La primera vez que se me planteó esta cuestión opté por la legalización. No me podía oponer a la voluntad de unas mujeres explotadas, que reclamaban un derecho sindical. Además, yo era sindicalista. Eso pensé la primera vez y ahí he estado durante mucho tiempo, aunque sin prestarle más atención. Pero hace unos meses una amiga de la Coordinadora de Mujeres me pidió que hablase de la prostitución con motivo de la celebración del Día de los hombres contra la violencia hacia las mujeres. Y descubrí que no sabía nada de prostitución, ni siquiera era demandante de ese servicio. Tuve que ponerme a leer y la lectura cambió mi forma de ver el mundo.
Entre varios artículos y libros, quiero destacar tres de ellos: el libro de Magdalena López Precioso y Ruth Mestre Mestre, “Trabajo sexual. Reconocer derechos”; el artículo de Marka Markovich, “La trata de blancas en el mundo”; y el libro de Rosa Cobo, “La prostitución en el corazón del capitalismo”. Este último, de imprescindible lectura. Después de leer, me confieso radicalmente abolicionista.
Podemos analizar la prostitución desde dos miradas: la económica y la feminista. En perspectiva capitalista, la prostitución es una industria muy rentable, hasta tal punto que el mismísimo FMI ha llegado a aconsejar a algunos países pobres que promocionen el turismo sexual para paliar por esa vía la deuda. El problema es que es un negocio muy relacionado con la criminalidad: trata de mujeres, blanqueo de capitales, mafias.
El negocio, por otra parte, consiste en vender el cuerpo de las mujeres, cosa que siempre se ha considerado un abuso, una explotación. Los más liberales argumentan en este punto que si es un mercadeo libre, no habría nada que objetar. Y a esto se puede responder con el argumento que usaba Rouseau para explicar que el hombre no puede consentir su esclavitud en nombre de la libertad. Del mismo modo, una mujer no puede dar el consentimiento a su deshumanización en nombre de su libertad, pues no es otra cosa desprenderse de su cuerpo durante un rato.
Quedaría un argumento en esta perspectiva económica, que no soy capaz de rebatir: el de una prostituta aislada que ejerce el oficio voluntariamente, sin proxenetismo y sin relación con la pobreza feminizada. Ese caso, si existiese, no podría condenarlo desde la mirada económica, aunque se trataría siempre de casos individuales, no de tareas colectivas.
Otro punto de vista de la prostitución es el feminismo y aquí no hay duda: la prostitución es siempre una subordinación patriarcal. El hombre compra el acceso al cuerpo de una mujer y ni siquiera tiene que entregar una pizca de compromiso emocional, ni contraparte alguna de su propio tiempo de placer. Es la dominación perfecta, tal como fue instituída en el contrato sexual en el siglo XVIII y renovada y fortalecida con el neoliberalismo que nos envuelve. En perspectiva de equidad de género, la prostitución es la dominación pura, la alienación absoluta, la maldad perfecta. Por eso, desde el feminismo sólo cabe el rechazo a la prostitución, con más fuerza, si ello fuese posible, que el rechazo a la dominación de la mujer dentro del matrimonio, la otra premisa del contrato sexual impuesto por los ilustrados.
Cuando nos entregamos a la tarea de reflexionar, se caen abajo todos los estereotipos: la prostitución no es el trabajo más antiguo de la humanidad, sino la demanda patriarcal más vieja; la prostitución no protege de las violaciones, sino que las naturaliza; la prostitución no es un trabajo sexual, sino una subordinación patriarcal; la prostitución no depende de la urgencia sexual de los varones, pues muchos hombres han aprendido a saciar esas supuestas urgencias sin faltar al respeto a nadie; la oposición a la prostitución no es la última bandera del moralismo, sino el principio de la ética elemental. Para terminar, el problema no son las putas, sino los puteros. Y eso es lo que tienen que tener en cuenta las leyes.
Marcelino Flórez