La idea de escuela pública, que recorre toda la etapa constitucional y toma cuerpo con las aportaciones de la Institución Libre de Enseñanza, del socialismo y del anarquismo de los primeros años del siglo XX, es una idea que encierra el afán por construir una sociedad más capacitada para relacionarse con la naturaleza, más equilibrada socialmente y dispuesta a ganar libertad para las personas.
A esta idea se opusieron siempre los creyentes en el liberalismo, para los cuales todos los individuos son iguales al nacer y las diferencias sociales nacen del diferente esfuerzo que cada cual emplea en su vida, con una pequeña aportación de sus cualidades naturales. Nunca tuvieron en consideración los liberales las diferencias sociales originarias. Por eso, despreciaron la labor de la escuela común. Por eso y por el propio interés de que las cosas, muy favorables para ellos, no cambiasen.
Entre esos dos polos se coló el factor católico, el conocido como pensamiento social católico. Coincide este pensamiento con el liberalismo en que el Estado ha de ser subsidiario y atender sólo aquellas cosas que no desarrolle la sociedad civil. Hay espacios de la vida humana, donde los católicos no sólo exigían que el Estado se apartase, sino que reclamaban el monopolio. Uno de esos espacios es la moral. De hecho, desde el principio del sistema constitucional español, la Iglesia católica ejerció la censura sobre la moral pública, lo que incluía el control incluso de la ciencia. Para ejercer el control, esa Iglesia determinó que tenía que monopolizar la enseñanza. Esta idea se desarrolla paralelamente al conflicto que los católicos mantienen con el liberalismo filosófico, primero, y con el socialismo, después. Así fue como España se llenó en los primeros años del siglo XX de colegios católicos para educar a los hijos de la burguesía. Durante el franquismo, los clérigos aprovecharon la situación de favor para completar el mapa de implantación docente, de manera que, al terminar la Dictadura, la Iglesia católica tenía de hecho el monopolio de la enseñanza media y la mayor parte de la enseñanza primaria urbana en sus manos.
Sobre esa realidad social se construyó la Transición y aquí tampoco hubo ruptura. Para asegurarse el statu quo, la diplomacia vaticana negoció y obtuvo dos éxitos paralelos: la cita del nombre “Iglesia católica” en el artículo 16 de la Constitución y los Acuerdos Vaticanos, firmados un mes después de aprobada la Carta Magna, aunque negociados anteriormente. Lo que sí hubo, ya en democracia, fue un pequeño susto cuando los socialistas en el poder decidieron hacer nuevas leyes educativas. Pero la movilización católica obtuvo nuevamente un éxito político: primero, logró institucionalizar la doble red, pública y concertada, en la LODE de 1985; y después, gracias a una heterogénea alianza, logró hacer fracasar la LOGSE de 1990. No hizo falta más que esperar la oportunidad de reglamentar y aplicar los reglamentos para que el factor católico culminase su éxito. La LOGSE, lejos de poner en peligro a la escuela católica, generalizó los conciertos educativos, convirtió en subsidiaria a la escuela pública y produjo un trasvase enorme de alumnado hacia la escuela privada.
La privatización de la enseñanza que ha completado el Partido Popular en su gestión de la Administración educativa regional, incluyendo los desvergonzados ataques de la Comunidad de Madrid contra la escuela pública, hubiera sido imposible sin la justificación ideológica que proporciona el factor católico. El resultado, además, será duradero, porque ha logrado una reversión moral en el viejo pensamiento solidario y algunas personas han optado por la vía de la segregación con el argumento de desear lo mejor para sus hijos. Esta decadencia moral sí que será difícil de transformar.
Pero acabamos de iniciar una nueva era y el descalabro educativo habrá de situarse de nuevo en el primer plano. La reivindicación vuelve a ser la escuela pública, la misma para todos y todas. La escuela privada deberá volver a ser libre y autónoma. No estoy proponiendo que se termine con los conciertos educativos. Digo que los conciertos educativos, igual que todo lo demás que se financie con dinero público, han de ser gestionados por la sociedad organizada en un Estado, en este caso concreto por la Administración educativa.
Por lo tanto, el profesorado ha de pasar a ser funcionario y seleccionado como el resto del profesorado; el alumnado ha de ser matriculado en función de la proximidad al centro escolar, sin discriminación alguna; y el currículo ha de ser el mismo en todos los centros financiados con dinero público. Si el edificio es privado, habrá que pagar la renta que se pacte.
El que no quiera control público que no acepte dinero público. Se dirá “Pero ya pagamos impuestos”. Bien, como se trata de un derecho básico y de una actuación obligatoria, la enseñanza entre los 6 y los 16 años, podrá desgravarse a las personas o familias que opten por una enseñanza privada el mismo porcentaje en su IRPF que cada año presupueste el Estado para la educación.
Cualquier otra cosa es abuso y el factor católico ya no sirve de excusa. ¿Se imaginan ustedes el ahorro presupuestario que una enseñanza, así planificada como manda la Constitución, aportaría? Pues, además de ahorro, aquí estamos hablando de equidad. Hay que atreverse a poner esto en los programas políticos y buscar la mayoría social que lo haga posible.