El día 12 de abril de 2012, Thomas Weber, profesor de Historia Moderna, publicaba en la Cuarta de El País un artículo titulado Tribunales ordinarios y criminales de guerra. Se lamenta allí de que los cazadores de nazis sigan persiguiendo sus objetivos y llevando a los criminales, ya ancianos, ante los tribunales ordinarios. Pone el ejemplo de John Demjanjuk, guarda del campo de Sobibor, que murió el 17 de marzo, poco tiempo después de haber sido condenado a una pena de cinco años de cárcel; o el de Willi B., de ochenta y seis años, que se halla bajo investigación por supuesta participación en la masacre de 642 civiles en la localidad francesa de Oradour-sur-Glane, población de la región francesa de Limousin arrasada en 1944 por la 3ª Compañía “El Führer”, del Regimiento de Infantería Acorazada de las SS.
El lamento de este historiador, como expresamente dice, no se debe a que pretenda relegar al olvido a las víctimas de Oradour-sur-Glane o de Sobibor, ni a ninguna otra. Se debe a que no le parecen adecuados los juicios para llegar a conocer la verdad. Y propone que se sustituyan los juicios por Comisiones de la Verdad, ante las cuales los criminales, garantizada su inmunidad, hablarían con más facilidad. Propone, por lo tanto, buscar la verdad y renunciar a la justicia. De paso, da unos consejos a los españoles y nos invita a sustituir el asociacionismo memorialista por Comisiones de la Verdad, escapando así a la atribución de “intenciones partidarias”, al dar cabida en ellas a testimonios de “las distintas partes enfrentadas”.
Me causa asombro que un historiador, sin duda eminente por el puesto que ocupa en la Universidad escocesa de Aberdeen, escriba sin pudor las cosas que ha escrito en ese artículo; y me causa más asombro que el primer periódico de España eleve esa doctrina a su principal espacio de opinión, por más que El País sea tan reincidente en esa opción ideológica. Hay que decir no, una y mil veces, a estos, si son bienintencionados, errores conceptuales, o a estas perversiones morales, en palabras de Primo levi, si tienen alguna mala intención.
En el laberinto de la confusión conceptual sobre los asuntos memorialistas del que no logramos salir (he explicado esto en un librito, que ahora se puede ver en edición digital: (http://www.librosenred.com/libros/rememoraciondelasvictimasycambiosenelpensamientosocial.html), hay cosas elementales que aclarar. Primero: conocer la verdad y juzgar los crímenes de lesa humanidad son dos cosas diferentes y perfectamente compatibles. Si el historiador quiere conocer la verdad, es decir, aumentar el conocimiento histórico con testimonios de protagonistas, puede hacerlo y existe una ya larga experiencia sobre el uso de esas fuentes orales. Historia y justicia son compatibles, aunque son bien diferentes. La historia construye científicamente la verdad, la justicia certifica los crímenes cometidos y la autoría de los mismos. Frente a la historia y a su verdad, cabe el revisionismo, a veces incluso bienintencionado; frente a la justicia, el negacionismo sólo admite persecución judicial.
Cuando Thomas Weber nos recomienda a los españoles que optemos por conocer la verdad, su buena voluntad está pensando en la reconciliación. Pero cae en un engaño, porque no hay reconciliación posible sin reconocimiento de la verdad y eso no es tarea de ninguna comisión, sino que atañe a las responsabilidades de las personas o de las instituciones. Reconocimiento es distinto de conocimiento. Por otra parte, como ha escrito Rainer Huhle, “si la verdad queda establecida, y si esta verdad es una verdad terrible, una verdad de crímenes atroces, de culpas enormes, la falta de justicia queda aún más visible y más sentida”. Ambos razonamientos conducen a la conclusión de que la verdad reclama justicia. Eso es lo que está ocurriendo en España. A medida que va creciendo el conocimiento de los crímenes del franquismo, la demanda de justicia va convirtiéndose en un clamor social. Recordemos que esos crímenes constituían un tabú del que no se podía hablar hasta hace poco más de diez años. Todavía el 26 de noviembre de 2003 el parlamentario del Partido Popular, Luis de Grandes, se refirió a este asunto con la expresión descalificadora de “revival de naftalina”.
La otra recomendación que Thomas Weber nos da a los españoles no me produce asombro, sino indignación. De nuevo se vuelve a la equidistancia de las víctimas con la expresión de “las distintas partes enfrentadas”. Es cierto que hay dos “partes enfrentadas”, el gobierno legítimo y los rebeldes, pero ni las dos “partes” ni las víctimas en ellas producidas son equiparables y pueden tratarse en un mismo negociado. Respecto a las víctimas, es sabido que los rebeldes, ganadores de la guerra, repararon los daños producidos. Aunque la reparación se hiciera por la vía de la venganza y no de la justicia, lo cierto es que no existe ninguna víctima que no haya recibido su reparación en el bando de los rebeldes con un castigo inmisericorde para los presuntos culpables, sus nombres han llenado calles e iglesias durante años y, en muchos casos, siguen allí presentes, sus familias fueron beneficiadas económicamente y nunca han sido relegadas al olvido.
Por el contrario, las personas asesinadas, torturadas o perseguidas por los franquistas han permanecido ocultas hasta hace muy pocos años, la mayor parte de las asesinadas continúan desaparecidas dentro de fosas comunes y, sobre todo, no ha sido reparado el crimen. Los criminales, cuyos nombres son ya públicos en muchos casos, tampoco han sufrido condena. Falta, pues, la justicia, que es el primer acto reparador de las víctimas, como dijera en 1995 el entonces fiscal de La Haya, Richard Goldstone, con motivo del cincuenta aniversario del juicio de Núremberg: “La justicia no es solamente una cuestión de castigo de los criminales de guerra y de derechos humanos. Es también una cuestión de reconocimiento del sufrimiento de las víctimas. Y para los afectados, en muchos casos, este reconocimiento es una parte esencial de su proceso de rehabilitación”.
Recurrir a la equiparación de víctimas no ha tenido históricamente más resultado que seguir ocultando el crimen. Querer sustituir la justicia por el mero conocimiento de los hechos es optar por la impunidad de los criminales, lo que no deja de ser una invitación a los poderosos para continuar conculcando los derechos humanos. Por eso, el esfuerzo sigue siendo por la verdad y por la justicia, sin renunciar a ninguna de las dos cosas.