La palabra neoliberalismo se ha desgastado. Se ha usado tanto y de una forma tan etérea, que ha vaciado su contenido. Por eso, me limito a identificar el concepto con personas, que se autodefinen como liberales modernos: Ronald Reagan, Margaret Thatcher, José María Aznar o, más actuales, David Trump, David Cameron, Mariano Rajoy; o con partidos: Partido Republicano, Partido Conservador, Partido Popular.
Todo comenzó con la “reconversión industrial” y con la eliminación del empleo público. Las fábricas desmanteladas trasladaron su producción a países empobrecidos o emergentes, con gobiernos autoritarios, por lo común, y carentes de organizaciones sindicales. Los trabajadores expulsados de las fábricas fueron reconvertidos en pensionistas, con prestaciones recortadas, que el alargamiento de la vida va reduciendo a la insignificancia. El empleo público privatizado se entregó a los amigos de pupitre, que recolocaron a sus donantes mediante las puertas giratorias. Las nuevas empresas privatizadas se poblaron de trabajadores, extranjeros en muchos casos, con salario mínimo. Así fue como se produjo la gran transferencia de riqueza desde el sector del trabajo al sector del capital. Los capitalistas enriquecidos se entregaron a la especulación financiera, hasta que la gran burbuja estalló en el año 2008 y fue sumergiendo al capitalismo en la mayor crisis de su historia.
La cohesión social se mantuvo mientras perduró el gasto en obras públicas: vías férreas, autovías y una variada gama de perlas negras (en Valladolid se conoce como La Perla Negra a un edificio financiado por la Junta de Castilla y León en la vecina localidad de Arroyo de la Encomienda, que es uno de los modelos de malversación del dinero público en el periodo de crecimiento); y mientras perduró el gasto en servicios sociales: dependencia, conciliación de la vida familiar y laboral, sanidad, educación. El uso de ese dinero público sirvió al mismo tiempo a otros dos fines: el enriquecimiento ilícito, en lo que conocemos como corrupción política, y el debilitamiento del sindicalismo obrero, gracias a una importante red clientelar que se adueñó de los medios de comunicación.
Cuando avanzó la crisis y el gasto público se recortó drásticamente, el empleo derivado desapareció y las pequeñas empresas, sin crédito y sin la demanda de los obreros en paro, comenzaron a caer en cadena. La ruina se generalizó.
En el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, aunque el responsable era Cameron, mucha gente creyó ver al culpable en la inmigración, de la que se culpó a la Unión Europea, y una ola de xenofobia propició el brexit. Ahora se hallan en las lamentaciones, un poco tarde.
Lo que acaba de ocurrir en el Reino Unido se ha repetido insistentemente a lo largo de la historia. Los pogroms o persecuciones de judíos, por ejemplo, se repitieron insistentemente con motivo de cualquier crisis de subsistencia durante siglos, especialmente en España o en Europa Oriental, hasta que Hitler lo elevó a inefable con el Holocausto durante la gran depresión de los años treinta. Estas derivaciones aberrantes de las crisis económicas necesitan siempre de algún auxiliar. En aquellos tiempos, la Iglesia católica fue el factor necesario para las persecuciones judías, aunque en otras ocasiones fueron los propios clérigos católicos quienes se convirtieron en objetivo de las masas enfurecidas. Esta es precisamente la otra cosa que necesitan las crisis para que deriven en conflicto, masas enfurecidas, como las que ahora hay. Y estas masas tiene que ser suficientemente analfabetas, ese tipo de gente a la que un recordado alcalde de Getafe llamó “tontos de los cojones”, que Íñigo Errejón llama “gente plebeya” y que Marx solía denominar “lumpenproletariado”.
Lo que ocurre habitualmente en el Reino Unido y en España es que más de la mitad de la población es analfabeta en política. Mucha, muchísima gente lo confiesa: no entiendo de política, dicen, o no me interesa la política. Luego votan. ¿Y qué votan? Pues lo que ven en la tele, donde también Rajoy es el más requerido.
Para que sea políticamente eficaz, este analfabetismo tiene que ir acompañado de una amoralización de la sociedad. Es necesario que la gente haya perdido ya la conciencia ética, esa conciencia que posibilita diferenciar el bien del mal. De lo contrario, no podrían avalar con su voto la xenofobia o la corrupción o los otros males que nos rodean, como es el empobrecimiento de pensionistas y de trabajadores activos. Cuando los custodios de la moral, que solían ser las iglesias, pierden su autoridad, y eso es lo que ocurre ahora, y cuando no hay una fuerza social que los sustituya, se hace muy difícil combatir los efectos del neoliberalismo. Pero lo que está en juego en la investidura de Rajoy es esto: ética y política. Quien no lo vea llegará a pagar las consecuencias, más pronto o más tarde.
Marcelino Flórez