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Corrupción y control del dinero público (I)

Uno de los mayores problemas de la política española actual es la corrupción. Numerosos políticos de la mayoría de los partidos, si no de todos, han tenido que pasar por los tribunales a causa de algún asunto relacionado con la corrupción. Hay casos de personas que han terminado ante los jueces a pesar de haber actuado con publicidad y, quizás, con buenas intenciones. Esto quiere decir que corromperse es fácil, pero también que existen mecanismos imprecisos que pueden conducir a caer en delitos de corrupción. Partamos, pues, del utópico principio de que todo el mundo es bueno.

Para evitar hasta los errores, es preciso que existan normas inequívocas y los principios generales deben figurar en la Constitución. Hay que conseguir que los políticos no puedan corromperse ni siquiera cuando lo pretendan. Lo primero, es necesario extraer de las competencias políticas cualquier elemento relacionado con el dinero o con los negocios y pasar esas competencias a los funcionarios. Para ello, hay que recuperar el buen nombre de la función pública, precisar competencias y responsabilidades, eliminar radicalmente los cargos de libre designación y, por supuesto, extremar el rigor en la inspección de la función pública y aplicar castigos ejemplares en los posibles delitos. No es una casualidad la relación entre la degradación social del nombre de los funcionarios, el abuso en la libre designación y el incremento de la corrupción. Esta España ha terminado pareciéndose a aquella otra, restaurada, donde existía una figura social, la cesantía, con un sistema bipartidista, que se repartía caciquilmente las prebendas públicas.

Las privatizaciones del patrimonio público, verdaderas desamortizaciones de nuevo tipo, tan queridas por los liberales, tienen que sustraerse de las competencias políticas. Aunque las circunstancias económicas hagan a veces inevitable la enajenación de una parte del patrimonio público, las decisiones al respecto han de tomarse siempre por mayoría cualificada y, si se trata de una cuantía significativa, deben ser ratificadas con referéndum entre las personas directa o indirectamente afectadas. Por supuesto, todo el proceso deberá ser ejecutado por funcionarios públicos.

Muy especialmente hay que legislar con rigor acerca de las ayudas y subvenciones que concede la Administración. Nunca podrán ser éstas una donación a particulares, sino que habrán de revestir el carácter de préstamo con interés, de compra de acciones o de contraprestación de servicios. Cuando se trate de la contraprestación de servicios de salud, de educación o de asistencia social, habrá de hacerse siempre con un carácter subsidiario y, mientras dure el convenio correspondiente, las empresas adjudicatarias deberán ajustarse a los principios de igualdad, mérito y capacidad para la asignación de las personas beneficiarias y para la contratación de las trabajadoras. El abuso de la patronal en la contratación y despido de personas trabajadoras dependientes de fondos públicos debe terminar inmediatamente. El control de todos estos procesos, evidentemente, estará a cargo de personas funcionarias.

Las subvenciones a asociaciones sin ánimo de lucro para realizar actividades de carácter social o cultural estarán sometidas a un riguroso control. Después de establecer el presupuesto y las condiciones para la concurrencia pública, las entidades deberán presentar proyectos, que serán evaluados por personas funcionarias conforme a baremos conocidos. La ejecución de los proyectos aprobados estará sometida a los controles tanto internos como externos que determina la propia Administración Pública.

Además de evitar la corrupción política, el dinero público nunca podrá servir de forma sectaria a intereses particulares. El clientelismo tiene que desaparecer enteramente de la escena pública. Podemos entender que cualquier neoliberal opte por adelgazar la acción económica del Estado. Lo que no podemos aceptar es que ningún neoliberal pretenda transferir la riqueza pública a sus clientes, como viene haciéndose, creándose un vasallaje administrativo. El dinero público es sagrado y su uso tiene que ser transparente e inmaculado. La experiencia de las cuatro últimas décadas enseña que estos principios deben estar debidamente constitucionalizados.

Marcelino Flórez