Archivo de la categoría: Memoria de las víctimas

El patetismo culpable de Tamames

Creo haber leído que Feijóo, en una de las reuniones privadas que mantuvo con Tamames antes de la moción de censura, le dijo que, si fuera su hijo, no le consentiría presentarse como candidato a la presidencia del gobierno. Si yo fuese su hijo, tampoco se lo habría consentido. Dejar constancia pública de su senilidad, de su narcisismo mórbido, de su negacionismo generalizado, que es prueba de una severa ignorancia, no es cosa que pueda agradar a ningún hijo. Tampoco me agrada a mí, a pesar de haber perdido toda confianza en el personaje, igual que López Rey, cuando Tamames con su voto tránsfuga desbancó al alcalde Barranco.  Aún así, mi consejo habría sido que desistiese de la tentación que le brindaron aquella noche de vinos y risas.

Pero Tamames, aunque patético, es culpable de todo lo que ha ocurrido en la moción de censura, no es inocente. Las argumentaciones se adecúan perfectamente a la ideología de la extrema derecha europea y americana: negacionismo del cambio climático, negacionismo de la ciencia médica, negacionismo de la democracia, negacionismo histórico.

Prestemos atención al negacionismo histórico. Comienza Tamames acusando al Gobierno de dictar “la historia de toda una nación” con la Ley de Memoria Democrática. Es una acusación absurda, pues la ley no es ningún libro de historia, sino una serie de reconocimientos para las víctimas del franquismo, así como la eliminación de los restos de exaltación de la dictadura franquista que aún persisten. Es un asunto de memoria, no de historia. La afirmación de Tamames, más que ignorancia de la historia, que es notoria por otra parte, manifiesta la desazón que ha producido en los simpatizantes del franquismo la aparición de las víctimas, saliendo de las fosas comunes, y la magnitud del crimen contra la humanidad sobre el que se fundamentó la dictadura. Ni más, ni menos.

La segunda tesis que formula Tamames es la tesis de la equidistancia: “se cometieron atrocidades en los dos bandos. Tratando de limitarlas ahora a sólo uno, es faltar a la verdad”. Lo primero, hay que marcar la mentira que formula cuando dice “limitarlas a sólo uno”. No conozco a nadie, ni desde perspectiva histórica, ni desde perspectiva memorialista, que haya dicho que sólo hubo crímenes en un bando. Eso es una invención de Tamames para reforzar su relato, pero sigue siendo un “hecho alternativo”, o sea, una falsedad. Lo segundo es la premisa de la equidistancia. Ya dijo Primo Levi que esa premisa representa un mal moral, porque equipara a víctimas y verdugos, garantizando de esa manera la impunidad de los verdugos. En este caso, es evidente: trata de exculpar los crímenes franquistas con el argumento de que también los republicanos cometieron crímenes. ¿Y qué?, habría que responder. No es necesario añadir una palabra más para que quede claro que lo que pretende Tamames con su relato es exculpar los crímenes franquistas. Por cierto, los únicos que no han sido ni clarificados, ni juzgados. Para estos no ha habido nunca una “Causa General”.

La tercera tesis es la recuperación de la afirmación franquista de que la causa de la guerra fue el mal gobierno republicano, causante de una imparable violencia, reflejada principalmente en la “revolución de octubre de 1934”. En el texto escrito no consta, pero en el discurso pronunciado Tamames añadió ahí que fue la causa de la guerra, citando sin ninguna precisión a Raymond Carr. Nunca he visto esa argumentación en este autor. Quizá Tamames, en su pretensión de mostrar erudición historiográfica, estaba pensando en Stanley Paine o en cualquier otro revisionista, pero erró el tiro. Esta es la principal tesis de los revisionistas, que niegan la realidad histórica, amparándose en los esfuerzos jurídicos que hicieron los franquistas para justificar el golpe de Estado, la guerra subsiguiente y el crimen contra la humanidad sobre los que fundamentaron su poder. La “justicia al revés”, como dijo en su día Serrano Suñer, el “cuñadísimo”.

La atribución de ilegitimidad a la República tiene su origen en una decisión de Franco en 1938, aunque pueden rastrearse algunos antecedentes de ese hecho, de crear una comisión de notables para demostrar la falta de legitimidad de la República. La tarea se concretó en el Dictamen de la Comisión sobre Ilegitimidad de los Poderes Actuantes en 18 de julio de 1936, que publicó la Editora Nacional en 1939, por una parte, y, por otra, en la Ley de Responsabilidades políticas, de 9 de febrero de 1939, cuyo artículo primero dice: «Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave». La argumentación, tanto de la Comisión, como de la Ley, decía que la República era ilegítima por dos razones, el “fraude electoral” que propició la victoria del Frente Popular, a lo que Fraga en 1958 calificaba de “golpe de Estado”; y el desorden social que los gobiernos republicanos propiciaron, que Fraga concretaba en la persecución religiosa, los conflictos sociales y la incapacidad para resolver la crisis económica. Estos mismos argumentos son los que ha defendido Tamames en la moción de censura. La historiografía desmontó hace ya muchos años estas falsedades, pero el neofranquismo sigue adscrito al bulo con el que Franco excusó su dictadura. La ignorancia no exime de responsabilidad, menos si es tan atrevida como en este caso.

Marcelino Flórez

Catedrático de Historia de Bachillerato, jubilado

El relato de la Transición

Con motivo de la declaración de Martín Villa ante la jueza Salvini en la Querella Argentina, se suceden artículos de opinión acerca de la Transición. En muchos de los escritos que van apareciendo se perciben argumentos endebles con un denominador común, el anacronismo, además de una falta lamentable de conocimiento histórico. Por ello, es preciso diferenciar antes de nada lo que ocurrió y la opinión sobre lo que ocurrió en la Transición.

Lo que ocurrió lo narra la Historia: se pasó de a Dictadura a la Democracia; el paso se hizo mediante reformas y no a través de la ruptura con el pasado dictatorial, manteniéndose, por eso, algunas antiguas estructuras sin cambios durante mucho tiempo; así ocurrió con el ejército, con el funcionariado o, especialmente y de forma muy duradera, con la judicatura; las reformas fueron arrancadas con mucho esfuerzo, destacando la «galerna» de huelgas que se abatió sobre Madrid en 1976, según lo expresó el ministro Areilza; fueron muy importantes también las manifestaciones, donde dominaba el cartel que decía «libertad, amnistía, estatuto de autonomía», que expresaba muy bien las reivindicaciones básicas del momento; las manifestaciones eran habitualmente reprimidas por el gobierno: sólo en 1977, la policía cargó contra 788 manifestaciones; en torno a esas movilizaciones se produjeron algunas muertes: se han contado 591 muertos por violencia política, de los cuales 188 lo fueron por “violencia política de origen institucional”, que incluye a las fuerzas del orden y a grupos paramilitares entroncados en la Dictadura; esas muertes no siempre fueron investigadas, ni juzgados los responsables, persistiendo la impunidad y la falta de reparación para las víctimas.

La Historia también interpreta lo que ocurrió. Digo interpreta, no opina, que son dos actividades distintas del pensamiento, la una se fundamenta en el frío análisis, la otra debe mucho al cálido sentimiento. La interpretación dominante, en el estado actual de la historiografía, es que la Transición fue posible por la conjunción de un «equilibrio de debilidades», en expresión de Sartorius y Sabio, que obligó a practicar el «consenso», según ha explicado Pere Ysàs. En la balanza estaban las fuerzas de oposición, donde destacaba el entonces unitario movimiento sindical de las Comisiones Obreras y el PCE, a quien se iría uniendo un inactivo y desconocido hasta entonces movimiento socialista, por un lado, y los reformistas del franquismo, por otro, muy limitada la capacidad de acción de ambos elementos por el poder fáctico de las estructuras franquistas, especialmente del ejército y de la judicatura.

En este contexto y dejando a un lado los matices, se publicaron los decretos-leyes de Amnistía de julio de 1976 y marzo de 1977. Hay que repetir una y otra vez que estas leyes fueron exigidas y arrancadas por la izquierda, que tenía las cárceles llenas de presos, algunos de los cuales no terminaban de salir en libertad. Fue la derecha quien se opuso a la amnistía, principalmente Fuerza Nueva, pero también Alianza Popular, porque a esa derecha de origen franquista no se le pasaba por la imaginación que nunca nadie pudiera acusarla de algún delito. Esto no es discutible, es un hecho constatado: ahí están las actas parlamentarias.

También en ese mismo contexto se realizaron elecciones el 15 de junio de 1977, en las que las fuerzas franquistas resultaron insignificantes, por lo que las Cortes se convirtieron en Constituyentes y elaboraron la Constitución de 1978, clamorosamente refrendada por el pueblo español el 6 de diciembre de ese año, con la excepción de la derecha franquista y con la inhibición del Partido Nacionalista Vasco. Esto fue la Transición.

La opinión sobre lo que ocurrió es tarea de la Memoria y esa se construye con las experiencias personales y con el pensamiento colectivo dominante, que se transmite a través de los medios de comunicación y de la literatura, principalmente. Durante mucho tiempo la opinión sobre la Transición que cuajó en la sociedad española fue muy positiva y así era reconocido, incluso, internacionalmente. Los líderes políticos de la Transición recorrieron el mundo, sobre todo el iberoamericano, para exponer el modelo español, como guía de salida de las dictaduras que asolaron aquel continente.

En algún momento, sin embargo, esa opinión favorable de la Transición cambió y este cambio no se debió a la suma de conocimientos historiográficos, sino a otro hecho bien preciso: la aparición de las víctimas del franquismo, que hasta entonces había permanecido ocultas. No fueron los historiadores quienes descubrieron a las víctimas, sino los nietos «de los abuelos esclavizados», como diría Walter Benjamin. Valga un ejemplo para demostrar esto que decimos, sin tener que entrar ahora en más explicaciones: en el libro Víctimas de la guerra civil, publicado el año 1999, no aparece una sola víctima del franquismo en Castilla y León, mientras que el Auto del juez Garzón de 16 de octubre de 2008 suma nada menos que 12.979 desparecidos en esa Comunidad Autónoma. ¿Qué había ocurrido entre 1999 y 2008? Es cosa también conocida: en el año 2000, Emilio Silva y Santiago Macías crearon la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y exhumaron a los trece de Priaranza de una fosa común en esa localidad del Bierzo leonés. Las asociaciones se difundieron por toda España y las fosas abiertas se multiplicaron. Algo que había permanecido oculto salió a la luz y provocó un cambio sideral en el pensamiento.

Realmente, la aparición de las víctimas en el año 2000 tiene algunos antecedentes señalados: uno es la Caída del Muro de Berlín. Ese hecho, que simboliza el final de la guerra fría, posibilitó investigar los crímenes contra la humanidad que la división ideológica había impedido dar a conocer. Y otro antecedente es el establecimiento de este tipo de crimen en el Juicio de Núremberg. Aunque, desde el punto de vista epistemológico, Walter Benjamin había descubierto a las víctimas en sus Tesis sobre la historia, que dejó inconclusas al suicidarse en 1940, fue en Núremberg cuando las víctimas adquirieron consistencia jurídica, que de nuevo relegó al olvido la guerra fría.

Podríamos igualmente ejemplificar esta presencia pública de las víctimas con el caso de las víctimas del terrorismo etarra: hasta el 14 de febrero de 1996, con el asesinato de Tomás y Valiente, sólo el testimonial Gesto por la paz había sido capaz de expresar públicamente la solidaridad, pero ese día de febrero los estudiantes madrileños llenaron las calles con sus manos pintadas de blanco. Desde ese día las víctimas del terrorismo no ha dejado de ser tenidas en cuenta.

Este es el hecho que ha provocado el cambio de pensamiento sobre la Transición y, en particular, sobre las consecuencias no deseadas de la Ley de Amnistía de 1977. Pero eso es lo que ahora se piensa, no lo que ocurrió. Aquello sigue siendo inmutable e historiográficamente es indiscutido. Qué bueno sería que las opinantes dejasen a un lado los anacronismos y explicasen el franquismo desde su tiempo, la Transición desde el suyo y la opinión desde donde quieran situarse, pero sin confundir churras con merinas. Un respeto al conocimiento, por favor.

Martín Villa, el fin de una época

La Coordinadora Estatal de la Querella Argentina contra los crímenes del franquismo (CEAQUA) ha hecho pública una nota de prensa a propósito de las cartas personales de apoyo que Martín Villa presenta ante la jueza Salvini con motivo de la toma de declaración que tendrá lugar mañana, día 3 de septiembre. Firman esas cartas personales y no representativas de las organizaciones de procedencia, como muy bien destaca CEAQUA, además de algunos nombres destacados de la época de la Transición, cuatro ex-presidentes de gobierno y cuatro sindicalistas o ex-sindicalistas. Todos los testimonios, dice CEAQUA, «alaban la labor política desarrollada por Rodolfo Martín Villa durante la Transición española». Y es que esta parte de la Querella Argentina se ubica en la Transición, no en el Franquismo.

Martín Villa está investigado por 12 delitos de homicidio, en el marco de los crímenes contra la humanidad que trata la Querella, ocurridos entre 1936 y 1977. Lo que tiene que dilucidar la jueza Salvini es si esos crímenes investigados fueron «puntuales» o si han de ser enmarcados entre los crímenes franquistas contra la humanidad. En mi opinión, será difícil que Martín Villa pueda ser procesado por esos crímenes, así como por delitos de tortura ocurridos en la época. Primero, porque algunos hechos, como son los asesinatos de cinco obreros el 3 de marzo de 1976 en Vitoria, ocurrieron en momentos en que Martín Villa no tenía la autoridad sobre las fuerzas de orden público. En esa fecha era Fraga el Ministro de la Gobernación, aunque esos días precisamente estuvo fuera de España, como creo recordar. Y también porque otros sucesos, como los ocurridos durante los Sanfermines de 1978 e, incluso, los asesinatos de Atocha de enero de 1977 pueden hallarse fuera del periodo investigado o ya han sido juzgados.

Pero eso es secundario, porque lo que es noticiable y lo que está detrás de esta parte de la investigación de la jueza Salvini del 3 de septiembre es la Transición, específicamente la opinión que tiene la ciudadanía española acerca de la Transición en este preciso momento. De eso es de lo que hablan las cartas de los ex-presidentes y de los ex-sindicalistas; y de eso trata la nota de prensa de CEAQUA. Eso es, pues, lo que vamos a analizar, cómo interpretan la Transición estos actores. Dejaré a un lado la carta de Felipe González, que, aparte del endiosamiento con el que está redactada, no tiene valor alguno; y también dejaré a un lado la carta de Nicolás Redondo, a la que tampoco concedo valor especial. Me centraré en las cartas de Zapatero y de Cándido Méndez, llenas de contenido. Lamento no tener a disposición el escrito de Antonio Gutiérrez, aunque no creo que tarde mucho en publicarlo elDiario.es, pues su colaboradora, Olga Rodríguez, ya lo ha leído. No lamento, en cambio, desconocer el escrito de José María Fidalgo, del que no espero nada de interés, conociendo su trayectoria sindical, donde fue incapaz de ordenar un conflicto interno insignificante, y cuya trayectoria política es tan variada como disparatada.

Tanto la carta de Zapatero, como la de Cándido Méndez hablan de la Transición, no de los crímenes por los que Martín Villa está siendo investigado, y, en un caso y en el otro, alaban la aportación del ministro de UCD a la construcción de la democracia, exculpándole de cualquier responsabilidad en los hechos concretos. Zapatero ni siquiera nombra alguno de aquellos hechos, mientras que Cándido Méndez nombra los sucesos de Vitoria de 1976, para los cuales reclama, incluso, «una total reparación, en relación con los responsables materiales o políticos», pero esa responsabilidad, dice, no puede estar entre los que se esforzaban en crear «cauces democráticos», como es el caso de Martín Villa. Realmente, la carta de Méndez es poco exculpatoria del dirigente de la UCD, salvo cuando señala que no se le pueden imputar delitos de «genocidio, o crímenes contra la humanidad», o cuando transfiere la responsabilidad a «grupos, compuestos por militares y miembros de los cuerpos de seguridad, junto a una trama civil que se empeñaban en abortar cualquier transformación hacia una sociedad libre y democrática, que incluso provocaron el intento de golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981».

Zapatero y Méndez explican la Transición como un pacto entre franquistas y la oposición democrática, cosa que hoy es la tesis dominante en la historiografía, pero el ex-presidente añade una serie de matices, que perfilan su opinión al respecto. Considera la Transición como un proceso, que va desde la reforma hasta la ruptura. Aunque no lo precisa explícitamente, se puede deducir que atribuye la época de «reforma» a la que se sitúa en torno a la Ley para la Reforma Política de 1976; y la época de «ruptura» a la que se inaugura con las elecciones del 15 de junio de 1977 y termina con la Constitución de 1978. Reclama como un hecho relevante y positivo para esa transición la Ley de Amnistía de 1977 y eso enlaza con el principio de equidistancia que formula al principio de su carta, cuando escribe que la historia de los españoles está plagada de violencias que terminaron en una guerra civil, o sea, la tesis tradicional con la que el franquismo justificaba la Guerra Civil. Refuerza esta idea con la reivindicación que hace de «su» Ley de Memoria Histórica, que, según afirma, enlaza con los valores de la Transición a través del principio de la «reconciliación».

Debo decir, en primer lugar, que la interpretación que hace Zapatero de la Transición es modélica: representa a la perfección el pensamiento con el que se hizo aquella y que sigue vigente en una buena parte de la sociedad española, quizá, en la mayor parte de la sociedad, aunque no en la mayor parte de la sociedad científica. Hace ya mucho tiempo que los historiadores españoles desterraron el principio franquista de que «todos fuimos culpables» y que la Guerra fue «una catástrofe colectiva» que no debería repetirse «nunca más». Ese es el espíritu con el que se hizo la Transición, pero no es la tesis vigente. Al contrario, hoy la comunidad científica afirma que la Guerra fue el resultado de un golpe de Estado fallido, organizado por un grupo de militares, con el apoyo de los monárquicos y, a última hora, de los falangistas. Ni estaban todos los españoles, ni era el resultado de un temperamento violento nacional. Nada de eso. A cada cual hay que atribuirle su responsabilidad y la mayor parte de los republicanos no estaban implicados en ese golpe de Estado, ni participaban de la violencia callejera con la que se preparó su estallido; y aquí caben desde Indalecio Prieto y Azaña hasta el mismísimo Niceto Alcalá Zamora, como mínimo dos tercios de los votantes de la época. Nada, pues, de equidistancias, no «todos fuimos culpables», ni hubo «catástrofe» alguna. La Guerra fue un proyecto exitoso de unos pocos, que organizaron y ejecutaron un crimen contra la humanidad, como dice la historia y como ha sentenciado el propio Tribunal Supremo.

En cuanto a la Transición, la historiografía ha alcanzado ya una interpretación muy fundada y ecuánime: no fue una tarea de unas pocas personalidades, que programaron el paso de la dictadura a la democracia, sino el resultado de un «equilibrio de debilidades», como acertadamente han expresado Sartorius y Sabio, entre los gerentes del franquismo y el movimiento político y social de la oposición. Esas «debilidades» explican el consenso, como ha razonado Pere Ysás. Pero ese consenso estuvo revestido con el manto ideológico de la equidistancia de las víctimas, cosa que defendieron todas las fuerzas políticas y, más que ninguna, las izquierdas. Así ocurrió también con la amnistía de 1977, la última y definitiva amnistía, fue una reclamación de la izquierda y de la extrema izquierda, que necesitaban sacar de las cárceles a sus presos, algunos de los cuales aún permanecían en prisión por las características de sus condenas. Por eso, aparece la reclamación en una pancarta de la LCR o, por eso, es el senador Xirinach el que permanece de pie en cada sesión del Senado hasta que se aprueba la “amnistía total” o, por eso, Francisco Letamendía se ve obligado a pedir disculpas a la bancada de la izquierda al optar por la abstención por no estar contempladas todas las propuestas de ETA en la ley. Y son los franquistas los que se oponen a esa amnistía, porque ni se les pasaba por la imaginación que sus crímenes contra la humanidad pudieran ser denunciados jamás. Nada lo ilustra mejor que las palabras del representante de Alianza Popular, Carro Martínez, que, con el pensamiento puesto en ETA, justificaba así la abstención a la que optaban, para diferenciarse de Fuerza Nueva, ante la Ley de Amnistía de 1977: “y nos abstendremos porque una democracia responsable no puede estar amnistiando continuamente a sus propios destructores”. Es evidente que no pensaba en las responsabilidades penales de sus correligionarios.

Lo que nadie suponía entonces era que ese, en palabras de Santos Juliá, echar al olvido los delitos iba a servir para garantizar la impunidad de un crimen contra la humanidad. Es más, no existía conciencia del enorme crimen contra la humanidad que representó el franquismo, porque las víctimas seguían aparcadas en el estercolero de la historia. Hoy las víctimas están encima de la mesa y, por eso, la Transición no puede ser enjuiciada con la benevolencia que lo siguen haciendo los cuatro ex-presidentes. Se hizo lo que se pudo, pero no lo que debería haberse hecho. De eso nadie es políticamente culpable y, quizá, tampoco lo sea penalmente, pero no puede seguir siendo justificado en 2020 lo que se hizo en 1977. Ahora ya no hay espacio para la impunidad y el crimen contra la humanidad debe ser reparado. Estamos en otra época, eso es lo que tienen que comprender Martín Villa y todos sus avalistas.

Marcelino Flórez

En el instante de un peligro

¡Cómo agradezco haber releído las tesis de Walter Benjamin Sobre el concepto de historia durante el confinamiento! Me han posibilitado entender mejor lo que está ocurriendo en los Estados Unidos de América y en Europa Occidental tras el asesinato de George Floyd. Racismo y asesinatos de negros ha habido muchos, pero este crimen traza un límite: hasta aquí hemos llegado.

Dice Benjamin en la tesis sexta que la reconstrucción del pasado no consiste en la tarea que se asignan los positivistas de «conocerlo como verdaderamente ha sido», refiriéndose con ello al relato yuxtapuesto de los hechos que se han conservado, sino que la historia se completa sólo si el historiador es capaz de «adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro». Para entender esto, tenemos que saber que Benjamin había explicado antes que un buen número de hechos históricos no han sobrevivido, sino que han sido relegados al olvido, de manera que sólo hemos llegado a conocer lo que los vencedores de la historia han ido dejando en sus estanterías, mientras el subsuelo permanece repleto de ruinas y cadáveres olvidados. Esta es una constatación indiscutible: todo el relato de la historia de la humanidad es un relato de vencedores, siendo los vencidos ocultados y guardadas, con sus cadáveres bajo siete llaves, las ideas y proyectos que tenían. Es la muerte hermenéutica que se ha destinado siempre a las víctimas.

Recuperar ese pasado oculto sólo es posible si somos capaces de rememorar a las víctimas, a los perdedores de la historia y eso, dice Benjamin, está reservado al historiador que, teniendo puesta la mirada en los perdedores con los que convive, logra captar «la imagen que se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro». George Floyd es la figura donde ha aparecido esta vez la imagen fugaz.

No es el primer muerto, asesinado por la policía estadounidense. George Floyd no es la primera víctima. Pero esta vez algo había madurado y en un hombre negro asesinado en Virginia se han manifestado todos los esclavos africanos del colonialismo europeo y se ha producido una rebelión. La memoria de las víctimas ha salido a la calle y ha derribado las estatuas de los esclavistas: Wiliams Carter Wickham en Richmond (Virginia), el general defensor de los propietarios de esclavos del Sur, ha sido bajado de su pedestal por la multitud y el gobernador ha tenido que guardar la estatua de Robert E. Lee, otro general confederado, para que no corriese la misma suerte. El movimiento revolucionario ha pasado a Europa, donde los afrodescendientes han ocupado las calles, reclamando su dignidad. La estatua de Edward Colston, un comerciante de esclavos del siglo XVII, ha sido arrastrada hasta el río Avon en Bristol, ciudad del Reino Unido que le tenía reconocido como benefactor. Una estatua de Colón ha sido decapitada en Boston y otras varias han sido bajadas de sus pedestales en varias ciudades norteamericanas. El instante de un peligro, avistado en el asesinato de George Floyd, ha servido para contemplar los efectos del supremacismo blanco, cuyo fundamento es el esclavismo, probablemente el mayor crimen contra la humanidad jamás cometido. Lo que no habían logrado décadas de declaraciones de derechos humanos ha sido posible en este instante de un peligro.

Veo en diversos medios de prensa españoles la calificación de estas noticias con el término «vandalización» de las estatuas. Y me viene el recuerdo de Luis de Grandes, calificando de «olor a naftalina» la rememoración de las víctimas del franquismo en el ya lejano año de 2002; o las despreciables palabras, mucho más recientes, de Rafael Hernando o las no menos despreciables afirmaciones de Mariano Rajoy en una entrevista televisiva, reiterando que su gobierno no había presupuestado «ni una peseta» para la memoria histórica. Es el supremacismo franquista, que humilla incesantemente a sus víctimas, sin ser conscientes de que, también a ellos, les llegará algún día «el instante de un peligro» que se los lleve definitivamente por delante. Porque la rebelión con la muerte de George Floyd ha venido para quedarse y en ella están incluidas todas las víctimas de la historia sobre las que se sustenta nuestro bienestar. Cuando los supremacistas económicos de aquí, los de las cacerolas, se niegan a compartir una pequeña parte de su inmensa riqueza con los vecinos desheredados, están pidiendo a gritos que se rebelen contra ellos. En Norteamérica, el presidente Trump ya ha tenido noticia; en Madrid podría haberla cualquier día.

Marcelino Flórez

Nuestros muertos

Hace unos años, en España, las víctimas del terrorismo y las víctimas del franquismo se pusieron encina de la mesa; lo mismo estaba ocurriendo en toda Europa y en el mundo. Durante mucho tiempo las víctimas habían permanecido olvidadas, mejor dicho, había sido «echadas al olvido». Es más, a lo largo de toda la historia de la humanidad las sociedades se han rehecho de las catástrofes relegando al olvido a las víctimas. Por eso decía Walter Benjamin, en sus tesis Sobre el concepto de historia, que la historia está construida sobre ruinas y cadáveres. Es la alfombra en la que pisan los vencedores.

Algunos filósofos de la primera mitad del siglo pasado, «avisadores del fuego» los denominó Benjamin, alertaron de los peligros de ese olvido. Su voz no llegó a ser escuchada y las catástrofes se sucedieron, culminando con los grandes crímenes contra la humanidad de las dictaduras del siglo XX. La guerra fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial volvió a relegar al olvido a las víctimas y tuvimos que esperar a la Caída del Muro de Berlín para que la humanidad abriese los ojos y comprendiese la gravedad de su error. El despertar del siglo XXI situó, por fín, a las víctimas encima de la mesa. Primero, los de Gesto por la paz en el País Vasco mantuvieron con heroísmo ese recuerdo; después, lo que conocemos como recuperación de la memoria histórica trajo el recuerdo de los crímenes del franquismo. Y ya siempre las víctimas inocentes se han quedado con nosotros.

Pero ¿qué importancia tiene el recuerdo de las víctimas? Como explicó Adorno, es el nuevo imperativo categórico que nos ha traído Auschwitz: el compromiso político de los testigos y de los que escuchan a los testigos de que el crimen no volverá a repetirse, porque lo mantenemos en el recuerdo. Que no consentiremos nuevas dictaduras que llenen el mundo de campos de concentración y los campos de cadáveres, que haremos una política teniendo en cuenta a los pobres y desheredados, las víctimas del capital. El COVID-19 está certificando la necesidad de ese pensamiento político. Ahora, ni el Vicepresidente del Banco Central Europeo, Luís de Guindos, se opone al establecimiento de una renta mínima para paliar la pobreza. A los que no han entendido esto, la derecha extrema y la extrema derecha junto a sus obispos y a Vargas Llosa con la Fundación Internacional para la Libertad, no merece la pena prestarles atención, porque viven dos siglos atrás.

¿Y cuál es el mensaje de las víctimas del COVID-19? Por supuesto, que los tengamos en cuenta en nuestras políticas, para que no vuelva a tener que morir nadie en una pandemia; que tengamos los recursos para enfrentar ese tipo de catástrofes. Dos cosas han quedado meridianamente claras desde la perspectiva de las víctimas: que hay que mejorar la sanidad pública, la única que atiende a todos, incluso a quienes optan por privatizarla, como hemos visto en varios ejemplos; y que hay que dotarse de residencias de ancianos con capacidad de servicio. Justo lo contrario de lo que han hecho las políticas dominantes en los últimos años, lo que se conoce como neoliberalismo, cuyo principio esencial ha sido la privatización de los servicios públicos, hasta dejarlos exhaustos. Se trataba de abrir espacios para el capital excedente al que nos someten los espolios financieros, un mal asunto para la mayoría, pero magro negocio para unos pocos amiguetes, los de los fondos de inversión, muchos de ellos fondos buitres.

Por eso, resulta ofensivo que la derecha extrema y la extrema derecha reclamen corbatas y crespones negros en la bandera que, antes de que llegasen ellos, era de todos. Me recuerdan a los cuervos del crematorio, como llamaban los internados en los campos nazis a los compañeros destinados a empujarlos dentro de los hornos. Eran también víctimas, como los demás, pero con la función que los españoles de los campos llamaban cabos de varas. No es necrofilia, ni banderines negros lo que necesitamos, sino rememorar a los muertos, que son nuestros muertos, de todos, para construir políticas que contribuyan a que no se repita la catástrofe. No estamos pidiendo responsabilidades, sino reconocimiento y, por eso, aplaudimos a quienes nos cuidan con el riesgo de sus vidas. Las caceroladas no reclaman la vida, sino el neoliberalismo, cuyos efectos padecemos. ¡Dejad de utilizar a las víctimas para fines espúrios, a las de ETA, a las del 11-M y, ahora, a las del COVID-19 y enteraos de su significado! ¡Basta ya!

Marcelino Flórez