Siempre ha habido mucha dificultad para definir el concepto “España”. Desde el punto de vista geográfico, por ejemplo, es menos que una Península y ahí está Portugal para demostrarlo, pero también es más que la Península Ibérica y ahí están las islas y costas mediterráneas y atlánticas. Esas fronteras, por otra parte, tienen muy pocos años.
Si nos fijamos en la lengua, el castellano es menos que un Estado, pero también es mucho más. Hay diez veces más de castellano hablantes que de españoles; y, entre los españoles, el castellano es sólo una de las lenguas maternas, a lado del catalán del vasco o del gallego.
Si tenemos en cuenta la identidad, es decir, aquello que se siente ser una persona, España es igualmente más y menos que una Nación. Muchos españoles no se sienten tales, sino que se sienten catalanes, vascos o gallegos exclusivamente. Y yo, por ejemplo, me siento más europeo que español y más cosmopolita que europeo. Como yo, hay otras personas, no se vayan a creer que no, porque esto es una mera cuestión de voluntad, después de haber viajado un poco.
De manera que, si tenemos que buscar un acuerdo para definir a España, hay que ir al artículo primero de la Constitución, donde dice “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. Aquí se define España y en esos términos es reconocida por el mundo y participa en las instituciones internacionales. Esto es así desde 1978, aunque no hay duda de que existen razones y antecedentes para que así sea.
Tengo para mí que el antecedente más influyente en lo que jurídicamente es España no va más allá del constitucionalismo y, específicamente, de las constituciones posteriores a 1812, donde van apareciendo dos elementos que identifican lo que ha venido a ser España. El primero, que van dejando de figurar los territorios coloniales de América, adaptándose las fronteras a lo que son hoy; y el segundo, que se establecen las provincias, las mismas que hoy existen.
El artículo 11 de la Constitución de 1812 mandataba el establecimiento de provincias en España y un decreto de Javier de Burgos, de 30 de noviembre de 1833, las estableció. Los liberales organizaron las provincias por razones de eficacia fiscal y de la justicia, de manera que el criterio organizativo dominante fue hacer espacios semejantes en extensión y en población, aunque también contemplaron otros criterios, como la topografía o la tradición histórica. El criterio topográfico se usó para dotar a cada provincia de terrenos de montaña y de llanura, de manera que tuviesen una economía lo más complementaria posible; y la tradición es la que explica que se respetase siempre en la partición provincial la lengua particular, así como la división fronteriza de los reinos del Antiguo Régimen y, por eso, se delimitó Aragón, Cataluña, Valencia o Navarra. En el caso del País Vasco, se discutió mucho si reducirlo a dos provincias, dada su escasa población, pero se optó por mantener tres, como determinaba la costumbre histórica.
La división provincial resultó exitosa a todos los efectos. Le sirvió, por ejemplo, a Prat de la Riva en 1911 para diseñar lo que terminaría siendo la Mancomunidad de Cataluña desde el 6 de abril de 1914, que tendría como objetivos promocionar la lengua y desarrollar las obras públicas. Y nada ha servido más que este hecho para construir una identidad catalana. (¿ Por qué no será ésta la efemérides constituyente que celebre el nacionalismo catalán, en vez de la derrota de 1714?. ¡Ay, el victimismo!). Por cierto, en muchos lugares es la provincia lo que más identifica a las personas. ¡Cuánta gente se siente, antes que nada, leonés o murciano, es decir, natural de una delimitación a la que le faltan veinte para tener doscientos años! Lo gracioso es que esa mayoría de gente piensa que su identificación proviene de una “unidad de destino en lo universal”, parafraseando a “esa persona”, como diría Rajoy para evitar nombrar a alguien. Algo parecido debían de pensar los constituyentes de 1978, quienes dieron por cosa tan obvia a la provincia, que la establecieron como circunscripción electoral única, un hecho al que le han bastado 35 años para demostrar la equivocación.
Es cierto que, aparte de estos antecedentes, podemos hablar de otras raíces identitarias, aunque sean siempre cambiantes: la romanización, que aportó el cristianismo, además de una lengua común; la dispersión territorial medieval, que originó las variedades lingüísticas, siempre bajo unidad católica; o el Estado Moderno, que desarrolló una pugna permanente entre el afán monárquico de unificación jurídica y la diversidad real de las culturas. Todos son elementos de lo que hoy es España y de sus contradicciones. Pero el hecho que ha determinado verdaderamente la españolidad ha sido el capitalismo, esto es, el mercado.
La dinastía borbónica, esa misma a la que reprueba el nacionalismo catalán en su Diada, unificó el mercado en todos los territorios dinásticos, terminando con el monopolio americano por parte de la Corona de Castilla, cosa que agradó a un buen número de burgueses en el antiguo Condado de Cataluña y que proporcionó un notable impulso al puerto y ciudad de Barcelona; y el liberalismo triunfante consagró el mercado español con fronteras estrictas y aranceles más fuertes que las concertinas de Melilla. Ese mercado nacional, como le denominaron los economistas burgueses, hizo posible el éxito del textil catalán, liberado de la competencia británica y con la garantía de un amplio territorio español de ventas. Ese mismo mercado condujo, durante el franquismo, el ahorro de los cerealistas del interior peninsular hacia la industrialización de la periferia; y, detrás del ahorro, se fueron los explotados por los ahorradores. Así se consumó la diversidad territorial de lo que es España. Ha de quedar muy claro que en esta españolización no tiene ninguna responsabilidad mayor Castilla y León que Cataluña; si acaso, al revés.
Ahora resulta que una ideología de base provinciana, el nacionalismo, plantea la escisión con el resto de España. Está bien, pero habrá que hacer cuentas. Del mismo modo que en una ruptura matrimonial con desavenencia, alguna autoridad neutral tendrá que establecer los términos de la separación. Y el problema no es si Cataluña permanecerá o no en la Unión Europea o si el Barça jugará o no la liga española; el problema es la valoración y pago de los bienes de las personas que quisieran regresar a sus lugares de origen en el resto de España (porque no puedo ni pensar que se esté contemplando la expropiación), así como la compensación entre los territorios españoles de los beneficios obtenidos gracias a la política económica común de los tres últimos siglos, o sea, del periodo de mercado nacional. La valoración de este factor no sería difícil. Bastaría con hallar la renta media española y de cada una de las Comunidades Autónomas, y aportar o detraer a quien le correspondiese la parte que excediera o faltara de esa renta media, por ejemplo. Como en toda ruptura matrimonial, si una parte se queda con la casa, la otra se lleva los bienes muebles, porque en política económica española ha regido el sistema de gananciales, aunque no sea lo habitual en derecho familiar catalán. ¿Conoce alguien las cuentas que hacen los nacionalistas catalanes de estos asuntos? Si no las dan a conocer, ha de ser porque no les parece un buen negocio, pero cuando el juego ideológico de los nacionalismos trasciende de lo que suele tenerlos entretenidos, que no es otra cosa que la disputa de la hegemonía política en los respectivos territorios, hay que poner todas las cartas sobre la mesa. Lo otro es jugar con trampas, las mismas trampas que usan los nacionalistas españoles y que tan buenos resultados les viene dando.
Marcelino Flórez
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