Debe estar fuera de duda que el franquismo logró aglutinar a toda la derecha española. Falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos y católicos gobernaron, primero, como triunfadores y, poco a poco, integraron al resto de la derecha social que alguna vez pudo estar cerca de la República. Desde los años cincuenta toda la derecha colaboraba con el régimen, al tiempo que la mayoría de la población, subyugada por el terror, consentía que las cosas siguiesen su curso. No existe en el franquismo una oposición de derechas.
Es verdad que en la última década del régimen se escindieron algunos grupos. Unos tomaron una dirección socialdemócrata, como es el caso del partido dirigido por Dionisio Ridruejo, otros siguieron la ruta demócrata-cristiana, liderada por Joaquín Ruiz Jiménez. La figura de José María Gil Robles no merece el calificativo de disidencia, sino de revisión de conciencia. Ninguna de esas escisiones en la derecha franquista sobrevivió a la democracia y terminaron desapareciendo o insertándose en los partidos resultantes de la Transición.
Los observadores políticos se sorprenden por lo que consideran ausencia de la extrema derecha en la democracia española, habiendo sido, como objetivamente era, tan numerosa la adhesión al franquismo. Suelen fijarse estos sorprendidos en Fuerza Nueva y en los restos falangistas, que no logran reunir más que unos puñados de personas y de votos aquí o allá. Pero olvidan estos observadores, como ya notaron los sociólogos y como ha reconstruido con método historiográfico Ferrán Gallego (Puede consultarse el artículo de este autor en la Revista de Historia Contemporánea, AYER, nº 71, 2008: “Nostalgia y modernización. La extrema derecha española entre la crisis final del franquismo y la consolidación de la democracia -1973-1986-“), que el franquismo optó por dos vías en su etapa final, además de la vía que siguieron los reformistas del régimen, agrupados en la UCD. Una la protagonizaba Blas Piñar; la otra, Manuel Fraga. Fue esta última la vía que terminó triunfando. La confusión que afecta a estos observadores políticos está muy relacionada con la persistente confusión acerca de la interpretación del franquismo y con el mito de la Transición, confusión y mito que lentamente van siendo delimitados por la historiografía.
Alianza Popular es, pues, la herencia que triunfó del franquismo y la que ha terminado aglutinando a toda la derecha española. Pero Alianza Popular, formada por ministros de Franco y fortalecida con innumerables alcaldes del franquismo, es lo que comúnmente se llama extrema derecha en Europa. Conscientes los propios dirigentes de esta situación y asesorados por el lobby mediático, que ha sustituido a la antigua intelectualidad, procedieron a su refundación con el nombre de Partido Popular en 1989. Además de denominarse “de centro”, que no es ninguna definición ideológica, se esforzaron por identificarse con la democracia cristiana europea, quien gozosamente les abrió los brazos. Pero tenemos que preguntarnos si el congreso de 1989 fue capaz de producir una trasmutación de las ideas y de las personas, que lograse arrancar sus raíces franquistas y sustituirlas por los principios democráticos homologados en Europa.
Tanto la derecha social, como la derecha ideológica quisieron entender que sí, que se había producido un renacimiento desde unas cenizas del pasado. Así fue cómo la derecha española perdió la vergüenza que venía arrastrando desde el franquismo y la primera etapa de la Transición. Recuperó la autoestima, se reagrupó, engullendo los restos de la UCD y del CDS, y alcanzó el poder democráticamente. Bien es verdad que contó con la inestimable ayuda de la pinza ejecutada por la IU de Anguita, lo que sirvió para legitimar ese proceso descrito. Ya no se trataba de aquella ambivalente legitimación que ofrecía Felipe González cuando incorporaba a Fraga al sistema de la Transición española, afirmando que “le cabía el Estado en la cabeza”, sino de la inequívoca legitimación que aportaba la “izquierda transformadora” a través de un pacto más o menos explícito para expulsar a los “revisionistas” del poder. La legitimación se amplió cuando Aznar, hablando catalán en la intimidad y un poco de vascuence, incorporó la anuencia de la derecha periférica, ésta sí homologada en Europa, el PNV de Arzallus y la CIU de Pujol y Durán Lleida.
Sostengo que el cambio representado por Aznar, o sea, por el PP no existe, sino que trata de una mera ficción mediática. Es un asunto sólo de propaganda, elaborado por técnicos en los despachos para ser vendido. Si bien es cierto que el envoltorio tiene un mercado asegurado. Pero es precisamente este mercado el que prueba la tesis: no ha habido cambio ideológico significativo en buena parte del electorado de derechas y, por lo tanto, tampoco puede haber ese cambio en el partido de la derecha. Si la primera legislatura de Aznar pudo producir en algunos el espejismo de la transformación, la segunda, sin ataduras, dejó claro que las esencias permanecían inmutables. Pero ha sido durante el tiempo en que Rajoy ha estado en la oposición cuando mejor se ha apreciado la pervivencia del origen.
Entre las primaveras de 2004 y de 2008 el Partido Popular hizo gala del mantenimiento de la pureza ideológica extrema: lo hizo en el tratamiento que dio al terrorismo; lo hizo en la posición que mantuvo ante la reforma de los Estatutos, particularmente ante el estatuto catalán, de ancestrales reminiscencias en la ideología derechista; lo hizo en el alineamiento público con el integrismo católico; lo hizo en el uso de la inmigración con criterios xenófobos; lo hizo, en fin, en las formas, unas formas crispadas, que traducían odio y resentimiento. Nada de lo que hizo y de lo que dijo el Partido Popular en ese periodo en los aspectos señalados (y no trató de otras cosas, salvo el tremendo lastre que le suponía empecinarse en la gran mentira sobre el 11-M), nada, digo, se diferenciaba de los discursos de la extrema derecha italiana, que volvería a gobernar, de la extrema derecha francesa (recuerden las alabanzas que le hacía Le Pen) o de la extrema derecha austriaca. Decían los sociólogos que practicaba esa política y defendía esas ideas para asegurarse la permanencia del electorado propio. Decían eso y ahí quedaba el análisis, como si ese electorado asegurado fuese algo neutro.
Pues bien, ese electorado para el que hay que elaborar ese discurso de extrema derecha, único discurso que recibe con agrado y le afianza en sus posiciones políticas, ese electorado, base del Partido Popular, es el electorado procedente del franquismo, que había desaparecido de la vista de los observadores políticos. La pervivencia de ese electorado y su crecimiento numérico tiene mucho que ver con la estrategia consciente que la derecha política viene desarrollando desde la Transición, en la que prima siempre la desideologización política, que suple con propaganda y con adhesión al integrismo religioso. Pero esto no hubiese sido posible, si no hubiese desaparecido la crítica intelectual y política a ese falseamiento mediático, al que asistimos impasibles, si no se actuase como si el PP no existiera.
Más aún, mientras contemplábamos la escenificación de la crispación entre 2004 y 2008, la inmensa mayoría del pensamiento que se hace público hablaba de la derecha con normalidad, como si su comportamiento fuese lógico, situándolo siempre en paralelo y en el mismo plano que la izquierda. De hecho, la enorme agresividad política del resentimiento, que respondía a la exclusiva estrategia del Partido Popular, era presentada en público, tanto por parte de la nueva especie de los tertulianos, como por los escritores políticos, como una agresividad de populares y socialistas por igual. Algunos protagonistas mediáticos llegaban a decir que esa agresividad era propia de “la política” o de “los políticos”, contribuyendo así a fortalecer y legitimar el discurso extremista del apoliticismo.
Pero el PP perdió las elecciones en 2008 y sufrió una aparente catarsis. El decimosexto congreso fue una revisión en toda regla de la estrategia desarrollada y, según decían los medios, una revisión de la ideología del partido. En primer lugar, esto no sería más que la constatación del análisis que venimos haciendo y que Rajoy ha expresado diciendo que no quiere que se vuelva a votar a otros por miedo a su partido o con expresiones similares, que no son sino el reconocimiento del discurso extremista desarrollado. Para demostrar que la revisión era creíble, comenzaron apartando a las personas que habían protagonizado la estrategia del rencor: Acebes y Zaplana, las caras de todos los días en la televisión, desparecieron de la escena pública.
La renovación de las personas, sin embargo, no fue completa, pues permaneció Rajoy, precisamente la persona que mejor encarna el origen y la evolución del partido. Como era previsible, permaneció el mismo discurso. Después de unos primeros momentos dubitativos, los gestos del resentimiento volvieron al primer plano de la estrategia de los populares. Las escenificaciones de Montoro sobre la crisis económica o las demagogias persistentes de Soraya Sáez de Santamaría, Dolores de Cospedal, Esteban González Pons y las otras caras que han ido ocupando el espacio mediático no han sido sino una reproducción mimética de la legislatura anterior. Nuevamente, durante tres largos años, hemos sido convocados al odio. Nada ha quedado al margen de la estrategia crispadora: el uso del terrorismo; la enseñanza, donde se negaron a firmar un acuerdo que recogía casi la totalidad de las propuestas de la derecha; la xenofobia, convertida una y otra vez en arma electoral; la utilización de las Administraciones Públicas como sectas partidarias, sin un ápice de sentido de Estado; los manejos para tratar de ocultar la práctica de la corrupción; el alineamiento con el integrismo católico; y, sobre todo, la actitud ante la crisis económica, donde no sólo no han aportado nada, sino que han procurado cada día debilitar la confianza exterior. Los sociólogos nos dirán de nuevo que es la estrategia para conservar el voto de su base social, mientras Rajoy pone cara de bueno y se declara moderado y centrista, después de haber permanecido casi mudo durante ocho años. ¡Como si esa base social fuese algo neutro y la estrategia del odio, una banalidad!
Donde la evidencia de la pervivencia del origen en el PP se pone mejor de manifiesto, sin embargo, es en la defensa del franquismo. Lo vimos con motivo de la elaboración de la conocida como Ley de Memoria histórica y se puso nuevamente de manifiesto con los autos del juez Garzón acerca de la represión franquista. En este último caso los nervios invadieron por igual a la dirección política de la derecha y a su base social, representada en la turba mediática (infame turba de nocturnas aves), que monopoliza casi la información en España; en la nueva especie de los tertulianos, que en esta ocasión han dejado constancia, en palabras de Manuel Rivas a la Cadena SER, de “una mezcla de ignorancia e inmisericordia”; y en el comentarista anónimo, el vecino de al lado, ese votante sigiloso que sigue pensando y, a veces, diciendo que Franco hizo algunas cosas buenas, es decir, que sigue justificando la dictadura.
Y los nervios se han adueñado de la derecha porque Garzón ha calificado los crímenes del franquismo como un crimen contra la humanidad. Nada de lo que ha dicho el juez Garzón era desconocido para los historiadores, que en los últimos veinte años habían logrado finalmente demostrar el “plan de exterminio” que proyectaron y ejecutaron los rebeldes contra los republicanos, aunque los avances científicos de la historia siguieran siendo negados por los revisionistas, que surgieron paralelamente al aumento del conocimiento sobre la represión, liderados por Pío Moa. Pero ahora ya no cabe el revisionismo, porque nos hallamos ante una calificación jurídica de los hechos: crimen contra la humanidad, crimen imprescriptible, que sigue reclamando justicia; y es que, como escribía Antonio Elorza en EL PAÍS el 1 de noviembre de 2008, “de los dirigentes nazis a Karadzic, una calificación adecuada de los crímenes vale más que una cascada de libros”.
El discurso regresa, entonces, a la defensa del olvido, a “no abrir heridas”, por más que ninguna persona que sufre las heridas sin cerrar después de tantos años haya podido olvidar. Tampoco van a olvidar los que compadecen a las víctimas, porque cuanto más se vislumbra la verdad, más imperiosa se torna la necesidad de justicia. Y éste es el callejón sin salida de la derecha: al ser heredera del franquismo, tanto en su dirección política, como en su base social, sólo puede existir en el olvido y se quiebra con la memoria de las víctimas.
Mientras la derecha española siga representada por el Partido Popular, el dilema no tiene solución o hay que remitir la solución ad calendas graecas. Pero éste no es sólo un problema de la derecha, que es la que ha de pensar su futuro, sino también de la izquierda, cuyos partidos tienen la permanente necesidad de negociar con el Partido Popular. Del mismo modo que la solución del terrorismo etarra ya no puede ser dialogada, después de la tozuda reincidencia de los terroristas en sus tesis, la persistente estrategia de fomentar el odio por parte del Partido Popular, su negativa a cualquier clase de negociación y su tendencia intrínseca a convertir la política en demagogia populista, está haciendo llegar la hora en que la izquierda tenga que actuar como si el PP no existiera, aplicando la tesis de Pierre Vidal Naquet para los revisionistas, acerca de los cuales, decía, se puede discutir, pero con los cuales no se discute.
Marcelino Flórez Miguel