Nunca antes de ayer, 26 de noviembre, habíamos sabido que en Valladolid el franquismo reprimió a 7.000 nombres. Dos mil trescientos treinta y cuatro de ellos, al menos, fueron asesinados, la mayoría de los cuales permanecen desaparecidos en fosas comunes, muchas ni siquiera localizadas. Siete mil son muchos nombres en una provincia donde no hubo guerra y cuya población apenas sobrepasaba los trescientos mil habitantes. “Valladolid 1936. Todos los nombres” es el título del libro que nos lo cuenta.
Sigue habiendo mucha gente, familiares de víctimas entre ella, que continúa achacando la represión a los malos quereres. Ayer mismo, un señor del público, cuyos padre y abuelo habían sido condenados a treinta años aseguraba que eso era inexplicable, “porque no militaban en ningún partido ni sindicato”. Decía eso aun conociendo que fueron detenidos el día 19 de julio en la Casa del Pueblo junto a los otros cuatrocientos cuarenta y ocho socialistas de Valladolid, que serían juzgados en la Causa 102/1936. Pero Julio del Olmo, el presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Valladolid, se encargó de aclarar ese aspecto junto a otro paralelo, el que se refiere a la responsabilidad en los crímenes.
La represión fue masiva, pero fue selectiva. Ningún historiador propiamente dicho discute hoy que se ordenó asesinar a los cargos políticos representativos y designados, o sea, alcaldes, concejales, gobernadores, delegados; a los dirigentes de sindicatos y partidos políticos; y, también, a sindicalistas y militantes políticos de la base, pero que se habían significado públicamente. Así se sembró el terror en toda la población, terror que un día tras otro comprobamos que persiste, como ayer mismo pudimos públicamente constatar.
Hasta ayer, sin embargo, no conocíamos sus nombres y no sabíamos que sumaban ¡siete mil!. Estamos ante un crimen contra la humanidad, que es modélico, y que, también en esto modélico, permanece impune.
La otra precisión que hizo Julio del Olmo se refiere a la responsabilidad en el crimen. Aún no tenemos todos los documentos probatorios, porque los archivos que los contienen permanecen cerrados, pero ya hay pruebas suficientes para asegurar que la represión estuvo ideada y ordenada por el alto mando militar que se rebeló contra la República. Nada fue improvisado y todo se rigió por los métodos colonialistas que conocían bien los militares rebeldes africanistas. En Valladolid, cada paso estuvo controlado por el ejército y desde Saliquet, el general golpista, hasta el último guardia civil del último pueblo de la provincia, nada se escapó a la cadena de mando. Las “cuadrillas” de falangistas, que ejecutaban las detenciones y se responsabilizaban de los “paseos”, estuvieron encuadradas en el mando militar desde los primeros días y siempre actuaron bajo la dirección de los cuarteles. Los archivos demuestran que, aunque los juicios fuesen una pantomima, las condenas a muerte respondían a un análisis minucioso de cada persona detenida. Si había contradicción en los informes, se requerían otros nuevos, hasta que la autoridad judicial militar dispusiera de datos precisos.
Nada, pues, de improvisación y nada de malos quereres. Las listas que los pistoleros de las camionetas de la muerte llevaban consigo no las confeccionaban ellos, sino la autoridad competente.
Hoy conocemos los nombres, uno a uno citado por orden alfabético en cada pueblo y en la capital vallisoletana. Se acabó la discusión sobre la enormidad del crimen, que permanece impune. En la presentación del libro, Gustavo Martín Garzo musitó para nuestros oídos el relato del crimen con palabras templadas y corazón cálido; y Manolo Sierra nos contó que la portada del libro resume la experiencia del conocimiento del crimen desde la casa familiar en su Babia natal. Julio del Olmo, coordinador del libro, explicó el método de investigación y las conclusiones: más de siete mil nombres, que siguen reclamando verdad, justicia y reparación. Cuatro mujeres, hijas de las víctimas, dieron testimonio del dolor.
Marcelino Flórez