Hace unos años, en España, las víctimas del terrorismo y las víctimas del franquismo se pusieron encina de la mesa; lo mismo estaba ocurriendo en toda Europa y en el mundo. Durante mucho tiempo las víctimas habían permanecido olvidadas, mejor dicho, había sido «echadas al olvido». Es más, a lo largo de toda la historia de la humanidad las sociedades se han rehecho de las catástrofes relegando al olvido a las víctimas. Por eso decía Walter Benjamin, en sus tesis Sobre el concepto de historia, que la historia está construida sobre ruinas y cadáveres. Es la alfombra en la que pisan los vencedores.
Algunos filósofos de la primera mitad del siglo pasado, «avisadores del fuego» los denominó Benjamin, alertaron de los peligros de ese olvido. Su voz no llegó a ser escuchada y las catástrofes se sucedieron, culminando con los grandes crímenes contra la humanidad de las dictaduras del siglo XX. La guerra fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial volvió a relegar al olvido a las víctimas y tuvimos que esperar a la Caída del Muro de Berlín para que la humanidad abriese los ojos y comprendiese la gravedad de su error. El despertar del siglo XXI situó, por fín, a las víctimas encima de la mesa. Primero, los de Gesto por la paz en el País Vasco mantuvieron con heroísmo ese recuerdo; después, lo que conocemos como recuperación de la memoria histórica trajo el recuerdo de los crímenes del franquismo. Y ya siempre las víctimas inocentes se han quedado con nosotros.
Pero ¿qué importancia tiene el recuerdo de las víctimas? Como explicó Adorno, es el nuevo imperativo categórico que nos ha traído Auschwitz: el compromiso político de los testigos y de los que escuchan a los testigos de que el crimen no volverá a repetirse, porque lo mantenemos en el recuerdo. Que no consentiremos nuevas dictaduras que llenen el mundo de campos de concentración y los campos de cadáveres, que haremos una política teniendo en cuenta a los pobres y desheredados, las víctimas del capital. El COVID-19 está certificando la necesidad de ese pensamiento político. Ahora, ni el Vicepresidente del Banco Central Europeo, Luís de Guindos, se opone al establecimiento de una renta mínima para paliar la pobreza. A los que no han entendido esto, la derecha extrema y la extrema derecha junto a sus obispos y a Vargas Llosa con la Fundación Internacional para la Libertad, no merece la pena prestarles atención, porque viven dos siglos atrás.
¿Y cuál es el mensaje de las víctimas del COVID-19? Por supuesto, que los tengamos en cuenta en nuestras políticas, para que no vuelva a tener que morir nadie en una pandemia; que tengamos los recursos para enfrentar ese tipo de catástrofes. Dos cosas han quedado meridianamente claras desde la perspectiva de las víctimas: que hay que mejorar la sanidad pública, la única que atiende a todos, incluso a quienes optan por privatizarla, como hemos visto en varios ejemplos; y que hay que dotarse de residencias de ancianos con capacidad de servicio. Justo lo contrario de lo que han hecho las políticas dominantes en los últimos años, lo que se conoce como neoliberalismo, cuyo principio esencial ha sido la privatización de los servicios públicos, hasta dejarlos exhaustos. Se trataba de abrir espacios para el capital excedente al que nos someten los espolios financieros, un mal asunto para la mayoría, pero magro negocio para unos pocos amiguetes, los de los fondos de inversión, muchos de ellos fondos buitres.
Por eso, resulta ofensivo que la derecha extrema y la extrema derecha reclamen corbatas y crespones negros en la bandera que, antes de que llegasen ellos, era de todos. Me recuerdan a los cuervos del crematorio, como llamaban los internados en los campos nazis a los compañeros destinados a empujarlos dentro de los hornos. Eran también víctimas, como los demás, pero con la función que los españoles de los campos llamaban cabos de varas. No es necrofilia, ni banderines negros lo que necesitamos, sino rememorar a los muertos, que son nuestros muertos, de todos, para construir políticas que contribuyan a que no se repita la catástrofe. No estamos pidiendo responsabilidades, sino reconocimiento y, por eso, aplaudimos a quienes nos cuidan con el riesgo de sus vidas. Las caceroladas no reclaman la vida, sino el neoliberalismo, cuyos efectos padecemos. ¡Dejad de utilizar a las víctimas para fines espúrios, a las de ETA, a las del 11-M y, ahora, a las del COVID-19 y enteraos de su significado! ¡Basta ya!
Marcelino Flórez