La ilegitimidad del PP

Walter Benjamin dedicó buena parte de su vida a comprender y explicar por qué había nacido y triunfado el nazismo. La última reflexión la dejó escrita en unos apuntes titulados Sobre el concepto de historia. Benjamin creyó encontrar la razón del éxito de los fascismos en la idea de progreso, a la que la población europea había supeditado todo lo demás. No importaba lo que hubiese que sacrificar en beneficio del progreso, no eran otra cosa que florecillas pisoteadas al borde del camino, como había expresado Hegel. El futuro prometedor, lleno de felicidad, justificaba todos los sacrificios que hubiera que hacer en el presente. Si esos sacrificios afectaban principalmente a los otros, tanto mejor. Así fue como judíos, comunistas, extranjeros, pobres y sus adláteres acumularon esos sacrificios por el bien de la patria, que era el progreso.

Jorge Semprún expresó lo mismo en términos políticos en un artículo que publicó en 1990, Mal y modernidad: el trabajo de la historia, donde decía que cuando “las dictaduras generan el ‘mal radical’ de nuestros días”, lo hacen siempre “bajo la tapadera o justificación del ‘bien absoluto’ del mañana”. Pareciera que Rajoy hubiese bebido en las fuentes de esos pensamientos, criticados por Benjamin y por Sempún, la noche anterior a su toma de posesión del gobierno de España. Sufrid, nos dice Rajoy, porque estamos construyendo la felicidad de vuestros hijos.

Pero Benjamin descubrió también que los sufrimientos del presente, justificados por el futuro venidero, las víctimas reales del presente, eran arrojadas inmediatamente al olvido. Por eso, al resurgir el bienestar daba la impresión de que lo habían logrado los poderosos y no el sacrifico de las víctimas. Olvidados sus asesinatos, Hitler o Franco pasaban a ser grandes benefactores de la patria. Benjamin puso sobre la mesa a las víctimas y ese pensamiento definitivamente ha triunfado desde el final del siglo XX. Convirtió, además, ese descubrimiento en un axioma político, que expresó así: la capacidad liberadora de la clase oprimida que lucha se nutre de la imagen de los abuelos esclavizados, no del ideal de los nietos liberados. Las víctimas de los ajustes (personas paradas, trabajadoras de la empresa privada, funcionarias, pequeñas ahorradoras, pensionistas, pequeñas empresarias) tienen que convertirse en las protagonistas de la política, si desean liberarse y no quedar pisoteadas al borde del camino. Ahí está la línea divisoria y ahí debe forjarse la alternativa política.

El proyecto es muy difícil, porque la ideología dominante es la de los victimarios, pero tiene una cosa a favor, que es la ilegitimidad del partido en el poder. La ilegitimidad de su origen no hace falta razonarla mucho: fue creado por los ministros de Franco, que nunca han condenado la Dictadura. Hubo un momento, cuando Alianza Popular cambió el nombre por el de Partido Popular, en el que parecía que este partido comenzaba a adquirir una legitimidad por su ejercicio del poder, pero la última década ha certificado que eso no era así, aunque ya se intuía durante el rectorado de Aznar.

Primero, las dos últimas legislaturas en la oposición pusieron de manifiesto a un partido de la derecha carente absolutamente de lealtad; en la primera de esas legislaturas, se evidenció en el uso inefable que hizo del terrorismo, de la xenofobia y, sobre todo, de la crispación como método político (ver: https://marcelinoflorez.wordpress.com/como-si-el-pp-no-existiera/); en la segunda, con la utilización de la crisis económica, que, mejor que nadie, describió el ministro de Hacienda antes de serlo: dejad que se caiga España, que nosotros la levantaremos.

Y segundo, los meses, que parecen siglos, del gobierno de Rajoy. Nadie mejor que él ha expresado, también en este caso, la ilegitimidad: estoy haciendo lo que no quería hacer, ha dicho. Eso significa que está desarrollando un programa distinto de aquel con el que se presentó a las elecciones. Y a eso se le llama fraude electoral. Es un fraude idéntico al del 10 de mayo de 2010, sólo que mucho más gravoso para la población.

Rajoy podía haber resuelto este fraude mediante diálogo y pacto social, pero ha hecho justamente lo contrario. Ni siquiera se ha reunido con los dos principales sindicatos, convocantes de una huelga general medianamente seguida y de varias manifestaciones de claro, inequívoco y masivo seguimiento. (Debe recordarse que esos dos sindicatos son dos instituciones muy representativas, diga lo que diga la turba mediática. Cada cuatro años se ponen a prueba en elecciones sindicales y reciben en torno al 80 por 100 de los votos de las personas trabajadoras, unas elecciones en las que se vota masivamente, con porcentajes muy superiores a los de cualquier elección política). Ha despreciado, incluso, y quizá sea el mejor símbolo de su ilegitimidad en este ejercicio de gobierno, reunirse con los mineros, que mantienen una huelga absolutamente seguida y unas movilizaciones de pleno apoyo popular. Sólo la policía y el cívico comportamiento de la mayoría social mantienen a este gobierno en el poder.

Del Partido Popular no se puede esperar nada. Lo prueba la chulería que está exhibiendo desde que obtuvo mayoría parlamentaria y ha reforzado esa prueba con los aplausos estruendosos con los que los diputados de la derecha recibieron los recortes en sede parlamentaria. Tres de sus mujeres (¡qué mala suerte tenemos!) han testificado esta ilegitimidad: la ministra de Trabajo, que envía ilegalmente noticia de documentos confidenciales que custodia a la prensa amiga; la presidenta de la Comunidad de Madrid, que se burla de la acogida a los mineros por parte de la población madrileña; y la diputada Fabra, que insulta a la mayoría social al grito de ¡Que se jodan! (¡Cómo nos recuerda aquel lejano comed República!). Lejos de condenar esas tres actitudes, el Partido Popular las ha hecho suyas. No se puede esperar nada.

Sólo hay una salida: que se vayan. Claro, que no se van a ir  por más que las encuestas cambien de opinión. Por ello, hay que desarrollar la movilización con imaginación. Organizar un referéndum a través de la agrupación de todos los sindicatos y del máximo posible de movimiento social solidario podría ser una acción definitiva. Si aún fallase, pero triunfa la coordinación, quedan muchas medidas de desobediencia civil, que se harán irresistibles. Se impone la formación de un gobierno de técnicos, que en el plazo de un año convoque nuevas elecciones. Y aquí las personas perdedoras son las que tienen la palabra, los abuelos de Benjamin y no los nietos de Rajoy.