En los orígenes de la Transición, la editorial La Gaya Ciencia publicó una colección de divulgación política, cuyo primer título fue “¿Qué son las izquierdas”. Lo escribió don Enrique Tierno Galván y, al ojearlo ahora, veo lo anticuado que está, a pesar del viejo y añorado profesor. Lo he ojeado, porque uno de mis últimos insomnios (lo compenso después con la siesta) estuvo dedicado a reflexionar sobre qué es la izquierda ahora.
Encontré en mis reflexiones que la mejor definición sería la que se esconde en el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Como se ve, no es más que la actualización de los valores de la Revolución Francesa, o sea, de la Ilustración: libertad, igualdad, fraternidad. Algunos dirán que esos valores también pueden hallarse a la derecha, pero si los diseccionamos, observaremos que no, que trazan la frontera entre los espacios geográficos, algo permeables por otra parte, que forman la derecha y la izquierda.
La defensa de la libertad equivale en este momento a la defensa de la totalidad de los Derechos Humanos, porque ha sido ya demostrado y asumido así por las Naciones Unidas que esos Derechos, además de universales, forman un bloque inseparable. El único límite que los Derechos encuentran para su realización es el respeto a los Derechos de las demás.
En términos políticos, el concepto que mejor recoge este valor humanista de la libertad es el de soberanía. Y la soberanía hoy se entiende como soberanía popular, es decir de todas las personas. El pensamiento o la acción que limite esta soberanía no es de izquierdas. Por ejemplo, con el tema del aborto: la reforma que propone Gallardón no pretende evitar el aborto (se mantiene legalizado en determinados supuestos), sino transferir la decisión soberana de la mujer a otras instancias: padres, médicos, jueces; es decir, privar a la mujer de su soberanía.
La limitación de la soberanía consiste en todos los casos es pasar esa capacidad a instancias distintas de la persona, normalmente a los dioses y hablamos, entonces, de teocracia, o a los Estados y lo definimos, en ese caso, como totalitarismos. En el momento actual, se ha puesto de manifiesto un tercer receptor, muy potente, de la soberanía. Son los mercados, que encarnan la soberanía del capital.
Garantizar, pues, la soberanía popular, por encima de Dioses, de Estado y de Capital, que en eso consiste lo que entendemos hoy por democracia, es el primer valor de la izquierda, aunque paradójicamente coincide con lo que hasta hace poco tiempo se consideró un extremismo anarquista, resumido en aquella consigna que decía “Ni Dios, ni Estado, ni Capital”. ¿Se trata de destruir a estos enemigos o caben otras estrategias? Los matices y los métodos son los que establecen las diferencias en la izquierda, que resulta ser muy plural.
El segundo valor que define a la izquierda es la igualdad. La define no en mayor medida, pero tampoco en menor medida que la libertad. Sin embargo, lo que realmente existe en la sociedad humana es la desigualdad y su fundamento es, algunas veces, la diferencia, aunque, la mayoría de las veces, su fundamento es la injusticia o apropiación de lo que es común en beneficio privado.
La izquierda planteó inicialmente la resolución de la desigualdad mediante la revolución. Esta tuvo lugar, pero no tuvo éxito. El primer aprendizaje de la izquierda ha de ser ese reconocimiento. Quizá por eso, hoy preferimos hablar de equidad, un concepto menos fuerte que el de igualdad, pero más próximo a la realidad, pues se concreta no en principios, sino en leyes, como ocurre con todos los Derechos Humanos.
La tarea consiste en hacer avanzar la equidad social, disminuyendo, hasta hacerlas desaparecer, las diferencias entre los que acumulan mucha riqueza y los que no disponen de nada; favorecienciendo con acciones positivas a quienes se hallan en inferioridad por alguna deficiencia física o mental; construyendo equidad entre las edades: acceso al primer trabajo en la juventud; educación universal para la niñez; garantía de cuidados en la vejez y en la dependencia. Y una equidad imperiosa entre hombres y mujeres. Es urgente dar fin a la etapa patriarcal de la humanidad y garantizar iguales derechos a mujeres y hombres, tanto en la vida pública, como en la vida doméstica.
El tercer valor es la fraternidad. Quizá haya sido el valor más abandonado por la izquierda a lo largo del tiempo, sea por identificarlo con un valor religioso o con un valor femenino, pero lo cierto es que otras palabras se impusieron a la fraternidad, como fueron revolución o lucha. La fraternidad va ligada al método e implica la primacía del respeto a los derechos de las demás personas sobre cualquier otra cosa. Hoy sabemos que no es posible obtener ningún derecho conculcando otros. Por eso, un principio irrenunciable para la izquierda es la acción no violenta, como insistentemente reclaman las personas jóvenes en sus movilizaciones. Revolución o lucha son palabras que van perdiendo su fisonomía y, poco a poco, cediendo en la estrategia. Mucha gente ya prefiere hacer cosas pequeñas, como una banca ética en manos de la ciudadanía o empresas cooperativas, antes que una potente revolución que termine con la propiedad privada y la transfiera … ¿a quién? ¿Al Estado, al Partido, a quién? La vía de la antigua revolución está cerrada por experiencia, por estrategia y por convicción: no es el camino para la fraternidad.
La fraternidad se construye con muchas pequeñas cosas, como es pagar los impuestos. Aquí la frontera entre derecha e izquierda es una franja bien ancha. Hay que desconfiar de aquel que dice dar mucha limosna, pero no quiere pagar impuestos. El mayor acto fraterno que hoy se le pide a la sociedad es garantizar una renta ciudadana: que todas las personas dispongan de unos ingresos mínimos, pero fijos y periódicos. Es una cuestión de distribución y se hace a través de los impuestos.
Y hay otro elemento de fraternidad, que es el que mejor define a la izquierda actual: la fraternidad con las generaciones futuras. Esto se concreta en la defensa de la naturaleza y aquí tampoco caben excusas. Cada persona ha de aprender a practicar un consumo responsable; las empresas tienen que dejar de contaminar el medio ambiente; y las políticas tienen que ser protectoras y reparadoras de lo que se ha destruido.
La interpretación del artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos admite matices y, de ahí, la pluralidad de la izquierda, que ha de ser reconocida sin discusión. Otra cosa es discutir actitudes de personas o grupos.
Tenemos un caso reciente en torno a la Reforma Laboral del Partido Popular, que aclara lo que decimos. Es evidente que caben estrategias diferentes para combatir esa Reforma tan injusta, como inútil. Se puede proponer desde una carta de súplica al Partido Popular para que retire el Decreto, hasta una huelga general, pasando por una variada gama de movilizaciones. Se puede disentir de la estrategia adoptada por los sindicatos mayoritarios, aunque recientemente hayan visto refrendada su mayoría con más del ochenta por ciento del voto a los Comités de Empresa en toda España. Pero convertir a estos sindicatos en el enemigo a batir, aparte de un error que conduce inexorablemente al fracaso por confundirse de enemigo, es una estrategia que construye un muro infranqueable con vistas la unidad del asociacionismo sindical en nombre de la cual dicen tomarse las decisiones estratégicas. El mismo caso, por el lado contrario de la izquierda, es el que se resume en el eslogan que proliferó en la última etapa del gobierno de Zapatero: “PSOE y PP, la misma mierda es”. No tuvieron que pasar ni quince días para certificar el error de esa estrategia, pero las consecuencias de esos errores a largo plazo son más dañinas, precisamente porque no se está reconociendo en ellas la pluralidad de un espacio con elementos comunes identificables.
Hace unos días leí un comentario de algún lector de prensa, que proponía crear un “frente popular” para oponerse a la derecha y cambiar la política. Puede ser, pero lo que hay que hacer antes es encontrar una propuesta de confluencia. ¿Podría valer el artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? El programa es claro:
– Derechos Humanos garantizados, según la Declaración de 1948 y las siguientes.
– Soberanía popular frente a religiones, partidos y mercados.
– Equidad social a través del sistema impositivo.
– Equidad de género sin limitaciones.
– Protección y recuperación de la naturaleza.
Más problemas (aún) habrá con el método, tan acostumbrada como está la izquierda a definir las estrategias por el lado que diferencia a cada secta. El método tiene que ser democrático puro: más allá de listas abiertas o cerradas, designación de candidaturas por sufragio universal de participantes; programas construídos y aprobados en asambleas abiertas; diferenciación de los representantes elegidos respecto a los partidos de militancia, con responsabilidad personal ante el electorado, que podrá deponerlos si incumplen el programa.
Creo que la cosa no está madura, pero habrá que ir pensando en otra política, si se quiere ir construyendo otra sociedad más equitativa.