Estamos asistiendo a un espectáculo político después del 20-D, que sólo alcanzo a comprender en tanto que teatralidad, o sea, representación ficticia y exagerada de la realidad. Una de esas representaciones la protagonizó Rajoy con lo que podemos denominar, en lenguaje andaluz, la espantá. Después de repetir una y mil veces que su partido era el partido más votado y que le correspondía formar gobierno, renunció a intentarlo cuando le fue encargado formalmente. Ahora sigue repitiendo el mantra, pero ya no lo recibimos en términos de tragedia, sino de comedia.
Otra gran actuación es la que ha protagonizado por dos veces Pablo Iglesias. Se presentó como un consumado monologuista para explicar a España que había sido designado para ser investido de vicepresidente, teniendo bajo su control todos los aparatos de poder efectivo en un gobierno “de progreso”. Cualquiera que haya contemplado estas dos actuaciones interpretará que nos hallamos ante un narcisismo perfecto o que el actor dice lo contrario de lo que piensa con intención de repetir las elecciones. Nada en esas actuaciones induce a pensar que nos hallamos ante un hombre de Estado, que atiende a la verdad, a la transparencia, a la sinceridad, a una posición ética. Nada. O se trata de enfermedad o de hiperbólica teatralidad.
El resto de los personajes ha tenido un papel secundario: Albert Rivera ha jugado su papel de mediador, al que le redujeron los resultados electorales; y Alberto Garzón ha hecho valer su casi millón de votos para invitar a sentarse juntos a PSOE y Podemos. Por su parte, Pedro Sánchez permanece en segundo plano, en el trabajo silencioso, que es donde se juegan las partidas.
No sabemos dónde acabará la representación, pero una cosa se ha clarificado a la vista de todos: los partidos emergentes son igual de partidos que los submergentes, con los mismos aparatos burocráticos, con las mismas prácticas, en el mismo teatro. Y de aquí saco para mí algunas conclusiones (para mí, a diferencia de los tertulianos, que hablan siempre en nombre del pueblo).
Reafirmo que la única vía de cambio real es la confluencia: partidos y movimientos sociales han de apostar por confluir con la gente común, afiliada o no, en asambleas abiertas. Lo único que se pide a los partidos, ahora ya de forma definitiva y a todos por igual, es que dejen las siglas a la puerta. No más coaliciones, ni más refundaciones, cada uno que siga siendo quien es y la asamblea que sea de todos, en común.
Reafirmo la opción por la democracia deliberativa, por el razonamiento, por la inclusión, por el consenso, por la escucha. No hace falta que vuelva a haber votaciones, ni mayorías que controlen. Si el espacio es común, si ya aglutina la semejanza y lo hace de forma voluntaria, ¿qué necesidad hay de que los matices luchen por ninguna hegemonía, salvo a través del razonamiento?
La asamblea decide todo lo importante y conoce hasta lo más insignificante. Decide el programa para cada ocasión, elige a las personas para cada ocasión, organiza grupos de trabajo, designa portavoces públicos y se dota de instrumentos de gobierno eficaces.
Tenemos la experiencia que nos regalan las confluencias municipales. Sólo necesitamos articular los territorios con las mismas experiencias y construir una asamblea grande, bien trabada, con representaciones precisas, estatutos sencillos y ajustados. Sólo falta voluntad.
Marcelino Flórez
Debe estar conectado para enviar un comentario.