Bartolomé Clavero: El árbol y la raíz

Me compré este libro porque recordaba uno de los primeros que escribió el autor, Mayorazgo, propiedad feudal de Castilla, creo que se titulaba. Eso y que tenía el subtítulo de “memoria histórica y familiar” y lo publicaba Crítica. Con todo, no estaba muy convencido. No fue hasta el segundo o el tercer capítulo cuando cambié de opinión. Es un libro raro (de hecho, el autor dice que se puede empezar a leer por los últimos capítulos y regresar al principio o leer alternativamente), pero lleno de interés.

Bartolomé Clavero define el libro como “descargo de conciencia”, que lo es personal por no poder ser familiar. Describe a una familia franquista, perteneciente a la “casta”, donde los mayores y algunos descendientes nunca han renunciado a la victoria ni al botín. El mismo Bartolomé confiesa que tardó mucho en tomar conciencia de su pertenencia a la casta franquista y que sólo recientemente ha percibido que en su entorno había víctimas olvidadas. “¿Cómo iba a pensar en descargo ninguno? Ni siquiera era consciente de que hubiera quedado tanto pendiente tras el final de la dictadura” – dice-(166). Hay que añadir que esto no le ha pasado sólo a Bartolomé Clavero, sino a la inmensa mayoría de la gente de su generación y de las adyacentes. Y tiene una explicación: hasta hace muy poco tiempo no existía conciencia del olvido de las víctimas (las del franquismo, las del terrorismo o cualquiera otras de la historia) y de la consecuencia de ese olvido, que es la impunidad.

Todo ello se relaciona con la idea de memoria histórica, un concepto que ha invadido todos los rincones y que cada cual usa con un significado. A Bartolomé Clavero le ocurre también. Unas veces lo identifica con historia oral, otras con historia del presente; lo contrapone a “historia falsa” y a “contramemoria”; y nunca lo define, aunque, instintivamente, se aproxima al concepto benjaminiano de memoria, esto es, a la rememoración de las víctimas. Sigo preguntándome por qué hay tanta resistencia entre historiadores a reflexionar sobre ese concepto, cuando hay tanto escrito. Las cosas que yo he publicado, por ejemplo, sea en revistas o sea mi libro sobre el tema, sólo las he visto citadas o comentadas por filósofos o juristas, pero nunca por historiadores. Eso debe tener alguna explicación y, quizá, se relacione con la severa crítica que Clavero hace a la “historiografía profesional (que reproduce) desmemoria” (160).

El descargo de conciencia está muy relacionado con la política de reconciliación nacional y, por lo tanto, con la Transición. Al hablar de esto, es muy crítico con Laín o con Ridruejo: “Ambos descargos de conciencia, el de Laín y el de Ridruejo, tienen en común la inconsciencia para con las víctimas”. (…) Laín y Ridruejo ignoraron lo que no quisieron saber” (145). Aunque les concede el beneficio del derecho constitucional a no declarar contra sí mismo, especialmente cuando, como en el caso de los franquistas, “es mucha la carga de conciencia para hacerse cargo y hacer descargo” (144). Esa inconsciencia, que, como ya hemos dicho, el mismo Clavero se asigna, tiene relación con la adhesión a alguna causa que ayude al negacionismo, sea la familia, la iglesia, el partido o la patria. Dos de esas instituciones han jugado un papel más relevante en el caso del franquismo, la iglesia, de la que nunca entenderemos suficientemente el papel negacionista que ha jugado y sigue jugando, y el partido. En este caso el partido, o sea, el PCE y su política de reconciliación nacional, “de una reconciliación que sólo bastante más tarde advertí que entrañaba la consagración de la impunidad de los vencedores y del despojo de los vencidos (148).

Enlaza entonces el razonamiento con la Transición y con la conocida como Ley de Memoria Histórica, de la que hace una crítica que da en la diana. El déficit de esa norma es la exclusión de la ley de amnistía de 1977 en la cláusula derogatoria. Eso es lo que ha seguido posibilitando la impunidad y el desamparo de las víctimas. Y da una explicación interesantísima: “la transición trató a la dictadura como si hubiese sido no un régimen de hecho, sino un régimen de derecho, un régimen no constitucional, pero de derecho. El resultado en cuanto al bloqueo persistente de posibilidades abiertas por la Constitución de 1978 está descrito. Se tiene a la vista para quien quiera mirar sin anteojeras” (199).

Hay muchas cosas de interés en este libro, que aparentaba ser una mera historia de vida familiar y resultó ser una mina de sugerencias. Interesa mucho la definición del franquismo como sociedad de castas; la explicación de la función cohesionadora que ejerce la Iglesia católica; o el botín del que se apropiaron los vencedores, respecto a lo que sugiere que “en el ámbito patrimonial, no por supuesto en el penal, la responsabilidad puede alcanzar a los descendientes de genocidas” (184). Estas apropiaciones, que ya han dado lugar a demandas no atendidas, son otro capítulo no cerrado de la (pos)guerra y del (pos)franquismo, y probablemente sean la causa fundamental de los déficits de la Ley de Memora Histórica y del acoso a Garzón.

También he encontrado un leve error historiográfico: la asignación de la muerte de Onésimo Redondo a sus correligionarios falangistas. Es cierto que esa leyenda urbana circuló en algún momento, pero, como pudimos reconstruir en un taller de historia este mismo curso en La Aldea de San Miguel, la muerte de Onésimo fue enteramente fortuita y casual. Así lo testimonió Laura, una de las hijas del conductor del coche en el que viajaba el líder de las JONS cuando toparon en Labajos con unos milicianos de la FAI, pertenecientes a la Columna Mangada; y así lo constata la historiografía regional reciente. No hay heroicidad, pero tampoco traición en la muerte del protomártir.

Marcelino Flórez

 

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