue obligatorio. Era de los pocos del pueblo con ese valor. Yo no tuve el mismo valor unos días después del 20 de noviembre de 1975, cuando hube de asistir a la misa-funeral por Franco, para aliviar el temor de mi madre. En su descargo (y en el mío) diré que, justo dos meses antes, habían venido a buscarme los guardias a casa y estuvieron una mañana entera interrogándome sobre unas flechas dobladas a la entrada del pueblo y, de paso, sobre la Junta Democrática. Aquel día era el siguiente al 27 de septiembre, en que habían sido ejecutados los últimos cinco opositores a la Dictadura, ilegítimamente, como todos. Eso era el nacional-catolicismo, un ejemplo de totalitarismo.

El tema del aborto se inserta en esta categoría hoy mismo. Bajo el razonamiento sobre si el aborto es un derecho o no (independientemente de otras valoraciones que sobre el hecho de abortar hayan de hacerse), subyace determinado punto de partida en el pensamiento lógico. Si se parte de una creencia, para la cual es Dios quien da la vida y se interpreta que hace esa donación en el instante en que un espermatozoide fecunda a un óvulo, no hay aborto posible sin pecado o, como dicen los más osados, sin crimen. Este razonamiento sólo vale para los creyentes con esa interpretación de la norma. Ni siquiera estarían incluídos aquí todos los católicos: uno puede aceptar, por fe, no por ciencia, que la vida es un don de Dios (ese sería el dogma), pero puede interpretar, al mismo tiempo, que ese don se recibe cuando la persona nace o, al menos, como ha hecho la Iglesia católica en otros momentos, cuando el feto puede vivir autonomamente. Si un gobierno legisla sobre el aborto desde el criterio integrista católico, está ejerciendo un totalitarismo, porque excluye a toda la ciudadanía no creyente e, incluso, a los católicos con distinto criterio interpretativo del dogma. Aunque sea por razones de estrategia electoral, el Partido Popular está metido en este fango.

Para finalizar, recordamos que en los regímenes autoritarios suele proliferar la corrupción, de lo que en España tenemos buen ejemplo; suele utilizarse la estrategia de la crispación para desanimar a los opositores, de lo que sabemos mucho aquí; no se practica el consenso, como ocurre entre nosotros; se envalentonan las ideología dictatoriales, como comprobamos con el neofranquismo; o hay un control casi completo de los medios de comunicación, lo que ocurre también en España, donde el recambio casi simultáneo de los dos directores de los principales diarios escritos tiene mucho que ver con ello.

En conclusión, lo que acabo de relatar es lo que viene diciendo la gente bajo la forma de “democracia real ya” o “no nos representan” o con los mil razonamientos que científicos y publicistas hacen sobre la “democracia imperfecta” en este final del régimen de la Transición. El Partido Popular, con el ejercicio autoritario del poder, dentro del ya de por sí deficiente régimen del bipartidismo, característico de la Transición, ha llevado a una cima el desgaste de la Constitución de 1978 y eso no tiene marcha atrás, sino que exige cambio, reforma. Por eso, viene los malos augurios para quien se resiste a los cambios que trae el tiempo.

Delendus est PP

El 15 de noviembre de 1930 José Ortega y Gasset escribió un memorable artículo en el diario El Sol, titulado El error Berenguer, que terminaba así: “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! ¡Delenda est Monarchia!”. Con esta simbólica toma de postura de los intelectuales culminaba un proceso de movilizaciones y de crítica contra la Dictadura, que tampoco iba a ser aceptada en la suave forma de dictablanda encarnada en el general Berenguer. Cinco meses más tarde, la monarquía fue destruída, como aconsejara Ortega.

Dos años de gobierno después y casi veinticinco desde que se refundara el PP, ha llegado el momento de proclamar ¡El PP debe ser destruído! Como siempre nos acecha el olvido, conviene ir anotando la relación de agravios, que son las razones que hacen del PP un partido merecedor de un rechazo formal y de ser arrojado al frío espacio de la indiferencia.

I.

El primer agravio, que, además de razón, se ha convertido en delito, es la justificación del franquismo. El PP no sólo no ha condenado el franquismo, del que procede, sino que avala sistemáticamente las anacrónicas defensas de aquel régimen, al que el Tribunal Supremo nos ha concedido el don de poder llamar criminal sin que eso pueda ser considerado por nadie un insulto. Sea en los actos protagonizados por el alcalde y algunos vecinos de Poyales del Hoyo en el mes de agosto de 2011, cuando, después de profanar una fosa de víctimas del franquismo, un vecino llegó a decir “si Franco levantara la cabeza os cortaba el cuello”, como transcribe El País del día 7 de aquel mes; sean los agravios continuados del alcalde granadino sobre la Tapia del Cementerio de San José; sean las exhibiciones reiteradas de gestos y cantos fascistas de conocidos dirigentes de Nuevas Generaciones; sean las bárbaras declaraciones del alcalde de Barralla en Lugo; sean las actitudes, gestos y dichos del coportavoz popular en el Congreso de los Diputados, Rafael Hernando; todos los protagonistas de la justificación, cuando no exaltación, del franquismo siguen en sus puestos.

Dicen los demoscópicos que todo eso lo hacen para tener satisfecha a su base social. Pues bien, con todo lo que sabemos hoy, cualquiera que no sea esa base social o les abandona o pasa a formar parte de la misma base con todas las consecuencias.

II.

La segunda razón es la implantación de un régimen autoritario. Al uso despótico de la mayoría absoluta; al abuso del decreto-ley, que evita el debate parlamentario e impide la información ciudadana; a la utilización con violencia extralimitada de las fuerzas policiales; a la conversión de la realidad en propaganda, donde los eufemismos que dictan los argumentarios encuentran un auxilio en los medios de comunicación de masas, prácticamente monopolizados; a todo ello, el PP ha sumado finalmente el cambio de las leyes que afectan a los derechos humanos esenciales; y ha sumado el control de la justicia, único poder que se le escapaba hasta ahora.

Es cierto que muchos de esos pasos van siendo recurridos ante el Tribunal Constitucional y más de uno ha sido rechazado ya por ese Tribunal después de ser aplicado, pero eso no evita que el gobierno del PP haya puesto de manifiesto su ideología, un autoritarismo que choca con la democracia y camina por los bordes de la Constitución. Sin dudarlo y amparados en la experiencia histórica, esa ideología debe ser rechazada para garantizar la salud democrática.

III.

La tercera razón es la justificación de la corrupción. Que el caso Gürtel es un asunto de corrupción política que afecta al PP no es discutible, sea cual sea el resultado de los procesos judiciales que le atañen. Pero los principales responsables de esa corrupción, sobre todo en la Comunidad Valenciana, han seguido al frente de las instituciones públicas y el PP no los ha destituído. El rocambolesco asunto de Bárcenas y la contabilidad “B” tampoco ha podido ocultarse. Quizá los jueces tengan dificultades para desentrañar todos los pormenores, pero nunca se podrá negar que ingentes cantidades de dinero circularon por las cloacas del partido. Tales debieron ser esas cantidades, que el tesorero del partido, él solito, puso sustraer decenas de millones de euros clandestinos y colocarlos en paraísos fiscales. Cuando un micrófono descubre lo que realmente piensan los dirigentes o cuando se tiene acceso a los correos electrónicos de esos dirigentes, el grado de corrupción que se observa merece el calificativo de aterrador. Todo eso, en el ámbito político, independientemente de lo que dictaminen los jueces.

Los dirigentes del PP han dicho repetidas veces que esos asuntos políticos se sustancian en las urnas. Y así ha venido siendo, de manera que la persistencia del voto al PP le ha liberado de la responsabilidad política por la corrupción. Pero con esta acción, la responsabilidad política ha sido trasladada al votante. En términos éticos, esta forma de justificar la corrupción ha de ser rechazada sin atenuantes.

IV.

La cuarta razón es la negación del consenso. Nunca antes de ahora en la democracia habíamos observado un desprecio tan clamoroso a la opinión diferente. En el Parlamento no se escucha a la oposición ni en lo que tiene derecho. Hemos visto actitudes de algunas presidencias de comisiones tan abusadoras, que han tenido que ser desautorizadas por los propios compañeros de partido. Lo mismo pasa con la oposición en la calle: las huelgas y las enormes manifestaciones celebradas han sido despreciadas de forma explícita sin atender a ninguna de sus demandas. Ni la reforma laboral, ni la reforma de las pensiones, ni los múltiples recortes en educación, sanidad, servicios sociales han sido negociados con nadie. Pero es la Ley Wert la que ejemplifica de forma perfecta la ausencia de consenso. Y aquí también sólo hay un culpable, no vale el manido recurso al “todos son iguales”, porque esta abominable ley estuvo precedida del proyecto que hizo el ministro Gabilondo en el anterior periodo legislativo, proyecto al que fue convocado todo el mundo y que recogía la inmensa mayoría de las propuestas de la derecha. El PP se retiró del pacto sin poder aportar ninguna excusa, poniendo de manifiesto que su ideología, el autoritarismo, es incompatible con el consenso. El ministro Wert, con su soberbia avalada en Rajoy, ha dejado claro que la ruptura del consenso es cosa exclusiva de su partido. También por esto, delendus est.

V.

La quinta razón es el ejercicio de la oposición que ha practicado el PP desde que existe con ese nombre. Ha sido siempre una oposición agresiva, a la que los medios dieron el calificativo de crispación; una oposición que convocaba al odio a los diferentes; una oposición completamente desleal, incluso en los asuntos de Estado. Recordemos el uso que hizo del terrorismo, tanto en el Parlamento como en la calle; recordemos el recurso a la xenofobia, fuese en Melilla o en Badalona, donde Albiol reconoció, ante el juez que le absolvía, haber usado expresiones “inadecuadas” sobre los gitanos rumanos; recordemos que el mismísimo presidente del gobierno fue insultado en sede parlamentaria con el calificativo de “tonto solemne”; recordemos, en fin, la actitud ante la crisis económica, reflejada de forma perfecta en aquella expresión de Montoro: “dejad que se caiga España, que nosotros la levantaremos”. También por esto, el PP ha de ser arrojado a la indiferencia.

Al acercarse periodos electorales y eso va a ocurrir de forma continua desde los primeros meses de 2014, el argumentario insistirá en presentar una imagen bondadosa del partido, procurando que se olvide lo que realmente ha ocurrido y cómo se ha actuado realmente. Oiremos repetir insistentemente que la reforma laboral crea empleo, que el PP es el único que combate la corrupción, que la reforma de las pensiones es para hacerlas sostenibles, que mejora la educación, que es el gobierno más solidario, que ya hemos salido de la crisis. Y la voz nos llegará desde rostros sonrientes. El objetivo es que la gente moderada, esa que gusta llamarse de centro, vuelva a votar al PP. Ese voto, que se suma a las “bases sociales” es el que sostiene al partido y, por lo tanto, al que le corresponde la plena responsabilidad por lo que ocurre: franquismo, autoritarismo, corrupción, intolerancia y crispación. Por eso, es una obligación moral mantener vivo el recuerdo, para que no nos llamen a engaño.

Cuando digo que el PP debe ser destruido, no pienso en ninguna acción represiva, por supuesto. Sólo pienso en el único aval de que dispone el PP, el voto. Mientras la ciudadanía de derechas moderadas siga fiel al PP está cerrado el camino para avanzar en España: no se podrá terminar con el franquismo; se fortalecerá el régimen autoritario y decaerán las libertades; no terminará la corrupción con su secuela de desamortización de los bienes públicos y su entrega a una casta de amiguetes; será imposible recuperar el consenso y, por lo tanto, cambiar la Constitución; y estaremos condenados a la crispación política. ¿O es que alguien piensa que el PP va a reconocer alguna vez esta relación de agravios?

El final del camino es un país dividido, sin derechos sociales, con desigualdad rampante y pobreza extendida, desconocedor de lo que significa cultura, un país, triste, atrasado, envejecido, decadente. Y el camino está apunto de terminar. Si el voto moderado reacciona, el PP se destruirá inexorablemente. Estamos invitados a observar lo que nos anuncia el nuevo año, pero también a decidir la dirección.

Marcelino Flórez

Estado de la Nación: el Régimen y la reforma constitucional

Como hemos explicado en otra ocasión (http://dictadura-o-regimen-autoritario/), vivimos en un Régimen autoritario. El debate sobre el estado de la Nación ha permitido constatarlo una vez más. El presidente ha sustituido la narración del estado de la Nación por la propaganda, para tener contenta y aunada a su clientela. Según él, su gran capacidad de gestión ha evitado el rescate económico de España y, gracias a la reforma laboral (seis millones de parados) y a los recortes (aniquilación de la sanidad, la educación y la dependencia), España ha sacado “la cabeza del agua”.

El estado real, una Nación parada, desahuciada, despojada de los derechos sociales conquistados, desarticulada territorialmente y emponzoñada de corrupción, ha sido relegado al olvido. Con la ayuda mediática, Rajoy recobrará el liderazgo interno, algo resquebrajado por su apartamiento de la gente, acentuado éste a raíz de los 22 millones aparecidos en Suiza; y eso a pesar de que tuvo la mala suerte de que los autores de su discurso le hicieran citar a un fascista francés de origen argelino, Loui Hubert Gonzalve Lyauty, para justificar la necesidad y urgencia de sus impopulares y, por el momento, ineficaces y perjudiciales reformas. Auguro corta vida a esta imagen recuperada entre la propia clientela.

Otro elemento constitutivo del Régimen, el bipartidismo, ha sido visualizado en el debate como elemento decadente. No sólo es que la ciudadanía se vaya desligando de ese elemento, es que han sido los pequeños partidos lo que han hecho la oposición al gobierno (hay que nombrar al representante de Compromìs-EQUO, Joan Baldoví) y han reclamado unánimemente un cambio de la ley electoral, en la que se fundamenta el bipartidismo. Los socialistas han terminado uniéndose a este reclamo.

Ha habido en el debate otra novedad, que muestra la quiebra del Régimen autoritario: uno de los partidos del sistema, el PSOE, ha expresado públicamente que se ha roto el consenso de 1977, como algunos venimos sosteniendo desde hace tiempo (http://ruptura-del-consenso/).

Es tan clara la conciencia de final de ciclo, que el mismo Rajoy ha tenido que admitir, con la boca pequeña y el ojo izquierdo desorbitado, que se puede pensar en algún cambio constitucional. Para mí, esta concesión es la mayor novedad del debate, porque pone de manifiesto que la sociedad en su conjunto ha comprendido que el periodo iniciado con la muerte de Franco ha terminado.

Y tengo que reconocer finalmente una coincidencia con las palabras de Rajoy: que la sociedad no está madura para acometer la imprescindible reforma constitucional. Hay dos elementos muy desestabilizadores, uno es la propia crisis económica; el otro, la quiebra institucional que está afectando a la monarquía, a la judicatura, a la “política” y a las administraciones del Estado. Sobre todo, hay inmadurez en la representación política: una derecha aglutinada en un partido sin legitimidad (http://la-ilegitimidad-del-pp/) y donde la UPyD ofrece más dudas que esperanzas; el PSOE, sin terminar de resolver el desorden interno y sin desligarse de la imagen del pasado; y, sobre todo, una izquierda multiforme, desarticulada y alejadísima de poder ofrecer un mínimo programa de confluencia. Esta confluencia, si no son capaces de construirla los que vienen del pasado (¡qué poco adecuados aparentar ser  los principales portavoces parlamentarios de esta legislatura!), tendrán que lograrla los que empujan en el presente, aunque está tardando en diferenciarse el trigo de la paja.

Marcelino Flórez

Ruptura del consenso

La derecha española explicará algún día por qué eligió al Partido Popular para ser representada. Tuvo otras posibilidades, la UCD, “la operación Roca”, el CDS, pero eligió a la Alianza que formaron los exministros de Franco. Con la alianza iba su amplia base social, dicen las encuestas que unos cinco millones de españoles. Esa base social, cuyo signo de identificación más preciso es que sigue sin condenar a la Dictadura franquista, ha tomado el poder y actúa con una dosis programada de autoritarismo y de propaganda, gracias a lo cual ha conseguido la hegemonía ideológica en España.

Esta derecha española ha roto el consenso que se consiguió en 1977 con Los Pactos de la Moncloa y que se selló con la Constitución de 1978. Aquel acuerdo alcanzó al movimiento social, además de ser un acuerdo de las fuerzas políticas, y el resultado fue la construcción progresiva del Estado del Bienestar en España, cuyas bases esenciales fueron la sanidad, la educación, las pensiones y los servicios sociales públicos.

En educación se logró un equilibrio, que cedía ya mucho a la empresa privada, casi toda ella confesional católica, pero la práctica política lo ha desbaratado en toda regla, desequilibrando el sistema a favor del sector privado mediante el uso de un apotegma incalificable: la libertad de elección de centro por parte de los padres.

En sanidad viene practicando un proyecto oculto de financiación de la empresa privada, mediante el abandono de la inversión en hospitales públicos y el traspaso paralelo de enfermos a hospitales privados sólo en las tareas que exigen menos inversión y producen más beneficios inmediatos. En  esta labor la derecha española ha contado con una cierta parte del sector médico, que se beneficiaba de un doble trabajo en hospitales públicos y en empresas privadas.

En pensiones, aunque la derecha tiene firmado el Pacto de Toledo, el actual gobierno lo ha incumplido unilateralmente, presagiándose un futuro catastrófico en este marco tan delicado del Estado social. Los servicios sociales sencillamente están siendo eliminados de la financiación pública. Hace décadas que no se hace una residencia para personas mayores, mientras se dirige todo el gasto a financiar empresas privadas. Lo mismo ocurre con las situaciones de dependencia. El sector camina aceleradamente hacia la completa privatización, desapareciendo enteramente esa “carga” del Estado.

El abandono del sector público, que constituye el Estado de Bienestar, corre paralelo a la creación de un sistema clientelar, donde se asienta la base electoral que hace posible la reproducción del fenómeno utilizando el medio democrático de las elecciones. Con una clientela sumisa, unos medios de comunicación monopolizados por la derecha económica y una inversión generosa en propaganda, el control del poder político ha alcanzado el perfil de lo que se conoce como un régimen. Por esto, como ya he razonado en otras ocasiones, esta derecha política une a su ilegitimidad de origen la ilegitimidad de ejercicio: todo lo que viene realizando desde el año 2000, al menos, se rige por el desprecio a cualquier otro partido político y a todo el movimiento social, preferentemente al sindicalismo. En el primer año de gobierno de Rajoy, esa derecha no ha dialogado con ninguna otra fuerza política, ni con los sindicatos, ni con parte alguna del movimiento social. Se ha limitado a consolidar un régimen político autoritario y propagandista, dando fin al periodo del consenso, que caracterizó a la Transición democrática.

Romper con este nuevo régimen no será fácil, pero hay una cosa clara, la ruptura ha de ser con el sistema político que ha creado la derecha para ejercer su hegemonía en el momento actual. No sólo hay que cambiar la ley electoral, hay que reformar también la Constitución para garantizar el bienestar de los españoles, por encima de los gobiernos de la derecha, y para blindar los bienes públicos comunes frente a la rapiña privatizadora. No obstante, lo que ha ocurrido en esta última década tiene una virtud, que la derecha nos ha dado permiso para imaginar la alternativa que nos convenga sin tener que atender a sus intereses, o sea, sin contar con ella en su representación política actual.

Marcelino Flórez