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La Iglesia y la escuela
- Nos extraña la falta de valentía de nuestros representantes políticos para defender una enseñanza al servicio de la sociedad y sin trampas ideológicas
Marcelino Flórez
30 de noviembre de 2020
El conflicto que vive España en torno a la escuela sólo es comprensible si se tiene en cuenta el factor católico. Sin el lobby católico no existirían ni el artículo 16 ni el artículo 27 de la Constitución, tampoco tendríamos un pacto internacional específico para una religión. Cada día que pasa, este factor se hace más anacrónico, pero sigue ahí inmutable y sirve para articular otros intereses, que van más allá del puro interés económico, con ser éste muy importante. La alianza de los poderes conservadores con el catolicismo español más que en el dinero, pone la vista en la formación ideológica de la ciudadanía bajo los determinados y particularísimos valores del sistema económico vigente: competencia entre personas y entidades, individualismo extremo, libertad personal sin límites sociales. Pero dejaremos esto a un lado y nos limitaremos a tratar de descubrir dónde nace y en qué se fundamenta ese factor católico.
Para comprender lo que está pasando hoy con la educación en España, tenemos que retrotraernos al Concilio Vaticano I de 1869-1870, el que decretó la infalibilidad del papado y condenó los «errores modernos» del pensamiento, recogidos en el Syllabus. El teólogo holandés Edward Schilebeeckx calificó a ese concilio como la «asamblea de una jeraquía feudal en un mundo moderno»; y pone en boca del Papa convocante del concilio, Pío IX, unas palabras que niegan la libertad de conciencia, algo que había reconocido siempre la tradición cristiana: » De esta repugnante fuente del indiferentismo mana la afirmación absurda y errada o, más concretamente, la locura de que todos los hombres poseen libertad de conciencia y pueden reclamarla. El camino a este pernicioso error lo ha preparado la exigencia de completa e inmoderada libertad de opinión, que se propaga furiosa en la dirección de la aniquilación de lo sagrado y lo revelado».
Los papas posteriores continuaron asentando la doctrina católica sobre la vida pública por medio de la actualización de los principios emanados de Trento. Así, Pío XI, en su encíclica Quas Primas, donde instaura la festividad de Cristo Rey, explica el origen y significado de la soberanía, en la que se fundamenta el pensamiento católico sobre las libertades: «Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes, de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la Religión Cristiana fue igualada a las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados». La encíclica repite insistentemente en qué consiste ese «imperio de Cristo»: se trata de la «soberanía de Jesucristo», «la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey», «el imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas». Por supuesto, el único y legítimo representante de esa soberanía es el Papa, ahora infalible, con su Iglesia, sociedad perfecta.
Los obispos españoles recogieron esta doctrina y la llevaron a la práctica puntualmente. En su último escrito colectivo anterior a la Guerra, «Con motivo de la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas»del 25 de mayo de 1933, que tiene por principal objetivo la enseñanza, explican detalladamente la aplicación del principio de soberanía eclesiástica: después de afirmar la independencia de la Iglesia respecto a todo poder, por ser una sociedad perfecta, y al tratarse de una institución infalible en la definición de la verdad religiosa, verdad que tiene «primacía sobre todo conocimiento», los obispos concluyen que «toda formación cristiana de la juventud, en cualquier escuela pública o privada está sometida a su inspección». Y aclaran, después de un punto y seguido, que esa formación «no abarca sólo a la enseñanza religiosa, sino que se extiende a toda otra disciplina y organización docente en cuanto se refiere a la religión y a la moral». En consecuencia, recuerdan a los padres la obligación que tienen de optar por una enseñanza católica y de luchar hasta conseguir «toda la enseñanza católica para la juventud católica en escuelas católicas».
Con el franquismo, estos principios se llevaron literalmente a la práctica, pero el Concilio Vaticano II desarmó aquellos fundamentos teocráticos, cuando decretó la libertad de conciencia, las autonomía humana para la gestión de la vida pública, la legitimidad de las demás religiones e, incluso, el respeto a la increencia. Los obispos españoles presentes en la asamblea conciliar lo entendieron perfectamente. Monseñor Pildain, «vasco, antifranquista y socialmente muy avanzado», cuenta Hilari Raguer, exclamó ante la asamblea vaticana cuando se inició la votación sobre la libertad religiosa: «¡Que se desplome esta cúpula de San Pedro sobre nosotros antes de que aprobemos semejante documento!». Y elevaron un escrito a Pablo VI, donde, en medio de la protesta, reconocían lo siguiente: «Si éste prospera en el sentido en que ha sido hasta ahora orientado, al terminar las tareas conciliares los obispos españoles volveremos a nuestras sedes desautorizados por el concilio y con la autoridad mermada ante los fieles». Pero encontraron una salida, que gozó de la protección de la Dictadura. Mientras la Asamblea prorrumpía en aplausos, el mismo día 8 de diciembre de 1965 en que se publicaron los documentos conciliares, la Conferencia Episcopal en un documento sin firmas, titulado «Sobre acción en la etapa posconciliar», redactado por Guerra Campos, justificaba el mantenimiento en España de la confesionalidad católica.
No había cesado aún ese manto protector del franquismo, cuando resultó elegido Papa Juan Pablo II, que hizo enmudecer el espíritu del Vaticano II y favoreció el regreso al pensamiento teocrático, ahora denominado fundamentalismo. Todos los teólogos progresistas y conciliares fueron despojados de sus cátedras en España: Castrillo y Estrada fueron los primeros; casi al mismo tiempo cayeron Pedro Miguel Lamet y Benjamín Forcano; después le llegó el turno a Marciano Vidal y finalmente a Juan José Tamayo. Al mismo tiempo se nombraban obispos conservadores, que daban apoyo incondicional a los movimientos integristas, que reclamaban un nuevo régimen de cristiandad: Opus Dei, Comunión y Liberación, Camino Neocatecumenal, Legionarios de Cristo y otros similares.
En estos contextos y bajo la presión de esos lobbys católicos se han hecho la Constitución y todas las leyes educativas, donde el factor católico ha sido tan importante, que ha llegado a condicionar el currículo, haciendo realidad aquel principio enunciado en 1933 de «toda la enseñanza católica para la juventud católica en escuelas católicas».
Estos asuntos han dejado de ser un problema que preocupe a la opinión pública española, que mayoritariamente ha optado por la indiferencia respecto al factor católico. Pero resulta ensordecedor el silencio de los católicos seguidores del Concilio Vaticano II, si es que queda alguno en España; y, sobre todo, asombra el silencio de los cristianos lectores del Evangelio de Jesucristo, si es que alguien lo sigue leyendo. Reconozcamos que, sin la excusa católica, el movimiento de la escuela concertada no pasaría de ser una cosa de «niños pijos», carente de asidero lógico alguno. También por eso, nos extraña la falta de valentía de nuestros representantes políticos para defender una enseñanza al servicio de la sociedad y sin trampas ideológicas.
(Publicado en eldiario.es)
Las Edades del Hombre, de nunca acabar
Ese fenómeno social tan importante, que son Las Edades del Hombre, está recibiendo recientemente alguna crítica, incluso alguna denuncia, y ha sido motivo de debate en las Cortes de Castilla y León. Para entender mejor lo que ocurre, hagamos un repaso histórico del fenómeno y un pequeño análisis de la última exposición, Reconciliare, en Cuéllar.
Las Edades del Hombre es un proyecto del cura José Velicia, que lo ideó en compañía de José Jiménez Lozano, a quien, según sus propias palabras, se debe el nombre. La idea original contemplaba sacar a la luz pública una parte del enorme patrimonio artístico de la Iglesia en Castilla y León. Velicia planificó cuatro exposiciones sobre “la imagen, la palabra, el símbolo y la música”, con la intención de poner en relación la fe y la cultura, dentro del espíritu aperturista del Concilio Vaticano Segundo y desarrollando el encargo que le había hecho el arzobispo de Valladolid, Don José Delicado Baeza, al nombrarle en 1987 Delegado Episcopal para el Diálogo Fe y Cultura.
La primera exposición, la de Valladolid en 1998, expresaba de forma perfecta el sentido antropológico buscado. Se trataba de mostrar la relación de las creencias con su expresión artística a lo largo del tiempo. Fue una exposición consistente, bien pensada. Contó Velicia con alguna cosa a su favor. Primero, el mecenazgo de la Caja de Salamanca, que tenía firmado un acuerdo con las diócesis de Castilla y León para la promoción y cuidado del patrimonio. A este primer mecenazgo se uniría muy pronto la Junta de Castilla y León y, poco tiempo después, el Gobierno de España, que aportaría los fondos FEDER de la Unión Europea. Supo contar también Velicia con la colaboración de profesionales relevantes. Además de Jiménez Lozano, hay que nombrar al arquitecto Pablo Puente Aparicio, que diseñaría los espacios de las sucesivas exposiciones, y a Eloísa García de Wattenber, la que fuera directora del Museo Nacional de Escultura. El resultado fue un éxito rotundo para la exposición de “la imagen” en Valladolid.
El buen hacer y los buenos resultados se repitieron en Burgos, con una hermosa exposición sobre “Libros y documentos en la Iglesia de Castilla y León”. Recuerdo un tríptico informativo de aquella ocasión, que terminaba con una frase de Ricardo de Bury en su “Muy Hermoso Tratado sobre el Amor a los Libros”, que resume el espíritu de la muestra: “mundi gloriam operieret oblivio, nisi Deus mortalibus librorum remedia prodisiset” (El olvido ocultaría las hazañas del mundo, si Dios no hubiese legado a los mortales el remedio de los libros).
Lo mismo ocurrió en León con “La música” y en Salamanca, donde la exposición, titulada Contrapunto, pretendía relacionar el arte contemporáneo con la fe, dando fin al ciclo expositivo, que culminaría con un congreso sobre el mismo tema, Fe y Arte. Tres millones y medio de personas visitaron estas exposiciones, de manera que aquel proyecto inicial de Velicia adquirió otra dimensión. Dejó de ser un mero proyecto cultural, para convertirse en un proyecto económico. De hecho la nueva etapa revestirá una nueva forma: en 1995 se crea la Fundación Edades del Hombre, que será en adelante la responsable de organizar otras muestras. Eloísa García de Wattenberg, en un artículo publicado por su hija, ha dejado constancia con finas palabras del cambio de rumbo: “Las “Edades” de José Velicia, tal como él las pensó, fueron una ilusión compartida que no pudo llegar a su fin. Tras su marcha se abrió un largo camino con rumbo a nuevos horizontes” (El Norte de Castilla, sábado, 17 de junio de 2017).
Además de la mercantilización, otros factores van a determinar el camino errante que Las Edades del Hombre irán tomando después de 1994 y de Salamanca: Por una parte, la muerte de Velicia, el mentor del proyecto, y, por otra, el giro conservador de la Iglesia española, que deja a un lado el espíritu del Concilio Vaticano Segundo. Primero, se hizo una exposición en Amberes en 1995, justificada por la relación de Flandes y Castilla en las épocas medieval y moderna. Después, se hizo una exposición en El Burgo de Osma. La excusa, en este caso, fue la celebración del décimo cuarto centenario de la fundación de la diócesis de Osma. Pero la excusa sustentaba una razón mucho más poderosa: El Burgo de Osma era la localidad de residencia del entonces Presidente de la Junta de Castilla y León. Esta exposición estuvo aún dirigida por José Velicia, pero ya no pudo asistir a su inauguración y moriría poco tiempo después.
Todas las ciudades quisieron participar del éxito de Las Edades del Hombre y hubo que buscar nuevas justificaciones. Primero fue el Camino de Santiago, que propició tres exposiciones sucesivas: Palencia, Astorga y Zamora. Después de Zamora, hubo otro paréntesis, trasladando la muestra a Nueva York con el título de “Time to Hope”. Y se completó este ciclo expositivo, organizando exposiciones para las diócesis que aún no habían sido sede de las mismas: Segovia, Ávila y Ciudad Rodrigo. La justificación sería exhibir las obras restauradas por la Fundación, pero lo cierto es que sólo un par de obras cumplen ese objetivo, siendo todas las demás obras expuestas de diversa procedencia, incluso extrarregional.
La muestra de Ciudad Rodrigo hacía el número XIII, al sumar a las 11 diócesis castellanoleonesas las de Amberes y Nueva York. Aunque el número de visitantes había ido disminuyendo, Las Edades del Hombre seguían constituyendo un éxito de público y un negocio para las poblaciones que acogían la muestra, por lo que se fueron haciendo nuevas exposiciones, bien en localidades con mucha población, el caso de Ponferrada, o en la única capital de provincia que no es sede episcopal, Soria. Y de forma cada vez más difícil de justificar en términos culturales, continuaron las exposiciones: las dos Medinas de la provincia de Valladolid en 2011, Oña, Arévalo, Aranda de Duero y Alba de Tormes junto con Ávila, con motivo en este caso de la celebración del centenario de Santa Teresa. Era el número XX. Parecía que iba a acabar ahí, pero al año siguiente se organizó otra muestra en Toro, donde la Colegiata de Santa María permitía recuperar cierto aire diocesano.
De forma totalmente improvisada, se organizó una última exposición en Cuéllar en 2017. Digo improvisada, porque nada se sabía en la localidad, y creo que en ninguna parte, del evento. La edición segoviana de El Norte de Castilla informaba el 17 de noviembre de 2016 así: “La Consejera de Cultura y Turismo, María Josefa García Cirac, y el Secretario General de la Fundación Las Edades del Hombre, Gonzalo Jiménez, se han reunido este jueves para iniciar los trabajos de coordinación y preparación de las próxima edición de Las Edades del Hombre que tendrá lugar en la localidad segoviana de Cuéllar, en relevo a Toro (Zamora)”. Algo estaría hablado ya, evidentemente, porque a esa reunión convocaron al alcalde de Cuéllar y al presidente de la Diputación de Segovia, pero no había noticia alguna publicada anteriormente, por lo que las Administraciones tuvieron que emplearse a fondo para embellecer un poco el entorno: arreglo de calles, ocultamiento de ruinas, acicalamiento de pinturas y, por supuesto, animación al emprendimiento comercial. Conscientes de esta improvisación, pocos días después se informaría de la organización de dos ediciones más, en Aguilar de Campóo y en Lerma.
La exposición de Cuéllar: Reconciliare
Realmente, el patrimonio de la Iglesia en Castilla y León y el de algunas poblaciones es tan grande, que la estela de Las Edades del Hombre puede tener aún cierto recorrido, aunque la idea originaria esté más velada cada día. La Fundación conserva en sus estatutos el espíritu que infundió Velicia y continúa hablando de la relación entre fe y cultura; y tiene el importante objetivo de restaurar el patrimonio. Pero los tiempos cambian y el espíritu se transforma. Veámoslo, analizando esos dos elementos, lo cultural y lo patrimonial, en el caso de Cuéllar.
Reconciliare trata del mal en el mundo y del arreglo de ese mal. Lo hace desde un punto de vista tradicional católico, es decir, la reconciliación se identifica con la confesión, mediante la cual la Iglesia administra el perdón de los pecados o mal del mundo. El Concilio Vaticano II había avanzado un poco en el tratamiento de la confesión, pero esos avances se detuvieron cuando los modernos regentes del Vaticano volvieron los ojos al pasado. Juan Pablo II rehízo con esos nuevos criterios y con mucho éxito a la Iglesia española y desde esta mirada tradicional ha de entenderse el mensaje teológico de la exposición de Cuéllar.
Sin duda la muestra fue pensada a partir del hecho de la aparición de unas bulas en la sepultura del siglo XVII de Doña Isabel de Zuazo. A ello se dedica el último capítulo, que presenta la confesión de la forma más tradicional que se pueda pensar, ligada a otros conceptos teológicos algo polémicos, como purgatorio, indulgencias o bulas. El alejamiento de la realidad (cultural) que caracteriza a la Iglesia castellanoleonesa le ha impedido relacionar la fe (por ejemplo, las bulas, que se vendían para obtener indulgencias y librarse del purgatorio) con un hecho cultural muy relevante, que tendría lugar durante el transcurso de la exposición: el 31 de octubre de 2017 fue el quinto centenario de la colocación de las 95 tesis de Lutero en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg, combatiendo precisamente la venta de bulas para obtener indulgencias. Como sabemos, este hecho dio origen a la Reforma y, como respuesta, al Concilio de Trento.
En vano buscará el visitante una sola palabra sobre ese hecho, sobre el significado de las bulas, sobre el sentido de las indulgencias o sobre el concepto de purgatorio. Y eso que el papa Benedicto XVI, un papa conservador donde los haya, ya advirtió en el año 2011 que el purgatorio no es un lugar del espacio, “sino un fuego interior que purifica el alma del pecado”, fórmula que utilizó para paliar los efectos entre los integristas de la declaración de su antecesor, Juan Pablo II, que había proclamado limpiamente en 1994 que el infierno y el cielo católicos no son lugares físicos, sino meros estados de ánimo. Si eso eran el cielo y el infierno, imagínense lo que sería el purgatorio. En términos teológicos, Reconciliare es una expresión de las más rancia teología que pueda pensarse; y una banalidad, desde el punto de vista cultural.
De todos modos, no es la teología lo que a nadie le interesa de la exposición de Cuéllar, sino la rentabilidad económica del proyecto. Repasen los titulares de la prensa y verán que todos hablan del número de visitantes, de los miles de euros que han aportado, de los puestos de trabajo creados, del impulso del turismo. En fin, del negocio, que es el objetivo subyacente, aunque no expresado, de la Fundación Edades del Hombre.
Otro objetivo, muy noble, de la Fundación es la restauración del patrimonio. Eso cuesta dinero y éste se obtiene principalmente de fondos europeos, lo que exige la intervención de la Junta de Castilla y león, que busca otro tipo de beneficios a cambio. Un beneficio, promover el turismo; otro, generar clientelismo a través de la propaganda. Así, los eventos de las Edades del Hombre han devenido en puro mercantilismo, que reclama una visita de aquel Jesús que estuvo un día en el templo de Jerusalén con un látigo. La hermosa idea del cura Velicia ha quedado sepultada entre el fango de la corrupción, que es norma del actuar político vigente.
La mayor deficiencia, en términos mercantiles, de la exposición de Cuéllar ha sido la falta de integración del evento con el entorno local. Primero, hay que denunciar con fuerza el monopolio que ejercen los guías de la Fundación, impidiendo a las personas normales cualquier comentario sobre las diversas obras que se exhiben. Por supuesto, ese monopolio impide que un ciudadano, por ejemplo, yo mismo, pueda contar a sus familiares y amigos la exposición. He acudido con ocho o diez grupos a visitar la muestra y no he podido explicársela, a pesar de habérmelo preparado muy bien. Resulta que no puedo hacer en Cuéllar, el pueblo de mi mujer, lo que puedo hacer en El Prado o en el Louvre: ir con mis amigos o familiares y comentar las obras expuestas. Tuve que dejar de traer gente, para no seguir pasando malos ratos. Insufrible.
En lo que se refiere a la integración de la exposición en el entorno, la crítica no puede ser más severa. En dos ocasiones he visto la exposición acompañado de un guía oficial. Las dos veces, los guías pasaron por alto las pinturas mudéjares de la iglesia de San Andrés. Por supuesto, la arquitectura mudéjar se nombra, pero no se explica ni se visita, a pesar de ser el continente de la muestra. De modo que, si los visitantes de Cuéllar han podido llevarse una buena impresión del importante patrimonio local, ello ha sido a pesar del obstáculo que han supuesto los gestores de la Fundación Edades del Hombre.
Y de lo que se podía haber hecho, al margen de la exposición o con la excusa de la misma, sólo diré que es una de las oportunidades peor aprovechadas que he podido ver. Valga una crítica al acto de clausura, como ejemplo de lo que no se debe hacer. El Ayuntamiento de Cuéllar cerró el periodo expositivo de Reconciliare con un concierto de godspell a cargo del coro Good News. Fue un concierto excelente, con un público entregado y un coro que respondía a la entrega. Bien. Pero antes del concierto, el público tuvo que asistir a un acto de autobombo de la concejala de Cultura y de toda la corporación, acompañado de un vídeo de ínfima calidad. Me recordaba a aquellos curas que siempre tienen la iglesia vacía y aprovechan bodas o bautizos para echar una filípica a las personas acompañantes. Era la prueba de las insuficiencias del equipo de gobierno.
Para rematar el estropicio, el Ayuntamiento cobró 10 euros por asistir al concierto. Tengo entendido que la Caja Rural había aportado 1000 euros y las administraciones local y provincial 300 más 650 euros, como pago a Good News. ¿Saben para qué eran los 10 euros que cobraba el Ayuntamiento? Para restaurar una imagen de la iglesia de La Cuesta. Esto sí que es aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid. Para colmo, el alcalde hizo entrega al cura párroco, con un cheque, de la recaudación que aportamos los espectadores, explicándolo como una contribución del Ayuntamiento para la restauración del crucifijo de La Cuesta. Como lo oyen y delante de todo el mundo. Sencillamente, un insulto. Imagínense cómo habrá sido el resto de la actuación municipal y comprenderán la dimensión de la oportunidad perdida.
Marcelino Flórez
Rouco no defraudó
Que el cardenal Rouco Varela presidiese el funeral de Estado era lo propio desde todos los puntos de vista. Su figura refuerza, sin duda, el carácter confesional de ese funeral de un Estado no confesional. Rouco, además, está de despedida. Ya no es nadie en la Iglesia española, pero aún no se había despedido. El funeral ha sido la despedida y no ha defraudado.
La homilía ha sido eminentemente política, como correspondía, pero las ideas expuestas han desagradado, incluso, a algún dirigente del Partido Popular, que lo manifestó así antes de que le llegase el argumentario. No digamos al resto de la clase política, que ha condenado unánimemente la intervención de Rouco. ¿Qué ha dicho, que ha resultado tan escandaloso?
Realmente casi no ha dicho nada, pero dos ideas apenas formuladas son las responsables de la sublevación. Ha hablado, primero, de concordia y lo ha hecho en el nombre del presidente Suárez. El problema es que Suárez sí practicó la concordia, pero Rouco, como le ha recordado Iñaki Gabilondo, no es Tarancón y representa lo contrario a esa concordia: en el gesto, en la palabra y en los hechos toda su presidencia episcopal ha estado marcada por la imposición de ideas fundamentalistas y la condena del pensamiento diferente. Para que la palabra concordia, en su boca, significase algo, antes tenía que haber reconocido su comportamiento no sólo discordante, sino, incluso, sectario. Le pasa como al actual gobierno, cuando reclama pactos de Estado sin reconocer su reciente pasado de crispada oposición. Rouco, como el gobierno, carecen de autoridad para reclamar consenso. Por eso, ofende que lo reclame.
La otra idea ha sido la no sé si advertencia o amenaza de una reproducción de la Guerra Civil. Exactamente sus palabras fueron éstas: “[Suárez] buscó y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquella España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la Guerra Civil: los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar”. Pero ¿cuáles son esos «hechos y actitudes”? No parece, como también le ha recordado Iñaki Gabilondo, que se refiera al malestar social que pueda deducirse por lógica del informe de Cáritas sobre la pobreza en España, ese informe que tanto desagrada a Montoro. Aunque, si sus fuentes de información proceden exclusivamente de los medios de su propiedad, bien pudiera ser que estuviese convencido de que estamos viviendo una situación pre-rrevolucionaria, como insiste en proclamar el gobierno siempre que una pequeña minoría o sus propios infiltrados generan alguna violencia en las infinitas manifestaciones pacíficas que recorren toda España. No hay que reírse, porque esto es estrategia y Rouco refleja en las palabras “hechos y actitudes” un temor inducido, que puede estar afectando a otras personas españolas, informadas por los canales propios de Rouco o controlados por el Partido Popular.
Yo creo, sin embargo, que Rouco se refiere a otra cosa con ese críptico mensaje de los “hechos y actitudes” provocadoras de la Guerra Civil. Está pensando, sin duda, en la Cruzada. Recodemos la interpretación todavía oficial de la Iglesia española sobre la Guerra Civil: Después de la Pastoral Colectiva de 1 de julio de 1937, la guerra pasó a ser un Alzamiento Nacional, ya que se trataba de un levantamiento contra extranjeros; constituyó una guerra de liberación de la “revolución comunista que iba a tener lugar”, en palabras de los obispos; y revistió el carácter de cruzada, porque existía una persecución religiosa, que llenó a la patria de mártires. Como el enemigo era absoluto e irreconciliable, había que exterminarlo, por lo que no se podía parlamentar, sino que era imperioso buscar la victoria total. Ahí sigue anclada la jerarquía católica española. ¿O es que alguien ha pensado que la beatificación de mil quinientos mártires tiene alguna intención distinta de fundamentar esa interpretación de la Guerra Civil? Observad qué bien encaja este pensamiento con los peligros del laicismo, de los que viene advirtiéndonos desde hace años el cardenal.
Rouco se ha despedido sin defraudar. La única nota positiva es que algún dirigente del Partido Popular se desmarcó inicialmente de sus palabras. No esperéis, sin embargo, que lo haga Rajoy, porque lo que está en juego son cinco millones de votos, a los que aspira VOX, y no le va a dar esa oportunidad. En el otro lado, ¡menuda tarea tiene el papa Francisco con esta Iglesia española!
Marcelino Flórez
Una difícil prueba para el Papa Francisco
La sorpresa inicial que nos causó este Papa se va dilucidando siempre en términos positivos: si va a Brasil, se deja tocar entre las favelas; se acerca a Lampedusa para atestiguar la desvergüenza de la inmigración ahogada; sigue con sus viejos zapatos negros; intenta cambiar el Banco y mente mano, incluso, al gobierno del Estado Vaticano; y hace esas cosas sin reñir a la gente del mundo. Nada hay, hasta ahora, que ponga en duda los nuevos tiempos que ha inaugurado la Iglesia católica en Roma. Hasta los ateos se rinden a esta imagen, que se aproxima a lo que afirma la doctrina.
Dice Hans Küng que aún hay dos deficiencias, sobre las que este contestatario católico manifiesta también esperanza: el papel de la mujer en la Iglesia, que habrá de dejar de ser marginal; y la acogida de los curas casados, lo que pone sobre la mesa el celibato, una antigua norma, que para los más integristas es el centro de su creencia.
A mí me parece que el giro no va ser rápido ni fácil, sino que cada día el Papa Francisco tendrá que dar muestra de coherencia con el cambio que ha iniciado, un cambio de ciento ochenta grados en las prácticas de la Iglesia, aunque en realidad no sea más que regresar al Concilio Vaticano II cincuenta años después.
En España le tienen preparada una prueba para los próximos días: las beatificaciones del 13 de octubre en Tarragona. No es un problema de víctimas inocentes con las que solidarizarse, que lo son, sino de su significado. La Iglesia española, acorde también en ello con los anteriores papados, da a sus muertos de la República y de la Guerra el significado de mártires; y esto no tendría más importancia, si no fuera por la función política que tal significado tiene, un significado para el que conscientemente fue construido, como hemos demostrado en algunos escritos, y cuya función principal fue justificar el apoyo de la Iglesia católica al golpe de Estado y posterior Guerra Civil de 1936. En esto no debemos engañarnos. Si Juan XXIII y Pablo VI no accedieron a la consideración como mártires de las víctimas de la Guerra Civil no fue por desconocimiento de la realidad, sino al contrario. Y si Juan Pablo II y Benedicto XVI impulsaron el significado martirial de esas víctimas, en el contexto del descubrimiento de la enseñanza que aporta la rememoración de las víctimas olvidadas según nos enseñó Walter Benjamin, fue con la clara conciencia de contrarrestar ese movimiento memorialista.
Por eso, lo tiene muy difícil el Papa Francisco con la patata caliente que le ha caído del pasado. Cada gesto será sometido al examen de la crítica: si asiste o no; si envía a alguien más o menos importante; y, sobre todo, si dice algo o si calla. Es, ciertamente, una prueba muy difícil, porque, además, no se puede argüir que el Papa desconozca el problema. Tengamos en cuenta que la única crítica que recibió su nombramiento fue la de haber estado próximo o, al menos, no suficientemente alejado de la criminal dictadura argentina, un asunto muy próximo en significación al que le ha caído para el día 13.
Marcelino Flórez
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