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La equidistancia, un mal moral

Primo Levi, una de las víctimas supervivientes de Auschwitz y de las más representativas, dejó escrito, en su obra Si esto es un hombre, que la equidistancia, cuando se habla de víctimas de crímenes contra la humanidad, es una perversión moral. Lo es, porque ese acto o esa actitud consigue, sea de forma consciente o no, evitar la reparación de las víctimas y garantiza la impunidad de los asesinos.

En España llevamos décadas conociendo esa actitud y ya muchos años, intentando combatirla. Con poco éxito, hasta el momento, como vamos a ver. El último ejemplo que tenemos entre manos es el que atañe a Largo Caballero. Es conocido el caso: VOX consigue que toda la derecha apoye en el Ayuntamiento de Madrid una proposición para eliminar el recuerdo institucional en la ciudad del dirigente político y sindical; y el Ayuntamiento comienza la ejecución con el derribo de una escultura en la casa donde nació el protagonista. Antes, las fuerzas clandestinas del fascismo habían vandalizado otra estatua de Largo Caballero, pintando en su pedestal las palabras «Asesino. Rojos no». De manera que todo quedaba cada vez más claro.

Pues bien, en ese contexto, una televisión pregunta a la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, si creía que las imágenes del derribo de la estatua (obra de un artista, por cierto, y, probablemente, un bien patrimonial) ayudaban a la convivencia. La vicealcaldesa respondió exactamente así: «Nada de lo que se está haciendo ayuda a la convivencia». ¡Perfecto! No hay delito en el derribo, porque los otros hacen lo mismo -«nada de lo que se está haciendo»-; no hay culpables y, sobre todo, no hay víctima, pues forma parte de los otros, del «nada de lo que se está haciendo», o sea, que es un verdugo. Casi sonroja tener que escribir estas cosas en estos tiempos, pero, como se dice, «es lo que hay».

Sin embargo, en este caso, tenemos una prueba que demuestra la falta de inocencia de Villacís y, modélicamente, de los equidistantes. La proposición de VOX, aprobada el 29 de septiembre, utilizaba como apoyo legal una Resolución del Parlamento Europeo, que equipara el nazismo con el comunismo (Resolución 2019/2018, de 19 de septiembre de 2019). Es difícil que los socialistas españoles pudieran caber allí. Pero tres historiadores españoles propiamente dichos, es decir, historiadores, no historietógrafos, han descubierto un documento del 25 de septiembre, firmado por Andrea Levy y Begoña Villacís, que modificaba la proposición de VOX: «Debe decir ( en vez de la Resolución del Parlamento Europeo): en cumplimiento de lo dispuesto por el artículo 15 de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, y por aplicación de lo dispuesto en el apartado d) del artículo 3.1., de la Ordenanza Municipal Reguladora de la denominación y rotulación de vías del Ayuntamiento de Madrid, de 2013» (Sergio Gálvez Biesca, Fernando Hernández Sánchez y Julián Vadillo Muñoz: «La ‘estrategia del escorpión’: al respecto de la proposición de VOX sobre Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto», en PÚBLICO, 2 de octubre de 2020). Es posible que este uso fraudulento de la conocida como Ley de Memoria Histórica tampoco dé cabida legal al revisionismo filofranquista, pero lo intenta.

Aparte del significado político de esta intervención del PP y de Cs, con la sumisión a la hegemonía de VOX que desvela, y aparte de muchos matices que se podrían hacer, la trafulla nos interesa ahora porque pone en evidencia que Begoña Villacís miente, cuando aparenta optar por la equidistancia. Su intervención en el arreglo de la proposición de VOX no deja margen para la duda: el recurso a la equidistancia es una estrategia comunicativa falseadora de la realidad. Ella ha tomado partido en este delicado asunto y lo trata de ocultar con eso de que todos son iguales.

No hace falta pillar con las manos en la masa, como en este caso, a esa caterva que repite como papagayos lo de «todos los políticos son iguales». Lo oímos a cada instante, en los informativos, en las opiniones de prensa, en los debates. Hay gente aparentemente seria que se ha dejado contaminar por esa bárbara ideología. El que esté extendido no le resta ningún valor a la maledicencia que la expresión encierra. Es posible que alguna persona se sitúe ahí por ignorancia inocente, pero en la inmensa mayoría de los casos detrás de un «todos los políticos son iguales» se esconde un militante o un votante de VOX, del PP o de Cs. Son ellos, junto a los revisionistas históricos y a la turba mediática, quienes han creado el mantra y es el falso agarradero que les mantiene asidos a la justificación de los crímenes contra la humanidad del franquismo. Como dejó dicho Primo Levi, una perversión moral.

Marcelino Flórez

En el instante de un peligro

¡Cómo agradezco haber releído las tesis de Walter Benjamin Sobre el concepto de historia durante el confinamiento! Me han posibilitado entender mejor lo que está ocurriendo en los Estados Unidos de América y en Europa Occidental tras el asesinato de George Floyd. Racismo y asesinatos de negros ha habido muchos, pero este crimen traza un límite: hasta aquí hemos llegado.

Dice Benjamin en la tesis sexta que la reconstrucción del pasado no consiste en la tarea que se asignan los positivistas de «conocerlo como verdaderamente ha sido», refiriéndose con ello al relato yuxtapuesto de los hechos que se han conservado, sino que la historia se completa sólo si el historiador es capaz de «adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro». Para entender esto, tenemos que saber que Benjamin había explicado antes que un buen número de hechos históricos no han sobrevivido, sino que han sido relegados al olvido, de manera que sólo hemos llegado a conocer lo que los vencedores de la historia han ido dejando en sus estanterías, mientras el subsuelo permanece repleto de ruinas y cadáveres olvidados. Esta es una constatación indiscutible: todo el relato de la historia de la humanidad es un relato de vencedores, siendo los vencidos ocultados y guardadas, con sus cadáveres bajo siete llaves, las ideas y proyectos que tenían. Es la muerte hermenéutica que se ha destinado siempre a las víctimas.

Recuperar ese pasado oculto sólo es posible si somos capaces de rememorar a las víctimas, a los perdedores de la historia y eso, dice Benjamin, está reservado al historiador que, teniendo puesta la mirada en los perdedores con los que convive, logra captar «la imagen que se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro». George Floyd es la figura donde ha aparecido esta vez la imagen fugaz.

No es el primer muerto, asesinado por la policía estadounidense. George Floyd no es la primera víctima. Pero esta vez algo había madurado y en un hombre negro asesinado en Virginia se han manifestado todos los esclavos africanos del colonialismo europeo y se ha producido una rebelión. La memoria de las víctimas ha salido a la calle y ha derribado las estatuas de los esclavistas: Wiliams Carter Wickham en Richmond (Virginia), el general defensor de los propietarios de esclavos del Sur, ha sido bajado de su pedestal por la multitud y el gobernador ha tenido que guardar la estatua de Robert E. Lee, otro general confederado, para que no corriese la misma suerte. El movimiento revolucionario ha pasado a Europa, donde los afrodescendientes han ocupado las calles, reclamando su dignidad. La estatua de Edward Colston, un comerciante de esclavos del siglo XVII, ha sido arrastrada hasta el río Avon en Bristol, ciudad del Reino Unido que le tenía reconocido como benefactor. Una estatua de Colón ha sido decapitada en Boston y otras varias han sido bajadas de sus pedestales en varias ciudades norteamericanas. El instante de un peligro, avistado en el asesinato de George Floyd, ha servido para contemplar los efectos del supremacismo blanco, cuyo fundamento es el esclavismo, probablemente el mayor crimen contra la humanidad jamás cometido. Lo que no habían logrado décadas de declaraciones de derechos humanos ha sido posible en este instante de un peligro.

Veo en diversos medios de prensa españoles la calificación de estas noticias con el término «vandalización» de las estatuas. Y me viene el recuerdo de Luis de Grandes, calificando de «olor a naftalina» la rememoración de las víctimas del franquismo en el ya lejano año de 2002; o las despreciables palabras, mucho más recientes, de Rafael Hernando o las no menos despreciables afirmaciones de Mariano Rajoy en una entrevista televisiva, reiterando que su gobierno no había presupuestado «ni una peseta» para la memoria histórica. Es el supremacismo franquista, que humilla incesantemente a sus víctimas, sin ser conscientes de que, también a ellos, les llegará algún día «el instante de un peligro» que se los lleve definitivamente por delante. Porque la rebelión con la muerte de George Floyd ha venido para quedarse y en ella están incluidas todas las víctimas de la historia sobre las que se sustenta nuestro bienestar. Cuando los supremacistas económicos de aquí, los de las cacerolas, se niegan a compartir una pequeña parte de su inmensa riqueza con los vecinos desheredados, están pidiendo a gritos que se rebelen contra ellos. En Norteamérica, el presidente Trump ya ha tenido noticia; en Madrid podría haberla cualquier día.

Marcelino Flórez

Nuestros muertos

Hace unos años, en España, las víctimas del terrorismo y las víctimas del franquismo se pusieron encina de la mesa; lo mismo estaba ocurriendo en toda Europa y en el mundo. Durante mucho tiempo las víctimas habían permanecido olvidadas, mejor dicho, había sido «echadas al olvido». Es más, a lo largo de toda la historia de la humanidad las sociedades se han rehecho de las catástrofes relegando al olvido a las víctimas. Por eso decía Walter Benjamin, en sus tesis Sobre el concepto de historia, que la historia está construida sobre ruinas y cadáveres. Es la alfombra en la que pisan los vencedores.

Algunos filósofos de la primera mitad del siglo pasado, «avisadores del fuego» los denominó Benjamin, alertaron de los peligros de ese olvido. Su voz no llegó a ser escuchada y las catástrofes se sucedieron, culminando con los grandes crímenes contra la humanidad de las dictaduras del siglo XX. La guerra fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial volvió a relegar al olvido a las víctimas y tuvimos que esperar a la Caída del Muro de Berlín para que la humanidad abriese los ojos y comprendiese la gravedad de su error. El despertar del siglo XXI situó, por fín, a las víctimas encima de la mesa. Primero, los de Gesto por la paz en el País Vasco mantuvieron con heroísmo ese recuerdo; después, lo que conocemos como recuperación de la memoria histórica trajo el recuerdo de los crímenes del franquismo. Y ya siempre las víctimas inocentes se han quedado con nosotros.

Pero ¿qué importancia tiene el recuerdo de las víctimas? Como explicó Adorno, es el nuevo imperativo categórico que nos ha traído Auschwitz: el compromiso político de los testigos y de los que escuchan a los testigos de que el crimen no volverá a repetirse, porque lo mantenemos en el recuerdo. Que no consentiremos nuevas dictaduras que llenen el mundo de campos de concentración y los campos de cadáveres, que haremos una política teniendo en cuenta a los pobres y desheredados, las víctimas del capital. El COVID-19 está certificando la necesidad de ese pensamiento político. Ahora, ni el Vicepresidente del Banco Central Europeo, Luís de Guindos, se opone al establecimiento de una renta mínima para paliar la pobreza. A los que no han entendido esto, la derecha extrema y la extrema derecha junto a sus obispos y a Vargas Llosa con la Fundación Internacional para la Libertad, no merece la pena prestarles atención, porque viven dos siglos atrás.

¿Y cuál es el mensaje de las víctimas del COVID-19? Por supuesto, que los tengamos en cuenta en nuestras políticas, para que no vuelva a tener que morir nadie en una pandemia; que tengamos los recursos para enfrentar ese tipo de catástrofes. Dos cosas han quedado meridianamente claras desde la perspectiva de las víctimas: que hay que mejorar la sanidad pública, la única que atiende a todos, incluso a quienes optan por privatizarla, como hemos visto en varios ejemplos; y que hay que dotarse de residencias de ancianos con capacidad de servicio. Justo lo contrario de lo que han hecho las políticas dominantes en los últimos años, lo que se conoce como neoliberalismo, cuyo principio esencial ha sido la privatización de los servicios públicos, hasta dejarlos exhaustos. Se trataba de abrir espacios para el capital excedente al que nos someten los espolios financieros, un mal asunto para la mayoría, pero magro negocio para unos pocos amiguetes, los de los fondos de inversión, muchos de ellos fondos buitres.

Por eso, resulta ofensivo que la derecha extrema y la extrema derecha reclamen corbatas y crespones negros en la bandera que, antes de que llegasen ellos, era de todos. Me recuerdan a los cuervos del crematorio, como llamaban los internados en los campos nazis a los compañeros destinados a empujarlos dentro de los hornos. Eran también víctimas, como los demás, pero con la función que los españoles de los campos llamaban cabos de varas. No es necrofilia, ni banderines negros lo que necesitamos, sino rememorar a los muertos, que son nuestros muertos, de todos, para construir políticas que contribuyan a que no se repita la catástrofe. No estamos pidiendo responsabilidades, sino reconocimiento y, por eso, aplaudimos a quienes nos cuidan con el riesgo de sus vidas. Las caceroladas no reclaman la vida, sino el neoliberalismo, cuyos efectos padecemos. ¡Dejad de utilizar a las víctimas para fines espúrios, a las de ETA, a las del 11-M y, ahora, a las del COVID-19 y enteraos de su significado! ¡Basta ya!

Marcelino Flórez

Marcos Ana y los presos políticos

La Fundación Jesús Pereda, de las Comisiones Obreras de Castilla y León, ha presentado en Valladolid la exposición en homenaje a Marcos Ana, que se titula “Marcos Ana, hacia mis libres años”. Con ese motivo, organizó el día 5 de noviembre una mesa redonda sobre “Presos políticos en el franquismo”, en la que participaron Willy Meyer, Carles Vallejo y José Luis Cancho, coordinados por Gonzalo Franco Blanco.

Más importante que las palabras que han dicho los miembros de la mesa, es el testimonio que representan. Escuchar a Carles Vallejo decir que sabía que apoyar la creación de comisiones obreras en SEAT era causa segura para terminar en la cárcel en dos o tres años, después de pasar unos días en comisaría, días que no tenían límite si había estado de excepción; escuchar eso, digo, emociona. Más aún, sabiendo que así se cumplía.

Willy Meyer nos contó que la cárcel era una liberación, después de pasar por comisaría. Allí terminaban las torturas y allí había un amplio espacio de acogida, los numerosos presos políticos, la mayoría del partido, como se decía entonces, o de las Comisiones Obreras. La cárcel era, además, un aula universitaria, donde cada persona experta enseñaba sus saberes.

Cancho leyó unas letras suyas y otras de algún amigo, que le habían enviado para la ocasión. Corroboró el testimonio de acogida en la cárcel, donde el alumno coincidió con su profesor de lingüística, Carlos Castro, y donde se aprendía marxismo con los más expertos o sindicalismo con el mismísimo Camacho. Afirmó también el espacio de libertad que allí se ganaba, donde uno no tenía ya que ocultar su pensamiento y podía decir con tranquilidad que era comunista. Pero su testimonio sobrecogió por dos detalles: el primero, que no había vuelto a pisar la Cárcel Nueva, donde estuvo encerrado, y que desde hace varios lustros es el Centro Cívico, en el que ahora se hallaba. Y esto a pesar de que su familia vive muy cerca. Me recordó a György Konrád, que escribía: “Resulta desagradable que los testigos salgan de repente de las fosas comunes”, para expresar así su desazón al contar que era uno de los solo siete niños, entre los doscientos niños judíos de su pueblo, que lograron sobrevivir al nazismo; y me recordaba a Amèry, a Antelme, a Primo Levi, a Jorge Semprún, que tardaron años en volver al lugar de la opresión o que no fueron capaces de seguir viviendo con su testimonio. El otro detalle es la caída por la ventana de la comisaría de la calle Felipe II. No puede recordar si se tiró o le tiraron, sólo recuerda los largos días de hospital y la pierna quebrada para siempre y necesitada de un zapato sobrealzado.

Esta mesa de presos del franquismo ha puesto de manifiesto que es necesario prodigar el testimonio, ahora que aún es posible. Hacen falta más charlas y difundir la noticia, para que no seamos cuatro gatos y todos de la casa, como ayer.

Casi al margen de la actividad, hubo otro detalle, para mí del máximo interés, sobre la forma de nombrar a los presos del franquismo. Yo dije víctimas; Carles rechazó esa denominación y reclamó la de represaliados. Pero eso se merece otro artículo, más ahora que Nicolás Sartorius acaba de recordarnos con su último libro la importancia de las palabras para designar lo que se pretende.

Marcelino Flórez

Los “expertos” ante la Comisión de la Verdad

El País del domingo 2 de septiembre de 2018 presentaba un pequeño reportaje de Ignacio Zafra, que recogía la opinión de cuatro historiadores acerca de la iniciativa de Pedro Sánchez de crear una Comisión de la Verdad sobre el franquismo. Paul Preston decía que ya es tarde para crear esa Comisión, porque los verdugos ya no pueden pedir perdón a las víctimas; Santos Juliá decía que eso tiene sentido “cuando los testigos de los sucedido están vivos” y que aquí ya se conoce casi todo; Moradiellos decía que “no va a sentar una verdad oficial”; y José Álvarez Junco añadía que está en contra de esa verdad oficial.

Otro historiador, Julián Casanova, replicaba en su muro de Facebook el día 3 de septiembre una entrevista que le hizo Infolibre y tampoco se mostraba partidario de una Comisión de la Verdad, en este caso por extemporánea. Reconocía, sin embargo, lo siguiente: “Hay que sacar toda la verdad histórica, toda la información, pero no soy partidario de una comisión ad hoc”.

Nos faltaba Antonio Elorza, que pontificó finalmente el día 5 de septiembre, también en El País. Decía que la “verdad histórica” ya está establecida en cuanto a las responsabilidades. Faltaría una nimiedad: el resarcimiento de las víctimas. Y terminaba manifestando sus dudas sobre si los líderes políticos herederos de las ideologías presentes en la Guerra asumirían los crímenes. Citaba, incluso, tres de esos crímenes, sólo tres: García Oliver y su amparo de la FAI; los comunistas en Paracuellos; y el PNV con Santoña.

Finalmente, Álvaro Soto, el día 6, escribía otro artículo en el que no veía con agrado una Comisión de la Verdad, después de tanto tiempo y porque “ya tenemos ‘verdades’ históricas rigurosas y reconocidas”. Pero su artículo se titulaba “Contra el olvido”. ¿En qué quedamos?

Vaya por delante mi desprecio sin paliativos a estas opiniones por una primera razón: casi ninguna demuestra saber lo que es una Comisión de la Verdad y todas desconocen el papel y el significado de las víctimas. Además, confunden una Comisión de la Verdad con una tesis doctoral. Y, en el fondo, lo que se manifiesta es la preocupación por que una Comisión de la Verdad ponga sobre la mesa su papel historiográfico, su autoridad en tanto que historiadores “oficiales”. Estos historiadores pueden ser “expertos” en historia, pero no lo son en comisiones de la verdad . Su palabra, por lo tanto, no vale más que la de cualquier otra persona; y el valor de esa palabra dependerá de la sabiduría que demuestren. En este caso, poca.

Las asociaciones de víctimas del franquismo, sin embargo, y las asociaciones de defensa de los derechos humanos llevan varios años reclamando la creación de una Comisión de la Verdad. ¿Qué quieren estas asociaciones? Desde luego, no quieren otro libro de historia, ni siquiera otro libro para combatir a negacionistas y revisionistas, cosa que siempre hace falta.

Quieren conocer todos los nombres de las víctimas, las circunstancias de su muerte, los autores de la misma, quién dio la orden, quién la ejecutó, si fue el gobierno, si el ejército, si unos paramilitares, si cuadrillas de bandoleros, si se ajustaba al derecho nacional e internacional vigente.

Quieren localizar todas y cada una de las fosas (las del campo republicano y las del campo franquista; eso sí, sin mezclarlas, cada una en su departamento), sacar los huesos, identificarlos, entregarlos a los familiares o a las asociaciones de defensa de los derechos humanos. Y esto en público, no como mero “honor de los muertos” en la privacidad familiar.

Quieren conocer si, además de matarlos, los torturaron, si les robaron sus bienes, si les obligaron a trabajar como esclavos; quién los contrataba para esos trabajos; quién se adueñó de sus bienes.

Quieren saber si esos crímenes han conocido ya alguna reparación.

Quieren conocer la verdad, que lleva oculta más de ochenta años. Una comisión “contra el olvido” precisamente.

Y cuando conozcan la verdad, reclamarán justicia y reparación, claro. Pondrán en manos de los jueces la información. Y si los jueces no hacen nada, como ahora, pedirán reparación al gobierno. Pedirán una ley que dignifique a las víctimas, que las diferencie de los asesinos, que las honre. Una ley que condene la apología del crimen y que expulse de la sociedad a los apologetas, que limpie los escenarios de contertulios solidarios con los asesinos, lo sean por mala fe o por ignorancia.

No necesitamos un nuevo libro de historia, por eso no necesitamos una comisión de historiadores. Por cierto, el Pacto de Santoña podrá merecer el juicio político que se desee, pero no es responsable de ningún tipo de crímenes contra la humanidad, por lo que no forma parte de los objetivos de estudio de una Comisión de la Verdad.

Tampoco necesitamos recuperar la Segunda República o, como dicen algunos, la “memoria democrática”, por eso tampoco necesitamos una comisión de republicanos. A este respecto, sí queremos conocer la responsabilidad de García Oliver, pero no en abstracto, sino ante asesinatos concretos, con todas sus circunstancias; como también queremos saber el papel de Carrillo en Paracuellos, que éste ocultó hasta en sus memorias póstumas, pero no se busca un análisis e interpretación del anarquismo y del comunismo durante la República. De eso sí van hablando los historiadores y tendrán que hacerlo, quizá, los “herederos políticos”, pero no es tarea de ninguna Comisión de la Verdad.

Sólo necesitamos conocer la verdad oculta: los nombres de las víctimas, los de sus asesinos, el lugar del ocultamiento del cadáver, todo lo que se ocultó hace cuarenta años, a pesar de la Constitución. Para eso necesitamos una Comisión de la Verdad.

Después vendrán otras cosas por añadidura: nuevos libros de historia, que interpelarán a los “expertos”; nueva imagen de la política republicana, que redefinirá los rostros de unos y de otros; nueva imagen del franquismo, que hará posible culminar la Transición, ahora ya sin espadones y sin los otros poderes fácticos con sus diversos aliados, que nos subyugaron desde 1975 hasta aquí.

Marcelino Flórez