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La Guerra Civil explicada por J. Casanova -Comentario de texto-

 

Julián Casanova ha publicado un artículo en El País el día 1 de abril, conmemorando el 75 aniversario del final de la Guerra Civil, con el título de La Guerra Civil que nunca se aprendió en las escuelas, donde intenta explicar “cinco cosas básicas que todo ciudadano informado debería saber”. Comenzaré por la primera, que es la más importante: “¿Por qué hubo una Guerra Civil en España?”.

1. ¿Por qué hubo una Guerra Civil en España?

En 1936 había en España una República, cuyas leyes y actuaciones habían abierto la posibilidad histórica de solucionar problemas irresueltos, pero habían encontrado también, y provocado, importantes factores de inestabilidad, frente a los que sus gobiernos no supieron, o no pudieron, poner en marcha los recursos apropiados para contrarrestarlos.

La amenaza al orden social y la subversión de las relaciones de clase se percibían con mayor intensidad en 1936 que en los primeros años de la República. La estabilidad política del régimen también corría mayor peligro. El lenguaje de clase, con su retórica sobre las divisiones sociales y sus incitaciones a atacar al contrario, había impregnado gradualmente la atmósfera española. La República intentó transformar demasiadas cosas a la vez: la tierra, la Iglesia, el Ejército, la educación, las relaciones laborales. Suscitó grandes expectativas, que no pudo satisfacer, y se creó pronto muchos y poderosos enemigos.

La sociedad española se fragmentó, con la convivencia bastante deteriorada, y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados. Nada de eso conducía necesariamente a una guerra civil. Ésta empezó porque un golpe de Estado militar no consiguió de entrada su objetivo fundamental, apoderarse del poder y derribar al régimen republicano, y porque, al contrario de lo que ocurrió con otras repúblicas del período, hubo una resistencia importante y amplia, militar y civil, frente al intento de imponer un sistema autoritario. Sin esa combinación de golpe de Estado, división de las fuerzas armadas y resistencia, nunca se habría producido una guerra civil.

Vista la historia de Europa de esos años, y la de las otras República que no pudieron mantenerse como regímenes democráticos, lo normal es que la República española tampoco hubiera podido sobrevivir. Pero eso no lo sabremos nunca porque la sublevación militar tuvo la peculiaridad de provocar una fractura dentro del Ejército y de las fuerzas de seguridad. Y al hacerlo, abrió la posibilidad de que diferentes grupos armados compitieran por mantener el poder o por conquistarlo. El Estado republicano se tambaleó, el orden quebró y una revolución radical y destructora se extendió como la lava de un volcán por las ciudades donde la sublevación había fracasado. Allí donde triunfó, los militares pusieron en marcha un sistema de terror que aniquiló físicamente a sus enemigos políticos e ideológicos.

Este es el argumento: La República existente en 1936 había legislado para tratar de resolver problemas antiguos, pero también había generado inestabilidad, que los gobiernos no supieron resolver.

Los problemas que enfrentó -la tierra, la Iglesia, la educación, el Ejército, las relaciones sociales- le crearon poderosos enemigos a la república. Por otra parte, el orden social estaba amenazado y la subversión aparecía como inminente, con un lenguaje clasista que convocaba a la violencia social.

El resultado fue la fragmentación de la sociedad y la opción por soluciones políticas autoritarias.

En ese contexto hubo un golpe de Estado, que fracasó por la división del ejército y por la resistencia obrera. España se dividió en dos: una, donde quebró el orden y se extendió “como la lava de un volcán” la revolución social; otra, donde los militares impusieron el terror, que aniquiló a los enemigos políticos e ideológicos.

¿Por qué hubo, pues, una Guerra Civil en España? (o idea principal, que diría mi alumnado). Por la incapacidad de los gobiernos para resolver los problemas, bien fuesen generados por los poderosos enemigos de las reformas, bien por el ambiente revolucionario y de clase dominante, todo lo cual fragmentó a la sociedad, como se puso de manifiesto tras el fracaso del golpe de Estado.

En medio de esa argumentación, el autor introduce una frase aislada, que contradice el razonamiento: “Nada de eso conducía necesariamente a la Guerra Civil”. Pero continúa inmutable el silogismo planteado, pues hace al golpe responsable del inicio de la Guerra, pero no la causa de la misma. Esa frase podía ser analizada como una idea secundaria, aunque renuncio a esa tarea.

Uno, que ha estudiado la Guerra Civil y la ha enseñado en el bachillerato durante cuarenta años, haya logrado o no que haya sido aprendida, no logra identificar el argumento de Casanova con lo que sabe que ocurrió en España en la primavera de 1936. El 16 de febrero hubo elecciones, las ganó un Frente Popular, donde se aglutinaban partidos obreros y burgueses de fuertes convicciones republicanas, pero un sector de la derecha social y política no aceptó el resultado y se organizó en torno a un grupo de generales golpistas. Estos intentaron evitar que los vencedores de las elecciones llegasen a gobernar, aunque no lo consiguieron. Por el contrario, fueron alejados de Madrid por el nuevo gobierno para evitar que continuasen amenazando al Estado. En la comida de despedida, que esos mandos militares celebraron el 9 de marzo en Madrid, decidieron organizar eficazmente el golpe de Estado y encargaron de su dirección al general Mola. Este, con el aval de la UME, fue juntando apoyos civiles y militares. Aunque habían pensado en el 20 de abril, las dificultades preparatorias retrasaron la fecha de la sublevación hasta el 18 de julio. Para preparar el ambiente, los aliados civiles tuvieron el encargo de llevar a cabo una estrategia de violencia callejera, concretamente los monárquicos alfonsinos fueron los encargados de financiarla y los falangistas de activarla. Esta estrategia resultó tan eficaz, que todavía hoy hay quien sigue achacando la Guerra al asesinato de Calvo Sotelo, ocurrido cuando el avión que había de trasladar a Franco ya había llegado a las islas o, como dice Viñas en la misma entrevista, cuando “los conspiradores monárquicos estaban negociando el suministro de armamento con los fascistas italianos antes del 18 de julio y que lo firmaron el 1 de julio”, todo lo cual demuestra que la fecha del levantamiento llevaba días o semanas señalada, cuando, en respuesta al asesinato del teniente Castillo por los falangistas, sus compañeros policías asesinaron a Calvo Sotelo.

A pesar de los preparativos, el día 18 de julio una parte del ejército no secundó a los rebeldes y en las grandes ciudades, aunque hubiesen sido secundados, los trabajadores organizados se enfrentaron a la rebelión, consiguieron armas y lograron derrotar a los golpistas. A los pocos días, sólo la España más rural y menos poblada había quedado en manos de los rebeldes, aunque terminarían ganado la guerra.

¿Por qué hubo, entonces, una Guerra Civil? No fue porque había una Reforma Agraria en marcha, no fue por el laicismo constitucional, no fue por la reformas en el ejército, no fue por las leyes laborales sobre la jornada de 8 horas en el campo o de laboreo forzoso o de jurados mixtos, no fue porque los socialistas se negaran a formar gobierno con los republicanos de izquierdas, no fue porque hubiese partidos fascistas, no fue por ninguna revolución comunista, no fue por la agresividad del sindicalismo anarquista, no fue por la Revolución de 1934, fue porque hubo un levantamiento militar organizado y poco exitoso. Cuáles fuesen las motivaciones que impulsaban a los golpistas, las fuentes documentales en las que bebían, los intereses de clase, económicos o ideológicos, las pasiones diversas, las creencias, es un asunto diferente. Todo eso puede ayudar a comprender lo que ocurrió, pero no es la causa de lo que ocurrió. La Guerra tuvo una sola causa, la rebelión militar y su acompañamiento civil.

¿Qué importancia tiene el razonamiento de Casanova y por qué ha de ser combatido sin tregua? La respuesta es sencilla: porque se trata de una justificación indirecta del golpe de Estado. Aunque esta forma de razonar ya había sido denunciada, entre otros, por Antonio Elorza en 1997, historiadores afamados de progresistas siguen sin desasirse de esa falacia. Decía Elorza en El País el 4 de enero de 1997 “ciertamente resulta difícil y poco elegante alabar la sublevación militar, pero basta con tomar como punto de partida la supuesta situación caótica de la España republicana para proporcionar una justificación indirecta al alzamiento”. Ángel Viñas el mismo día 1 de abril en el diario digital Público respondía lo siguiente a una pregunta sobre la anarquía republicana en tanto que causa de la Guerra: “ En la medida en la que se presenta el golpe y la sublevación militar del 18 de julio como una respuesta inevitable a un estado de descomposición y de anarquía, de desenfreno, están justificando la sublevación”. Exactamente eso hace Julián Casanova ¡en 2014!

Lo grave de este error historiográfico es el origen del mismo: la justificación que el franquismo hizo de su delito de rebelión. Los juristas del régimen comenzaron muy pronto esta tarea falseadora de la realidad: el 24 de junio de 1938 la Auditoría de Guerra envió a los Juzgados de 1ª Instrucción un escrito reclamando información sobre “los hechos ocurridos desde el 16 de febrero al 18 de julio de 1936”, que es el antecedente oficial, aunque hay otros de carácter local, de la Comisión sobre la ilegitimidad de los Poderes Actuantes el 18 de julio de 1936, que se formó el 21 de diciembre de 1938 y emitió su Dictamen el 14 de febrero de 1939. Las conclusiones, además de afirmar la ilegitimidad de todas las instituciones republicanas por convocar de forma ilegítima aquellas elecciones o por fraude en los resultados electorales, insistían en la ineptitud del gobierno, puesto “al servicio de la violencia y el crimen” (conclusión cuarta) , como lo demuestra el asesinato de Calvo Sotelo (conclusión quinta). El documento termina, claro está, con la afirmación de que el glorioso Alzamiento Nacional no puede ser calificado de rebeldía, sino de “restablecimiento de la moral y del derecho”, mientras que el Frente Popular ha de ser apartado “de todo comercio moral” y hay que “cancelar su inscripción en el consorcio del mundo civilizado”.

Julián Casanova no suscribiría, evidentemente, esas conclusiones del Dictamen, pero su argumentación es una perfecta justificación indirecta del Alzamiento, como razonó hace ya muchos años Antonio Elorza. Por mi parte, llevo unos años combatiendo este error historiográfico, que se relaciona directamente con la falta de comprensión de lo que significa la memoria benjaminiana, que es memoria de las víctimas. El error es causa, a su vez, de la pervivencia del revisionismo, como he explicado aquí en otros escritos. Hoy, sin embargo, me limito a hacer lo que haría cualquier alumna o alumno míos en su comentario de texto: análisis del contenido, idea principal y explicaciones fundamentadas historiográficamente.

Marcelino Flórez

 

 

Rouco no defraudó

Que el cardenal Rouco Varela presidiese el funeral de Estado era lo propio desde todos los puntos de vista. Su figura refuerza, sin duda, el carácter confesional de ese funeral de un Estado no confesional. Rouco, además, está de despedida. Ya no es nadie en la Iglesia española, pero aún no se había despedido. El funeral ha sido la despedida y no ha defraudado.

La homilía ha sido eminentemente política, como correspondía, pero las ideas expuestas han desagradado, incluso, a algún dirigente del Partido Popular, que lo manifestó así antes de que le llegase el argumentario. No digamos al resto de la clase política, que ha condenado unánimemente la intervención de Rouco. ¿Qué ha dicho, que ha resultado tan escandaloso?

Realmente casi no ha dicho nada, pero dos ideas apenas formuladas son las responsables de la sublevación. Ha hablado, primero, de concordia y lo ha hecho en el nombre del presidente Suárez. El problema es que Suárez sí practicó la concordia, pero Rouco, como le ha recordado Iñaki Gabilondo, no es Tarancón y representa lo contrario a esa concordia: en el gesto, en la palabra y en los hechos toda su presidencia episcopal ha estado marcada por la imposición de ideas fundamentalistas y la condena del pensamiento diferente. Para que la palabra concordia, en su boca, significase algo, antes tenía que haber reconocido su comportamiento no sólo discordante, sino, incluso, sectario. Le pasa como al actual gobierno, cuando reclama pactos de Estado sin reconocer su reciente pasado de crispada oposición. Rouco, como el gobierno, carecen de autoridad para reclamar consenso. Por eso, ofende que lo reclame.

La otra idea ha sido la no sé si advertencia o amenaza de una reproducción de la Guerra Civil. Exactamente sus palabras fueron éstas: “[Suárez] buscó y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquella España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la Guerra Civil: los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar”. Pero ¿cuáles son esos «hechos y actitudes”? No parece, como también le ha recordado Iñaki Gabilondo, que se refiera al malestar social que pueda deducirse por lógica del informe de Cáritas sobre la pobreza en España, ese informe que tanto desagrada a Montoro. Aunque, si sus fuentes de información proceden exclusivamente de los medios de su propiedad, bien pudiera ser que estuviese convencido de que estamos viviendo una situación pre-rrevolucionaria, como insiste en proclamar el gobierno siempre que una pequeña minoría o sus propios infiltrados generan alguna violencia en las infinitas manifestaciones pacíficas que recorren toda España. No hay que reírse, porque esto es estrategia y Rouco refleja en las palabras “hechos y actitudes” un temor inducido, que puede estar afectando a otras personas españolas, informadas por los canales propios de Rouco o controlados por el Partido Popular.

Yo creo, sin embargo, que Rouco se refiere a otra cosa con ese críptico mensaje de los “hechos y actitudes” provocadoras de la Guerra Civil. Está pensando, sin duda, en la Cruzada. Recodemos la interpretación todavía oficial de la Iglesia española sobre la Guerra Civil: Después de la Pastoral Colectiva de 1 de julio de 1937, la guerra pasó a ser un Alzamiento Nacional, ya que se trataba de un levantamiento contra extranjeros; constituyó una guerra de liberación de la “revolución comunista que iba a tener lugar”, en palabras de los obispos; y revistió el carácter de cruzada, porque existía una persecución religiosa, que llenó a la patria de mártires. Como el enemigo era absoluto e irreconciliable, había que exterminarlo, por lo que no se podía parlamentar, sino que era imperioso buscar la victoria total. Ahí sigue anclada la jerarquía católica española. ¿O es que alguien ha pensado que la beatificación de mil quinientos mártires tiene alguna intención distinta de fundamentar esa interpretación de la Guerra Civil? Observad qué bien encaja este pensamiento con los peligros del laicismo, de los que viene advirtiéndonos desde hace años el cardenal.

Rouco se ha despedido sin defraudar. La única nota positiva es que algún dirigente del Partido Popular se desmarcó inicialmente de sus palabras. No esperéis, sin embargo, que lo haga Rajoy, porque lo que está en juego son cinco millones de votos, a los que aspira VOX, y no le va a dar esa oportunidad. En el otro lado, ¡menuda tarea tiene el papa Francisco con esta Iglesia española!

Marcelino Flórez

 

Una difícil prueba para el Papa Francisco

La sorpresa inicial que nos causó este Papa se va dilucidando siempre en términos positivos: si va a Brasil, se deja tocar entre las favelas; se acerca a Lampedusa para atestiguar la desvergüenza de la inmigración ahogada; sigue con sus viejos zapatos negros; intenta cambiar el Banco y mente mano, incluso, al gobierno del Estado Vaticano; y hace esas cosas sin reñir a la gente del mundo. Nada hay, hasta ahora, que ponga en duda los nuevos tiempos que ha inaugurado la Iglesia católica en Roma. Hasta los ateos se rinden a esta imagen, que se aproxima a lo que afirma la doctrina.

Dice Hans Küng que aún hay dos deficiencias, sobre las que este contestatario católico manifiesta también esperanza: el papel de la mujer en la Iglesia, que habrá de dejar de ser marginal; y la acogida de los curas casados, lo que pone sobre la mesa el celibato, una antigua norma, que para los más integristas es el centro de su creencia.

A mí me parece que el giro no va ser rápido ni fácil, sino que cada día el Papa Francisco tendrá que dar muestra de coherencia con el cambio que ha iniciado, un cambio de ciento ochenta grados en las prácticas de la Iglesia, aunque en realidad no sea más que regresar al Concilio Vaticano II cincuenta años después.

En España le tienen preparada una prueba para los próximos días: las beatificaciones del 13 de octubre en Tarragona. No es un problema de víctimas inocentes con las que solidarizarse, que lo son, sino de su significado. La Iglesia española, acorde también en ello con los anteriores papados, da a sus muertos de la República y de la Guerra el significado de mártires; y esto no tendría más importancia, si no fuera por la función política que tal significado tiene, un significado para el que conscientemente fue construido, como hemos demostrado en algunos escritos, y cuya función principal fue justificar el apoyo de la Iglesia católica al golpe de Estado y posterior Guerra Civil de 1936. En esto no debemos engañarnos. Si Juan XXIII y Pablo VI no accedieron a la consideración como mártires de las víctimas de la Guerra Civil no fue por desconocimiento de la realidad, sino al contrario. Y si Juan Pablo II y Benedicto XVI impulsaron el significado martirial de esas víctimas, en el contexto del descubrimiento de la enseñanza que aporta la rememoración de las víctimas olvidadas según nos enseñó Walter Benjamin, fue con la clara conciencia de contrarrestar ese movimiento memorialista.

Por eso, lo tiene muy difícil el Papa Francisco con la patata caliente que le ha caído del pasado. Cada gesto será sometido al examen de la crítica: si asiste o no; si envía a alguien más o menos importante; y, sobre todo, si dice algo o si calla. Es, ciertamente, una prueba muy difícil, porque, además, no se puede argüir que el Papa desconozca el problema. Tengamos en cuenta que la única crítica que recibió su nombramiento fue la de haber estado próximo o, al menos, no suficientemente alejado de la criminal dictadura argentina, un asunto muy próximo en significación al que le ha caído para el día 13.

Marcelino Flórez

Cuidado con los historiadores

El revisionismo se ha instalado finalmente en la Academia y comienza a dar sus frutos. Por el momento, la mejor síntesis de ese revisionismo la ha dirigido Fernando del Rey Reguillo y la ha editado Tecnos con el título de Palabras como puños (2011). La intención del libro estuvo clara desde su origen, que fueron sendos proyectos de investigación de 2005 y 2009, según explica el director en la introducción. Estos “jóvenes historiadores”, como les titula Manuel Cruz en la reseña que hizo para El País el 16 de abril de 2011, habían observado que “los estudios sobre los años treinta nunca se han desarrollado por completo al margen de la politización”(página 34), mucho más cuando “las trifulcas sectarias relacionadas con la memoria histórica han supuesto una auténtica involución intelectual al dar alas, a diestra y siniestra, a polemistas de tres al cuarto que –con la implicación de más de un historiador- no se han privado de lanzar a los cuatro vientos sus tesis maniqueas, contribuyendo a fijar interpretaciones históricas muy discutibles, cuando no a todas luces aberrantes” (35). De modo que se lanzaron a reparar el entuerto, construyendo, por fin, “una aproximación fría, distanciada y académica de los años treinta” (35).

Al comenzar a leer el libro, no lograba salir de mi asombro, primero, por la intención manifiestamente ideológica (y utilizo esta palabra en el sentido del elemental materialismo histórico, es decir, como sinónimo de falseamiento de la realidad) con la que está todo él construido. Busca un solo objetivo: justificar el golpe de Estado por el violento clima dialéctico que le precede, las palabras como puños. Es cierto que apenas encontramos palabras que se disparen como puños, sobre todo, si de católicos, monárquicos o falangistas se trata (por ejemplo, a Onésimo Redondo, que es una de las figuras que mejor encarna el lenguaje violento del fascismo español, casi ni se le nombra; y, desde luego, no se le hace hablar nunca a no ser para certificar que era católico y no fascista). Por el contrario, todo el libro está plagado de juicios de valor sobre los partidos republicanos, juicios que manifiestan la postura ideológica de los autores, pero no añaden nada al conocimiento hasta ahora existente. Estos juicios persiguen  siempre culpabilizar a la izquierda del golpe de Estado del 18 de julio y, por lo tanto, de la Guerra Civil. Así, Hugo García concluye su trabajo sobre los comunistas con estas palabras: “en suma, está claro que su ambigüedad frente a la violencia política y sus reiterados llamamientos a sus bases para que se mantuvieran vigilantes frente a un posible golpe contribuyeron a acelerar la escalada de desconfianza que desembocó en el 18 de julio” (155). Vemos que son culpables si no es por acción, por omisión, como en la Ley de Responsabilidades Políticas.

Fernando del Rey hace un retrato demoledor de los socialistas, que se entregan al anticlericalismo, a pesar de que “la jerarquía mantuvo la mano tendida en pos de la concordia durante muchos meses” (180); que gestionan la violencia mediante el uso de las masas (“En todos los enfrentamientos, los socialistas solían movilizar a muchas personas –hombres, mujeres e incluso niños-, que plasmaban su descontento escudadas en la fuerza de la muchedumbre”, 188) o de pistolas, horcas y garrotes indistintamente (“Desde escopetas de caza, claro está, hasta las armas blancas, los garrotes, las estacas, las piedras y, por supuesto, los puños. Cualquier vía sirvió a aquella guerra sorda cotidiana …”, 190); que justifican las muertes de clérigos o de guardias civiles, derivando hacia las víctimas la responsabilidad de las mismas, como en “sucesos tan terribles como los de Castilblanco, saldados con el asesinato de cuatro guardias civiles en condiciones espantosas…” ,192. (No dice una sola palabra sobre los hechos que precedieron a ese linchamiento.); que llegan a preparar y ejecutar la revolución de 1934, con un argumento tan débil como calificar de “fascista” a Gil Robles (“El retrato del católico tradicionalista Gil Robles como “fascista” o “totalitario”, por muy autoritarias que puedan considerarse algunas de sus manifestaciones, no deja de ser una percepción exagerada –cuando no interesada- tanto de los observadores del momento como de los historiadores que se limitan a repetir la imagen en nuestros días”, 200); y que, después de octubre, sólo les queda “un espíritu de venganza” (223), con lo que “las huelgas paralizaron el mundo del trabajo con una intensidad desconocida. Y, sobre todo, la violencia, el anticlericalismo y el desorden se extendían a velocidad de vértigo generando una escalada de enfrentamientos sangrientos que importantes segmentos de la ciudadanía conceptuaron como insufribles” (225). Y, aunque los argumentos no van sustentados con datos objetivos, tenemos que concluir, casi sin aliento: ¡Cómo no iba a haber una guerra civil!

Si hablan de los católicos, por el contrario, se deshacen en halagos y elogios de su prudencia, de manera que sus palabras, más que puños, son caricias. Incluso, cuando Gil Robles entregó dinero para organizar el golpe de Estado, lo hizo con mala conciencia, o sea, sin querer y forzado por las circunstancias; o, si las JAP le saludaban brazo en alto, no era porque fuesen asumiendo formas e ideas fascistas, sino para competir con los clientes de monárquicos y falangistas. Estos últimos no pasan de ser “un recién llegado”, apenas responsables de lo que vaya a ocurrir, aunque, eso sí, con una función histórica muy importante, no con la mera tarea de aniquilar al movimiento obrero que les asignan historiadores (tan insignificantes, parece deducirse) como Francisco Espinosa, Julián Casanova o Francisco Moreno Gómez, “desde una metodología próxima al más elemental materialismo histórico” (480, nota 1).

No sé si esto será “una aproximación fría, distanciada y académica de los años treinta”, pero de lo que no me cabe duda es que no lo haría mejor la Causa General y, desde luego, supera ideológicamente a los publicistas que han recreado reiteradamente aquel documento. Eso sí, este trabajo, igual que ocurre con el Diccionario Biográfico de la Real Academia de Gonzalo Anes (obsérvese que Fernando del Rey, al referirse a Gil Robles en el texto que hemos citado, utiliza el mismo matiz que Luis Suárez en la biografía de Franco: autoritario frente a totalitario), ha sido financiado por el Ministerio de Educación.