Retaguardia roja, un fiasco

Encargué a mi librero la obra de Fernando Rey, Retaguardia roja, cuando vi que la Universidad de Salamanca anunciaba la presentación, acompañada de un debate, como suele hacer. Leí alguna reseña que iba con el anuncio, casi todas de prensa conservadora y, por lo tanto, elogiosa, pero hice el encargo. Todavía sin romper el plástico que lo envolvía, parecía que iba a leer un libro sobre la Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española, que tal era el título.

La primera decepción estaba en el prólogo. No era un libro sobre la retaguardia roja, sino sobre la provincia de Ciudad Real durante la guerra. El autor explica que el título es una decisión de la editorial. Sin duda, el aspecto comercial ha sido exitoso, pues yo no habría comprado el libro de no haber tenido un título engañoso. Bien es verdad que, aunque la investigación es local, las explicaciones de los hechos tienden a la generalización y se refieren a todo el territorio español. Y es que, en realidad, el libro es una especie de ensayo sobre la visión que el autor tiene acerca de la retaguardia roja, aprovechando, en este caso, que el Guadiana recorre la provincia de Ciudad Real, ya que allí no tienen al Pisuerga.

Reconozco, antes de nada, que la investigación tiene un mérito indudable, haber hecho el recuento nominal de los asesinados y de los asesinos. Lástima que ese recuento aparezca tan disperso y no se haya registrado en un cuadro, que no sumaría más del uno o el dos por ciento al contenido del libro, unas quince páginas a sumar a las seiscientas cincuenta y cuatro.

Pero ese no era el objetivo del libro, aunque lo fuese de la investigación, sino que era precisar las cuestiones sobre las que «no hay un consenso establecido» -p. 21-. Particularmente, el autor se propone demostrar que los asesinatos no fueron espontáneos, sino organizados y a ello dedica expresamente el capítulo 14. «Mucho se ha escrito sobre las intenciones exterminadoras de los guías que inspiraron el golpe de Estado», escribe, citando a Reig Tapia, Moreno Gómez y Espinosa en una nota genérica, que es, por lo demás, la forma más habitual de citar en todo el libro. Y continúa: «Muy poco se ha reparado sobre el hecho de que en el campo contrario, bastante antes de que estallara el conflicto bélico, muchos entendieron la situación exactamente en los mismos términos, abrigando la esperanza de erradicar a sus enemigos de la faz de la tierra» -377-. En este caso no cita a nadie, pero todos sabemos que se refiere a sus Palabras como puños, que ya comentamos en este blog (cuidado-con-los-historiadores). Dejo a un lado la inmoralidad que encierra este planteamiento de la equidistancia en sí mismo y que ya denunciara Primo Levi, para fijarme en lo esencial, en el núcleo argumental.

En lugar de los historiadores citados, podría Fernando del Rey haber acudido al Auto de 16 de octubre de 2008, del Juzgado Central de Instrucción nº 005 de la Audiencia Nacional, firmado por Baltasar Garzón Real, donde las «intenciones exterminadoras de los guías» están certificadas en sede judicial, lo que da una garantía de veracidad: las Instrucciones de Mola, los Bandos de Guerra y los subsiguientes Juicios Sumarísimos de Urgencia. Se trata de normas «ilegales» e «ilegítimas«, como dice el propio Auto, pero con pleno valor normativo. Esas normas son las que hicieron posible el asesinato de miles de personas en Badajoz a partir del día 14 de agosto o el juicio contra 448 vallisoletanos, detenidos en la mañana del día 19 de julio en la Casa del Pueblo y juzgados el día 2 de septiembre en Valladolid, de los cuales 40 fueron condenados a muerte y ejecutados antes de terminar el mes, 362 fueron condenados a 30 años, 27 a 20 años; y 19 resultaron absueltos, alguno por ser menos de edad. Se trata de crímenes acordes con la norma y que, por lo tanto, han permanecido impunes hasta el momento.

En vano buscará el lector un solo documento comparable no ya a los Bandos de Guerra, ni siquiera algo parecido a las Instrucciones de Mola. Verá el lector que se habla de «red de contactos interlocales»; «no actuaron de forma aislada»; «vínculos con el exterior, perceptibles sobre todo a escala comarcal»; «a cubierto de los llamamientos -públicos o privados- del Gobierno», pero no hallará una prueba, por mucho que se esfuerce en buscarla. Las «pruebas» no pasan de sospechar que llamarían por teléfono o la coincidencia de los mismos nombres en unos lugares y otros, hasta llegar al máximo nivel de demostración: «Pero los individuos sólo se encargaban de cumplimentar las sacas, porque en realidad las órdenes procedían de más arriba, de las ‘autoridades rojas'»-348-. Prueba contundente, que se basa en el Informe del Director de la Prisión Provincial de Ciudad Real, del 31 de enero de 1941 … para la Causa General, evidentemente.

En el capítulo siguiente, La conexión con Madrid, uno espera encontrar lo que no aparecía en el capítulo 14, pero no hallará más prueba que el hecho de que alguno de los habitantes de Ciudad Real fueron asesinados en Madrid, probablemente al ser denunciados por sus propios paisanos. Esa es la conexión, nada de órdenes o indicaciones del gobierno o, al menos, de los dirigentes de los partidos o sindicatos responsables de las milicias. Nada, desde luego, de «las autoridades rojas».

El objetivo, por lo tanto, del libro resulta un fiasco. No sólo no demuestra relación alguna de los Comités territoriales con las autoridades rojas, sino que constantemente se observa en el relato la presencia de «la multitud anónima, ‘las turbas’, ‘las masas’, actuando aparentemente movidas por la ‘ira popular’, el ‘odio de clase’ o ‘la justicia del pueblo'» -451-, expresiones, por cierto, que aparecen reiteradamente en la síntesis«La Dominación Roja en España. Causa General instruida por el Ministerio Fiscal, 1943». Y no es que esa interpretación de los asesinatos haya «seducido a no pocos historiadores», es que es lo que se deduce de la lectura de Retaguardia roja. Justo lo contrario de lo que pretendía demostrar, aunque es difícil que pudiera llegar a otro lugar con las fuentes utilizadas; y parece que ese déficit no ha logrado resolverlo el método, que no es otro que «el olfato del buen historiador» -25-.

Por razones de interés personal, he dedicado más empeño a la lectura del capítulo 18, Clerofobia, que trata del «problema de la persecución religiosa y los impulsos liquidadores que se manifestaron en torno a ella» -23-. En lo que se refiere a los hechos, hace un recuento pormenorizado de víctimas y destaca la rapidez en su ejecución. Fueron las primeras y más numerosas víctimas de todos los grupos sociales analizados. Pero lo que guiaba mi interés era la calificación de «persecución religiosa», un concepto teológico, que merecería un riguroso análisis historiográfico. Mi esperanza en esto también fue vana. El autor lo resuelve asumiendo la interpretación eclesiástica que arranca de Pío XI: es un proyecto del comunismo -el autor dice marxismo-, que tiene dos precedentes en la revolución rusa y en la cristiada mexicana. Una hoja y dos citas generales de estudiosos del anticlericalismo constituyen todo el bagaje para asentar el concepto de persecución religiosa.

Si todo el libro está cargado de prejuicios ideológicos, este capítulo 18 supera al resto con diferencia. Ocurre, además, que resulta muy contradictorio, pues la interpretación que más reitera para entender la clerofobia es la disputa del poder, no una supuesta persecución religiosa: «Sin duda, es en el terreno de la lucha por el poder donde pueden encontrarse las principales claves del fenómeno anticlerical de 1936» -441-. Podíamos estar de acuerdo, pero es una pena que no se haya esforzado en probar esa hipótesis y se haya limitado a una recopilación de relatos ya publicados en los martirologios o en la obra del obispo Montero. Termina siendo uno de los capítulos más inútiles del libro, aunque sea también uno de los más significativos ideológicamente, pues certifica que, efectivamente, el libro trata de la visión que el autor tiene de la retaguardia roja, algo de sobra conocido por su obra anterior.

Marcelino Flórez

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