He tenido la suerte de estar de viaje durante el último mes y, gracias a eso, me duele menos la cabeza que al común de la gente a causa del repiqueteo sobre Cataluña. Por fin, ha terminado el procès y podemos retomar el camino.
Quiero comenzar la nueva vida denunciando la falsedad, que ha sido la enseña de todo el proceso. Primero fue el eufemismo del “derecho a decidir”, que sustituyó, ocultándolo, al concepto de independencia. La falacia tuvo éxito y agrupó a mucha gente bienintencionada.
Después fue la actuación policial del 1-0, cuya indefendible acción sirvió para ocultar nuevamente la verdad: las leyes derogatorias de la Constitución y del Estatuto, así como la forma de elaborarlas. De eso no hemos tenido que hablar, gracias a los palos de la policía, ordenados por Rajoy.
Finalmente, el 155 acaparó la escena, sobre todo entre la gente que se ha situado de perfil durante todo el procès. Y así no hemos tenido que hablar de una producción etérea de independencia.
Reconozcámoslo: durante todo el procès no se ha hablado nada de lo real, la independencia. De su oportunidad, de los bienes o males derivados, de la solidaridad o insolidaridad aparejada, de su arcaísmo o modernidad, de su contribución a la paz social o a la guerra, de su inserción en el mundo globalizado, de la creación de más fronteras. No hemos hablado de nada, pura posverdad.
Y todo, tapado con las banderas, rojigualda para unos, estelada para los otros. ¿Qué bien han tapado las banderas las vergüenzas de la corrupción y del mal gobierno! Y qué difícil nos está resultado desvelar la falacia, más aún cuando una parte de la autodenominada izquierda se ha apuntado con todo su bagaje a la posverdad.
No quiero cejar en la denuncia de la falacia, la del 2 de marzo y la del procès, sin cuyo reconocimiento será imposible dar un paso adelante, pero el esfuerzo prefiero emplearlo en lo que ha de venir. Y mi opción es federalismo, para que, hechas transparentes las banderas, veamos a los “republicanos” y a los “españoles” desnudos: corruptos, unas veces, inútiles, siempre, e incapaces de dar una respuesta a las necesidades sociales de la vida real.
(Acababa de escribir esto, cuando me enteré de que Puigdemont, con otros cinco, habían huído a Bélgica. Es el perfecto certificado de la posverdad, esta vez en forma de comedia).
Marcelino Flórez
Como decimos en mi pueblo, «con eso no dices na y lo has dicho to».
Podemos dedicar un rato a las banderas fuera de Cataluña, mejor.
Si ya antes me daban sarpullido, ahora puedo gritar con toda tranquilidad que una bandera privatizada ya no sirve de bandera común. No hay más remedio que cambiarla.
Buenos días Marcelino.
Se califica de post-verdad el mensaje emocional, con total indiferencia hacia la verificabilidad de su contenido racional. Es decir, apelación a las emociones sin conectar necesariamente con la realidad.
Desde este punto de vista me llama la atención que no menciones la otra post-verdad. Porque ¿no podría calificarse también de post-verdad el mensaje «España se rompe, el 155 lo resuelve»? Es decir, ¿de verdad es racional afirmar que Catalunya puede ser gobernada en diferido y desde la distancia? ¿Que basta la coacción jurídica para cambiar una identidad social movilizada? ¿Dónde está la política?
Menos mal que alguien ha debido aconsejar a Rajoy para que dure lo menos posible, porque los sainetes largos pueden acabar en drama.
Saludos, V.J.